Nuestra Constitución, en peligro
Por Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona, consejero electivo de Estado (EL PAÍS, 28/09/11):
La Constitución española de 1978 está hoy en riesgo de extinción. O sea, de muerte por incumplimiento, por falta de respeto o por pérdida de su energía vivificadora: el consenso.
Si seguimos así la Constitución puede perder su virtualidad básica de regular la convivencia y dar expresión a una voluntad de vivir juntos.
La Constitución nació en clima de consenso muy amplio. Fue esa su principal virtud. El gran acuerdo, a la salida del franquismo, se fraguó en el seno de la generación de la Transición, formada por quienes nacimos -año más, año menos- entre 1930 y 1945. Entre nosotros hubo gentes de ideología muy diversa y antagónica. Pero escogimos, en contra de nuestras tradiciones y hábitos ancestrales, ceder -todos- un poco. Y así nació la Constitución.
Ahora venimos sufriendo un drástico empeoramiento en el clima de nuestra convivencia.
La generación de la Constitución ha hecho mutis.
Las generaciones más jóvenes andan indignadas, con bastante razón, porque nadie les preguntó nada, no se sienten representadas y además padecen un paro escandaloso.
Al mismo tiempo, el cambio climático consistió en una degradación del diálogo político, en un encono y unos enfrentamientos verbales que causan sonrojo.
Los dos grandes partidos ya no buscan lugares de encuentro.
Las leyes orgánicas no se aprueban por amplio acuerdo. Las saca el partido gubernamental con sus votos, complementados por nacionalistas, a los que se les va traspasando, de la otrora gran alcachofa de competencias estatales, una hojita cada vez, a la que, a veces, tenían perfecto derecho.
Por su parte esos partidos nacionalistas actúan con frecuencia como si no existiese Constitución o no regulase su conducta. Se desentienden de ella. Es una situación grave. Así no se puede seguir, entre otras razones porque se acabó la alcachofa. Y ya solo piden la autodeterminación o la independencia.
Con 33 años de vigencia formal sin apenas modificación, nuestra Constitución debería haber sido ya reformada en aspectos sustanciales, siempre mediante un consenso equiparable al de 1977-1978. No ha sido así. Solo se han producido inciertas mutaciones constitucionales, o sea, cambios reales, sin reforma explícita. Mutaciones discutibles que, a veces, solo quedan respaldadas por mayoría rasposa en un Constitucional incompleto, dividido y en crisis.
En nuestro caso el cambio climático ha degradado la discusión política con pérdida de altura, precisión y transparencia.
Los políticos se han enzarzado en un tipo de argumentación ad hominem, en el “más eres tú”, en la aplicación sistemática de la ley del embudo, en denunciar la paja en el ojo ajeno, con olvido de la viga en el propio. Les gusta meter el dedo en el ojo al adversario político, como ya hemos visto en el fútbol. Entre tanto, el debate público se ha reducido a un penoso intercambio de reproches sobre trajes y facturas, EREs para amigos o parientes, faisanes, pillerías varias y hasta delitos o presuntos delitos.
El resultado es que la clase política ha caído en lo más bajo de la credibilidad social. Lo dicen las encuestas y no se equivocan mucho. Nos encontramos en una situación insostenible.
La reciente reforma del artículo 135 de la Constitución no ha resuelto gran cosa. Ha habido voces discrepantes en cuanto al fondo y en cuanto a la forma. Pero no se ha dicho con suficiente claridad que en la práctica no teníamos otra opción. Y no la hemos tenido por nuestra mala cabeza; por no habernos enterado hasta muy tarde de lo que se nos venía encima y de qué iba la cosa. Esta es la realidad. Que la reforma sirva, o no, lo sabremos pronto. De momento los mercados no están apaciguados, ni la Bolsa boyante, ni barata la financiación de la deuda. Pero el problema no vino en modo alguno por falta de normas.
Así en diciembre de 2001 ya se aprobó una Ley de Estabilidad Presupuestaria (Ley 18/2001). Allí se proscribía el déficit presupuestario, y se ordenaba mantenerlo siempre por debajo del 3%, con una cierta flexibilidad. Esta ley firmada por Aznar fue corregida por otra de Zapatero, más laxa, promovida por Pedro Solbes. Es la Ley 15/2006, que mantiene el objetivo de estabilidad pero admite alcanzarlo “a lo largo del ciclo económico” y no año a año. Quiero decir que nunca nos faltaron en la materia leyes prudentes. Pero se incumplieron, en especial por algunas comunidades autónomas.
Poco después, tras la crisis financiera, con Grecia, Irlanda y Portugal ya intervenidos, el Banco Central Europeo nos sacó, junto a Italia, las castañas del fuego, al menos por un rato. Y los dos grandes de la Unión nos pidieron -rápida- esa reforma constitucional. ¿Cabía responderles que no? ¿Podíamos argüir que somos independientes, soberanos y con derecho a la libre autodeterminación? No, porque ya estábamos vendidos. Y por ese camino podríamos vernos pronto, quizá, también intervenidos, forzados a más sacrificios o a cosas peores.
Pero esta no es la reforma constitucional que necesitamos. Se precisa una más amplia, que vaya al fondo de nuestros problemas; que se estudie bien y no se improvise; que no se haga al dictado de nadie. Un cambio con amplio consenso, que mire hacia el futuro; que se apruebe por referéndum y plantee (y resuelva) cuestiones como estas: ¿Qué debe ser España en los próximos 50 años? ¿Qué deseamos que sea? ¿Un país que juegue -perenne- en la segunda división de la Unión Europea? ¿Pretendemos ver la península Ibérica integrada por dos o tres países “bálticos”, insolidarios, jugando por libre en la Unión, con Portugal donde siempre y los mesetarios, como España residual, arrinconados? ¿Vale para el futuro el sistema actual de las 17 comunidades, cada una con su autonomía despilfarradora o insolidaria? ¿Cabe reconstituir el sistema autonómico? ¿Sería posible cerrar un pacto federal entre nosotros, basado en la firme voluntad de vivir juntos y fijar con claridad las competencias de la Federación y los Estados federados, de modo que podamos hablar con voz fuerte en la Unión? ¿No será hora de cambiar la ley electoral y hacerla más adaptada a esa realidad, en la línea del sistema alemán? ¿No hay que acabar con las ominosas listas cerradas y bloqueadas? ¿Queremos ser un Estado laico o seguir como un Estado aconfesional en los términos de la Constitución? Y así, sucesivamente.
El pacto constitucional de 1978 perseguía una España democrática, descentralizada y respetuosa con los derechos ciudadanos. Lo consiguió. Hoy el objetivo es introducir reformas que nos permitan estar presentes y actuar en la Unión Europea con voz propia e influyente. Urge salir del pelotón de los torpes, en el que entramos por nuestra mala cabeza. Las viejas nociones de soberanía, independencia, autodeterminación, etcétera, están en crisis. Hay que pensar en términos de interdependencia, de poderes públicos en varios niveles, de identidades abiertas y plurales. No debemos huir de Europa, sino cooperar a que haya más Europa.
Para andar por ese camino y renovar nuestra Constitución se precisan al frente de los partidos (de todos, pero sobre todo de los grandes) auténticos estadistas. Recuerdo haberlo escrito en estas mismas páginas poco antes de las anteriores elecciones generales, en las que se apuntaba ya el triunfo de Zapatero, como sucedió. Afirmé que se precisaban estadistas y no políticos de regate en corto y ocurrencias cambiantes. Me atreví incluso a propugnar una gran coalición al estilo de Alemania entonces. El estrepitoso silencio en torno a la propuesta fue justo castigo a mi osadía. Pero mejor nos hubiera ido. Hoy las letras ZP desaparecen para del futuro. Prima la R de Rajoy, que se dibuja como próximo presidente del Gobierno, y la R de Rubalcaba, futuro jefe de la oposición, salvo que el batacazo del PSOE sea tan monumental que desista de su labor de oposición y deje el paso a otro (u otra), lo que sería, en mi opinión, negativo con vuelta a lo mismo.
Mal tiempo es una precampaña electoral para pedir reflexión. Pero cualquiera que sea el Gobierno que salga de las urnas en noviembre solo una cooperación entre Rajoy y Rubalcaba para reformar la Constitución, expresada en la fórmula R+R, podría marcar una línea de solución. Y en cambio tendremos el fracaso asegurado -a mayor o menor plazo- si frente a R+R optamos por seguir erre que erre.
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