miércoles, 24 de enero de 2018

Los efectos tóxicos de la cuestión catalana

Podríamos hablar de los efectos tóxicos de la cuestión catalana, claramente perceptibles tanto en el plano institucional como en él, si se quiere decir así, ideológico o espiritual, y que están alcanzando de manera grave al sistema político español. La cuestión catalana es el asunto que ocupa continua y abusivamente la escena pública, como si los españoles no tuviéramos otra cosa en qué pensar, dejando en la irrelevancia todo lo demás o en su significación exclusiva según tal óptica territorial. Sin duda la cuestión catalana, que impone un acuerdo al respecto entre las fuerzas constitucionalistas, está privando de los efectos pertinentes a las revelaciones sobre la corrupción política que se siguen de los procedimientos judiciales, y dificultando la percepción de la parálisis de las instituciones, como la parlamentaria, objeto de una grave obstrucción por parte del Gobierno, que se opone a la tramitación de proyectos legislativos alegando supuestas alteraciones presupuestarias de los mismos. La cuestión catalana está, además, intensificando, obvio es decirlo, el ensimismamiento español. De modo que ni en el ámbito parlamentario ni en el debate público quede lugar para llamar la atención del achicamiento de nuestro relieve internacional ni, apurando las cosas, propiamente el europeo.
Así nuestro sistema político está marcado por una inacción llamativa que, dado el pie forzado del acuerdo de las fuerzas constitucionalistas frente al desafío separatista, impide o dificulta la reacción de la oposición que en una situación normal podría llevar a intentar el recambio, pero que ahora no es posible para no dejar el Estado sin Gobierno, propiciando, al menos provisionalmente, una inestabilidad que el país no puede permitirse.
Voy a dejar sin consideración un efecto capital de la crisis catalana que requiere un análisis detenido que no es el momento de ofrecer, y que tiene que ver con el peralte del poder judicial en estos momentos. Es absurdo oponer a la actuación judicial la objeción de su protagonismo, de manera que los jueces, se dice, no pueden hacer política, por tratarse de una intervención inconveniente de acuerdo con el principio de separación de poderes, y porque tal intromisión denotaría una parcialidad que los jueces no pueden permitirse.
Por el contrario, hay que tener en cuenta que los jueces son Estado, una de sus ramas, y que por tanto su intervención es requerida cuando se cuestiona la continuidad de la existencia del mismo, como ocurre en la crisis separatista, de modo que la legitimidad de la intervención judicial, siempre que se produzca de acuerdo con la legalidad, es incuestionable. Ahora bien, la actuación del poder judicial ha de tener un efecto exclusivamente restaurador, nunca proyectivo y con iniciativa política, y debe orientarse a la recuperación del orden lógico del sistema en el que se integra, pero que no preside ni domina. La significación del poder judicial dentro del conjunto institucional le exige, sin lugar a dudas, un comportamiento prudente y contenido, coherente con el papel que el diseño constitucional le ha atribuido, sin exorbitancias ni protagonismos indebidos, de manera que, en cuanto lo permitan las circunstancias en que se produzca, la actuación judicial perturbe lo menos posible la conducta de los otros poderes del Estado.
Pero, como decía al principio, tenía también la intención de referirme a las consecuencias de la crisis catalana en un plano espiritual o ideológico. Me refiero a dos cuestiones importantes. En primer lugar, me ha sorprendido la facilidad con la que se ha asentado cierta interpretación de la aplicación del artículo 155 de la Constitución buscando, se dice, la humillación de Cataluña, como expresión de la prepotencia y carácter avasallador del Estado, de su soberbia irrestricta y su deseo de venganza. Esta idea la hemos visto toscamente expresada en algunas intervenciones como la del presidente de edad de la mesa del Parlament, y ello no nos ha sorprendido, pero también la hemos visto insinuada o manifestada por algunas plumas cuyos argumentos catalanistas estimo sobremanera de ordinario. No es asumible este argumento: la intervención de la Generalitat se ha producido en términos escrupulosamente legales, pues era imposible que el Estado, de acuerdo con las previsiones constitucionales, no activase su defensa ante la tropelía de la declaración de independencia del Parlament; y tal intervención está sometida a control político y a control jurisdiccional, bien se refiera a su cuerpo principal o a los actos que bajo la misma se acuerden. Esto es lo que el Estado constitucional de derecho puede ofrecer frente a la hybris de la actuación del poder público: responsabilidad política, reclamable en el Parlamento, y garantías jurisdiccionales del respeto de la legalidad constitucional u ordinaria. Así de sencillo y claro.
Hay, en fin, otro efecto indudable de la crisis catalana, y que no es otro que el de la dificultad en que ha situado el problema de la reforma constitucional española, que debe abordarse, pero que resulta ahora, especialmente ardua. Si no le parece mal al lector dejamos este problema únicamente apuntado en esta ocasión.

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