La política, la economía y las
reformas sufrirán si hay que volver a las urnas
El País
1 FEB 2016 - 00:00 CET
Pedro Sanchez, durante la rueda
de prensa en el Congreso tras su primera entrevista de la ronda de consultas de
Felipe VI Pedro Sanchez, durante la rueda de prensa en el Congreso tras su
primera entrevista de la ronda de consultas de Felipe VI JAVIER SORIANO AFP
Esta semana culminará la segunda
ronda de consultas de Felipe VI para proponer un candidato a la presidencia del
Gobierno. La Constitución no deja lugar a dudas y no hay que ser catedrático de
nada para interpretar lo que el artículo 99 dice: el Rey propondrá (no solo
puede proponer, o invitar u ofrecer, sino que propondrá) un candidato a través
del presidente del Congreso. Esta es una tarea inexcusable del Monarca y las
posibilidades del encargo son muy amplias, pues el presidente del Gobierno ni
siquiera tiene que ser diputado; y tampoco existe plazo determinado para la
decisión real.
Rajoy no puede, Sánchez no debe
(22/01/2016)
Enseñen sus cartas (17/01/2016)
Una vez el Monarca cumpla con su
obligación constitucional, los demás deben atender la suya. En el caso del
presidente del Congreso, debe convocar un pleno para votar la investidura del candidato
propuesto. Si este no obtuviera el refrendo de la cámara, correría un plazo de
dos meses antes de la disolución de la misma, caso de que ningún otro
pretendiente lograra ser investido durante ese periodo. ¿Pero y si los
sucesivos encargados de formar gobierno renuncian a ello ante el presidente del
Congreso, nunca formalmente ante el Rey, pues este tiene la obligación de
proponer a alguien, y no hay votación parlamentaria? Las leyes no prevén nada
al respecto, aunque algunas interpretaciones jurídicas sugieren que convocada
la primera sesión de investidura y renunciando el candidato a su eventual
elección, podría entenderse que el plazo de dos meses para la disolución de las
cámaras comienza a partir de la fecha del pleno, por fallido que este sea. Interpretación
útil a efectos pragmáticos pero que arrojará sombras de todo tipo sobre la
legitimidad del proceso electoral.
Por lo demás, si el ego
desmadrado y las ambiciones pueriles de los líderes lleva finalmente a la
convocatoria de nuevas elecciones, el calendario previsible indica que no
serían en ningún caso antes de mediados de junio, con lo que en el mejor de los
mundos hasta finales de julio, o agosto, no habría aún nuevo Gobierno. Hasta
entonces, y desde octubre del año pasado, España habría estado gobernada —es un
decir— por un ejecutivo en funciones, sin capacidad de iniciativa legislativa,
con un presupuesto que recusa la UE y aprobado a propuesta de un Gobierno
agonizante y por un Parlamento no destinado a vigilar su ejecución. A partir de
ahí —y entre otras cosas— el nuevo ejecutivo tendrá que revisar el presupuesto
recusado por la Comisión Europea y elaborar uno nuevo para 2017 antes del 1 de
octubre. No son buenas noticias para que los agentes económicos tomen las
decisiones que les competen.
Un Gobierno en funciones puede
ser efectivo en el mantenimiento del orden público y en la aplicación de las
leyes, por lo que el desafío soberanista catalán será con toda seguridad
confrontado durante este interregno. Confrontado desde luego, pero de ninguna
manera solucionado, ni de forma incipiente. Mariano Rajoy fue un interlocutor
imposible con Cataluña como presidente del Gobierno apoyado por una mayoría
absoluta; lo será aún más siendo un primer ministro en precario.
Habría que negociar políticas, y
no carteras, para intentar formar un Gobierno de coalición
Hay muchas otras cosas que
sufrirán hasta la formación de un nuevo ejecutivo, además de la timidez de los
inversores. Será imposible, por ejemplo, aprobar un plan de choque para
políticas sociales o corregir la arbitraria y caótica política fiscal de
Montoro. Víctima segura será también nuestra acción en el exterior, cuando se
están produciendo cambios en los que el papel de España es inexistente. Ningún
mandatario extranjero que se precie va a estar dispuesto a firmar acuerdos con
un gabinete destinado a morir. Y mientras toda Europa debate sobre el futuro de
los refugiados, la fachada del Ayuntamiento de Madrid luce una gran pancarta
(Welcome refugees) cuyo número de letras es superior al de los refugiados
mismos que hemos acogido en los últimos meses. Todo un sarcasmo.
Estos ejemplos sirven para poner
de relieve la incomunicación culpable de los que deberían estar negociando
políticas y no carteras para tratar de formar un Gobierno de coalición capaz de
gestionar los problemas. Las soluciones demandan una reforma de la
Constitución, e incluso algunos de los actuales diputados prometieron lealtad a
la misma con la intención de reformarla. No lo podrán hacer si no se busca un
camino que permita la cooperación leal y no tramposa del PP, con mayoría en el
Senado y minoría de bloqueo en el Congreso.
Dada la pertinacia hierática de
sus dirigentes a la hora de entablar negociaciones que resuelvan estos
problemas, si el PSOE se enfrenta a la eventualidad de intentar un Gobierno de
progreso tendrá que elegir entre dos males: construir un gabinete hostil al PP,
que podrá boicotear cualquier intento socialista de reformar la Carta Magna,
frustrando así las promesas electorales hechas a los votantes socialistas; o
arriesgarse a unas nuevas elecciones de incierto resultado para su partido. Al
mismo tiempo permitirán que el mismo PP gobierne casi un año más de lo que le
correspondía, sin que el Parlamento pueda ejercer el control. Esperemos que las
bases sean capaces de discernir entre estos dos males, toda vez que sus
dirigentes parecen renunciar a la responsabilidad de hacerlo por sí mismos.
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