sábado, 12 de enero de 2013

Tarancón en la memoria y en la Historia


Hemeroteca > 14/05/2007 >
ANTONIO MONTERO MORENO,
SERENA por terrenos llanos y agitada por pendientes escarpadas, como un riachuelo fecundo de largo recorrido, discurre apasionante la vida de Vicente Enrique y Tarancón, sincrónica casi con el siglo XX, desde su nacimiento en Burriana (Castellón) el 14 de mayo de 1907 hasta su fallecimiento en Valencia el 17 de noviembre de 1994. Hoy, si viviera, habría cumplido los 100 años.
Fue la suya una vocación de infancia al calor de una familia creyente de labradores acomodados. Estudió Humanidades en su diócesis nativa de Tortosa y los cursos superiores de licenciatura y doctorado en la Facultad Teológica de Valencia. Sacerdote desde 1929, su currículo pastoral discurrió sucesivamente en las parroquias castellonenses de Vinaroz y de Villarreal, como coadjutor-organista, párroco y arcipreste.
El tremendo paréntesis de la guerra le sorprendió curiosamente en Tuy, zona nacional, dando ejercicios espirituales al clero local, como miembro desde 1933 de la Casa del Consiliario de Madrid, cuyo selecto equipo de sacerdotes atendía en plena dedicación a la Acción Católica Nacional, viajando continuamente por las diócesis españolas. Permaneció en Tuy hasta mediados del año 37, y regresó fulminantemente a su familia y parroquia después de su ocupación por las fuerzas nacionales. Los ocho años posbélicos de su labor parroquial lo fueron para restañar heridas, apagar odios y socorrer necesidades, no sin malentendidos y rechazos por parte de los feligreses más resistentes a la pacificación.
Nombrado a sus 38 años obispo de Solsona, en diciembre de 1945, destacó siempre por la cercanía afectiva en el trato personal con sacerdotes y fieles, predicando el Evangelio a tiempo y a destiempo, de palabra y por escrito, y desplegando durante más de tres lustros en Solsona una asombrosa creatividad literaria, con medio centenar de cartas pastorales y una decena de libros importantes, que le acreditaron como el autor religioso más leído, en los años cincuenta-sesenta, por el clero joven y por personas con inquietudes espirituales y sociales. Llegó a decirse que Juan XXIII se interesó por el caso y preguntó: ¿Quién es ese obispo que escribe tanto?
En 1956 el cardenal Pla y Deniel, que siempre lo tuvo en gran estima, impulsó su nombramiento por la Junta de Metropolitanos de director de un secretariado general del Episcopado, para gestionar los asuntos comunes de las diócesis españolas. El cargo, compatible con su pastoreo en Solsona, ensanchó su visión panorámica de la Iglesia y de España, en incontables contactos con personas e Instituciones de los más diversos estamentos y niveles.
El Concilio abrió sus puertas en octubre del 62, Pablo VI sucedió a Juan XXIII en junio del 63 y firmó un año después su traslado a la sede arzobispal de Oviedo. El mandato pastoral de Tarancón en la importante y compleja Iglesia asturiana, en circunstancias de excepción: un trimestre anual de sesiones conciliares, más la preparación de las mismas en periodos intermedios, junto a los quehaceres de la Comisión de Liturgia en la Conferencia Episcopal, le impidieron desplegar un mayor programa diocesano.
Don Vicente vivió el Concilio en Roma con intensidad y entusiasmo, muy en contacto diario con Monseñor Casimiro Morcillo, uno de los subsecretarios de la Asamblea Ecuménica. Tuvo una intervención afortunada en el debate sobre el Ecumenismo y laboró tenazmente con otro grupo de obispos españoles por conseguir de todos ellos un consenso bien asumido de sus Constituciones y Decretos, como así se logró ejemplarmente en la votación final de los mismos.
Ya en España, en los últimos años sesenta, su figura episcopal fue agigantándose progresivamente en los medios eclesiásticos y en los círculos más representativos de la opinión pública del país, como líder previsible de la Iglesia en los años venideros; avalado esto, tácitamente, por los obispos españoles, al elegirlo vicepresidente de la Conferencia en febrero del 69; y, sobre todo, con su nombramiento por Pablo VI de arzobispo de Toledo, en marzo y, de cardenal de la Iglesia, el 1 de mayo de aquel mismo año.
La historia se precipitaba. Dos años más tarde, la muerte prematura de don Casimiro Morcillo, arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia, volvió a moverle la silla a don Vicente, en un audaz e inesperado golpe del timón pontificio, con su nombramiento de arzobispo de la capital de España, en junio de 1971.
No menos audaz, pero sí presentida con expectación, fue su elección de presidente de la Conferencia Episcopal, por la plenaria de marzo del 72, con una votación muy holgada que tuvo todos los visos de un plebiscito, y que -añado- sería refrendada en los otros dos trienios reglamentarios.
Durante el primer quinquenio del periodo postconciliar, fue tomando cuerpo en el clero católico, hasta límites muy preocupantes, la triple crisis de identidad, autoestima y desafección jerárquica, agravada en España por el descontento con el Régimen de Franco. Los obispos, encabezados por los cardenales Tarancón, Quiroga y Tabera, hicieron frente al fenómeno, tras un serio discernimiento, convocando, en septiembre del 71, una asamblea conjunta obispos-sacerdotes que por su singularidad y audacia pastoral despertó suspicacias y rechazos en los círculos oficiales y grupos de Iglesia. Pero que, como experiencia eclesial y en sus resultados, fue considerada por una asamblea episcopal posterior, y por el mismo Santo Padre, como positiva y fecunda para el reencuentro afectivo y efectivo entre el Episcopado y el clero español.
«La Conjunta» fue un capítulo más en una sarta de situaciones o acontecimientos conflictivos, tales como la cárcel concordataria para sacerdotes en Segovia, los centenares de homilías multadas, el famoso y patético «caso Añoveros» y las tensiones permanentes entre clérigos radicalizados o politizados de uno y otro signo.
En tanto que en el campo civil, inseparable entonces del eclesiástico, se registraban tremendos seísmos, como el asesinato de Carrero Blanco el 23 de diciembre de 1973, (con el terrible calvario del cardenal en su entierro). No menos arriesgadas, aunque de diverso signo, serían las situaciones vividas por él en la muerte y exequias de Franco, en las que ofició como arzobispo de Madrid con suma dignidad y tacto exquisito.
Siguieron como un vértigo a partir de entonces la investidura del Rey Don Juan Carlos, con la histórica homilía del cardenal, clarificadora de conceptos sobre la Iglesia, el Estado democrático y la sociedad. Y a partir de entonces los mandatos sucesivos de Arias Navarro, Adolfo Suárez, Calvo Sotelo y los primeros compases del cambio socialista, encarnado por Felipe González. Y eventos tan determinantes del futuro de España como la Constitución Democrática y el Estado de las Autonomías, los Acuerdos España-Santa Sede y el terrible sobresalto del 23-F, -que coincidió extrañamente en fecha y hora con el final de su mandato presidencial en la Conferencia-, del que el Episcopado, por su medio, salió suficientemente airoso.
Dejo paso a la palabra autorizada y certera de su segundo sucesor, el cardenal Rouco Varela, en la homilía de sus exequias en la catedral de San Isidro el 29 de noviembre de 1994:
«Su figura pasará a la historia de la Iglesiay de España marcada por el encuentro mutuo de la Iglesia y el Estado, de la Iglesia y la cultura, de la Iglesia y del pueblo, como gran promotor de la reconciliación y de la paz. Todos hemos contraído una deuda histórica con él: los españoles protagonistas de las reformas constitucionales y las nuevas generaciones. Pero, sobre todo, le debemos gratitud los que formamos parte de la Iglesia».
A este hombre libre, recio y entrañable, cristiano viejo, buen pastor y hombre de su tiempo, le deseamos todos: ¡centenario feliz!

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