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ANTONIO MONTERO MORENO,
SERENA por terrenos llanos y agitada por
pendientes escarpadas, como un riachuelo fecundo de largo recorrido, discurre
apasionante la vida de Vicente Enrique y Tarancón, sincrónica casi con el siglo
XX, desde su nacimiento en Burriana (Castellón) el 14 de mayo de 1907 hasta su
fallecimiento en Valencia el 17 de noviembre de 1994. Hoy, si viviera, habría
cumplido los 100 años.
Fue la suya una vocación de infancia al
calor de una familia creyente de labradores acomodados. Estudió Humanidades en
su diócesis nativa de Tortosa y los cursos superiores de licenciatura y
doctorado en la Facultad Teológica de Valencia. Sacerdote desde 1929, su
currículo pastoral discurrió sucesivamente en las parroquias castellonenses de
Vinaroz y de Villarreal, como coadjutor-organista, párroco y arcipreste.
El tremendo paréntesis de la guerra le
sorprendió curiosamente en Tuy, zona nacional, dando ejercicios espirituales al
clero local, como miembro desde 1933 de la Casa del Consiliario de Madrid, cuyo
selecto equipo de sacerdotes atendía en plena dedicación a la Acción Católica
Nacional, viajando continuamente por las diócesis españolas. Permaneció en Tuy
hasta mediados del año 37, y regresó fulminantemente a su familia y parroquia
después de su ocupación por las fuerzas nacionales. Los ocho años posbélicos de
su labor parroquial lo fueron para restañar heridas, apagar odios y socorrer
necesidades, no sin malentendidos y rechazos por parte de los feligreses más
resistentes a la pacificación.
Nombrado a sus 38 años obispo de
Solsona, en diciembre de 1945, destacó siempre por la cercanía afectiva en el
trato personal con sacerdotes y fieles, predicando el Evangelio a tiempo y a
destiempo, de palabra y por escrito, y desplegando durante más de tres lustros
en Solsona una asombrosa creatividad literaria, con medio centenar de cartas
pastorales y una decena de libros importantes, que le acreditaron como el autor
religioso más leído, en los años cincuenta-sesenta, por el clero joven y por
personas con inquietudes espirituales y sociales. Llegó a decirse que Juan
XXIII se interesó por el caso y preguntó: ¿Quién es ese obispo que escribe
tanto?
En 1956 el cardenal Pla y Deniel, que
siempre lo tuvo en gran estima, impulsó su nombramiento por la Junta de
Metropolitanos de director de un secretariado general del Episcopado, para
gestionar los asuntos comunes de las diócesis españolas. El cargo, compatible
con su pastoreo en Solsona, ensanchó su visión panorámica de la Iglesia y de
España, en incontables contactos con personas e Instituciones de los más
diversos estamentos y niveles.
El Concilio abrió sus puertas en octubre
del 62, Pablo VI sucedió a Juan XXIII en junio del 63 y firmó un año después su
traslado a la sede arzobispal de Oviedo. El mandato pastoral de Tarancón en la
importante y compleja Iglesia asturiana, en circunstancias de excepción: un
trimestre anual de sesiones conciliares, más la preparación de las mismas en
periodos intermedios, junto a los quehaceres de la Comisión de Liturgia en la
Conferencia Episcopal, le impidieron desplegar un mayor programa diocesano.
Don Vicente vivió el Concilio en Roma
con intensidad y entusiasmo, muy en contacto diario con Monseñor Casimiro
Morcillo, uno de los subsecretarios de la Asamblea Ecuménica. Tuvo una
intervención afortunada en el debate sobre el Ecumenismo y laboró tenazmente
con otro grupo de obispos españoles por conseguir de todos ellos un consenso
bien asumido de sus Constituciones y Decretos, como así se logró ejemplarmente
en la votación final de los mismos.
Ya en España, en los últimos años
sesenta, su figura episcopal fue agigantándose progresivamente en los medios
eclesiásticos y en los círculos más representativos de la opinión pública del
país, como líder previsible de la Iglesia en los años venideros; avalado esto,
tácitamente, por los obispos españoles, al elegirlo vicepresidente de la
Conferencia en febrero del 69; y, sobre todo, con su nombramiento por Pablo VI
de arzobispo de Toledo, en marzo y, de cardenal de la Iglesia, el 1 de mayo de
aquel mismo año.
La historia se precipitaba. Dos años más
tarde, la muerte prematura de don Casimiro Morcillo, arzobispo de Madrid y
presidente de la Conferencia, volvió a moverle la silla a don Vicente, en un
audaz e inesperado golpe del timón pontificio, con su nombramiento de arzobispo
de la capital de España, en junio de 1971.
No menos audaz, pero sí presentida con
expectación, fue su elección de presidente de la Conferencia Episcopal, por la
plenaria de marzo del 72, con una votación muy holgada que tuvo todos los visos
de un plebiscito, y que -añado- sería refrendada en los otros dos trienios
reglamentarios.
Durante el primer quinquenio del periodo
postconciliar, fue tomando cuerpo en el clero católico, hasta límites muy
preocupantes, la triple crisis de identidad, autoestima y desafección
jerárquica, agravada en España por el descontento con el Régimen de Franco. Los
obispos, encabezados por los cardenales Tarancón, Quiroga y Tabera, hicieron
frente al fenómeno, tras un serio discernimiento, convocando, en septiembre del
71, una asamblea conjunta obispos-sacerdotes que por su singularidad y audacia
pastoral despertó suspicacias y rechazos en los círculos oficiales y grupos de
Iglesia. Pero que, como experiencia eclesial y en sus resultados, fue
considerada por una asamblea episcopal posterior, y por el mismo Santo Padre,
como positiva y fecunda para el reencuentro afectivo y efectivo entre el
Episcopado y el clero español.
«La Conjunta» fue un capítulo más en una
sarta de situaciones o acontecimientos conflictivos, tales como la cárcel
concordataria para sacerdotes en Segovia, los centenares de homilías multadas,
el famoso y patético «caso Añoveros» y las tensiones permanentes entre clérigos
radicalizados o politizados de uno y otro signo.
En tanto que en el campo civil,
inseparable entonces del eclesiástico, se registraban tremendos seísmos, como
el asesinato de Carrero Blanco el 23 de diciembre de 1973, (con el terrible
calvario del cardenal en su entierro). No menos arriesgadas, aunque de diverso
signo, serían las situaciones vividas por él en la muerte y exequias de Franco,
en las que ofició como arzobispo de Madrid con suma dignidad y tacto exquisito.
Siguieron como un vértigo a partir de
entonces la investidura del Rey Don Juan Carlos, con la histórica homilía del
cardenal, clarificadora de conceptos sobre la Iglesia, el Estado democrático y
la sociedad. Y a partir de entonces los mandatos sucesivos de Arias Navarro,
Adolfo Suárez, Calvo Sotelo y los primeros compases del cambio socialista,
encarnado por Felipe González. Y eventos tan determinantes del futuro de España
como la Constitución Democrática y el Estado de las Autonomías, los Acuerdos
España-Santa Sede y el terrible sobresalto del 23-F, -que coincidió
extrañamente en fecha y hora con el final de su mandato presidencial en la
Conferencia-, del que el Episcopado, por su medio, salió suficientemente
airoso.
Dejo paso a la palabra autorizada y
certera de su segundo sucesor, el cardenal Rouco Varela, en la homilía de sus
exequias en la catedral de San Isidro el 29 de noviembre de 1994:
«Su figura pasará a la historia de la
Iglesiay de España marcada por el encuentro mutuo de la Iglesia y el Estado, de
la Iglesia y la cultura, de la Iglesia y del pueblo, como gran promotor de la
reconciliación y de la paz. Todos hemos contraído una deuda histórica con él:
los españoles protagonistas de las reformas constitucionales y las nuevas
generaciones. Pero, sobre todo, le debemos gratitud los que formamos parte de
la Iglesia».
A este hombre libre, recio y entrañable,
cristiano viejo, buen pastor y hombre de su tiempo, le deseamos todos:
¡centenario feliz!
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