martes, 2 de enero de 2018

La Transición ha abortado

La Transición ha abortado

El espectáculo que España está ofreciendo a Europa con la situación política de Cataluña es lamentable. Otra rúbrica de la Marca española. Dentro del país ya estamos acostumbrados. Las elecciones del 21-D de poco han servido, a pesar de las apariencias. Confirmaron lo que ya había, un parlamento soberano, que se sentirá más legítimo dentro de unos días. Los votantes revalidaron la pantomima representada entre septiembre y octubre de 2017. Primero con la aprobación de la Ley del Referéndum de autodeterminación y la de Transitoriedad jurídica, 6 y 8 de septiembre. Después, con el referéndum del 1 de octubre y la proclamación unilateral de independencia del 27 del mismo mes. Poco importa que un partido ascendente, seminuevo, el de Ciudadanos, haya superado en votos al conjunto de los independentistas. Son estos quienes gobernarán de nuevo. Y a pesar de la coerción legal del artículo 155 de la Constitución española sobre la autonomía catalana. O tal vez gracias a su aplicación con el vicepresidente del gobierno autonómico en la cárcel y prófugo, en Bruselas, el presidente. Otra paradoja de la política española. Sacando pecho ante el mundo: más demócratas que la quintaesencia de la democracia.
El éxito de Ciudadanos debiera inspirar una esperanza de rumbo distinto en Cataluña y resto de España. Probablemente se trate, sin embargo, de otro espejismo del desarreglo social que vivimos. Recoge, efectivamente, gran parte de las voces sufridas, cansadas, hartas del espectáculo, y otras aún constitucionales. Recibe también a bastantes que votaban Partido Socialista o Popular. Y este hecho representa, en el fondo, un gran fracaso de la política nacional. Y no porque los electores cambien su apoyo respecto de antes. Dejan en evidencia la incapacidad de los dos grandes partidos políticos del país con años de experiencia gubernamental. Al mirarse de reojo con intereses partidistas de futuro inmediato que postergaban la función constitucional, Ciudadanos ahondó la grieta creada. Le vino de soslayo el efecto de aquella propaganda ajena. Cada palabra que decían el líder nacional y el autonómico del Partido Socialista, era viento fresco y estímulo oportuno para los neófitos anaranjados. Y las del candidato popular caían en su cesto electoral. A éstos, los populares, les importaba menos. Tenían bastante con mantener el número de escaños vigente, objetivo tampoco logrado. Sus líderes adelantaron el aguinaldo navideño.
El ascenso electoral de Ciudadanos sería creíble en dos contextos hoy por hoy inexistentes. Primero, si las capas sociales más solventes de Cataluña decidieran apoyar a su líder Albert Rivera poniendo encima de la mesa la masa económica y el crédito imprescindibles para alzarlo a presidente incontestable. Segundo, si esta operación convenciera a toda España y viéramos en él una alternativa segura. Mucho me temo que ninguno de estos contextos logre imponerse a corto plazo. Norte, sur y oeste no tienen color naranja. Y en el centro hay mucho que lidiar. Por otra parte, tanto el líder nacional de Ciudadanos como la presidenta autonómica ­­­­­­—­­­­­­alegre, telegénica, con un toque musical en los gestos— son aún aspirantes, y por tiempo. El Partido Popular sabe que aquellos votos suman con los suyos. Qué remedio. La tentación de sorprender a los populares en Madrid con el apoyo larvado del Partido Socialista más lo que éste rebañe de la izquierda con pacto subrepticio (el futuro diría si otra brecha, ahora confabulada, es posible), parece disipada.
Insistiendo en lo dicho, lo más grave de las elecciones prenavideñas de Cataluña es el fracaso de la política nacional. Ciudadanos, Partido Socialista y Popular fueron incapaces de alzar el punto de mira y de esgrimir sentido de Estado. Y ante la confrontación abierta por los secesionistas con reto de alta traición. En septiembre debieron actuar los tres partidos con responsabilidad inexcusable y clara ante los ciudadanos de sostener la entidad nacional de España. Cualquier dilación, miramiento partidista ­­­­­­—­­­­­­los hubo, no nos engañemos—, eran, y lo fueron, debilidad política, arrastre burocrático y monserga jurídica de poder amanerado, endogámico. Incompetentes. Sellaron con su dilación y escorzo legalista el convencimiento de que la Transición encubre un Estado fallido. Claudicaron frente a un dos y medio por ciento escaso del electorado español. Traducido de otro modo, el secesionismo catalán triunfa lentamente.
Y la sensación que ahora mismo se tiene de esperar a ver qué pasa: si se moderan los hervores independentistas; si cabizbajan y proceden como aplacados, aunque rezonguen; si habrá nuevas elecciones autonómicas, tal vez hasta nacionales dentro de seis o siete meses; si seguirá manteniéndose el artículo 155; si amainará el revuelo con la promesa de revisar y parchear la Constitución; si, si… Vivimos en condicional, impotentes. Ante los ojos de Europa.
Esta dilación e impotencia beneficia a los soberanistas. Están preparando la segunda o tercera pantomima. Siguen creando las condiciones objetivas del discurso simbólico de una Cataluña republicana, europea y marginada del resto del país. Y la auspician como espolón de una Europa inevitablemente futura. Han elegido para ello dos emblemas históricos de la represión antidemocrática: la cárcel y el exilio. Conjuntados y sabia, audazmente entretejidos y catapultados desde un escenario internacional ­­­­­­—­­Bruselas—, puede demostrase que, bajo la piel democrática de España, pervive el franquismo. Y este argumento cala en sectores bruselenses, alemanes, ingleses, parisinos e italianos homólogos, por ejemplo. En ellos aún se mantienen ecos del exilio republicano, de la emigración española abocada a una huida de supervivencia, de la penuria cultural carcomida por el odio y la impotencia política heredada del desplome imperial, iniciado precisamente en los Países Bajos. Nuestra marca auténtica. Los años de Transición fueron incapaces de borrar este estigma por carencia precisamente de una cultura inteligente, audaz y previsora. Solo supimos y sabemos abanderar una España turística. Esta capa de diversión soleada no entierra el sello y la huella del franquismo. Y ahí no valen divisiones políticas de centro, derecha e izquierda. Seguimos siendo neófitos consentidos de la cultura europea.
Los catalanes sediciosos conocen, intuyen este atolladero ­­­­­­—­­­­­­impasse— y lo acentúan. Intentaron un efecto de represión fascista el día 1 de octubre para confirmar esta tesis ante el mundo. Fracasaron. Persisten ahora con el mantenimiento de Puigdemont como presidente a distancia de Cataluña. Sería otro eslabón para desvelar el fascismo aún latente, larvado, de las instituciones españolas. De venir a España, lo detendría la Guardia Civil del imaginario lorquiano, aún vivo en la mente republicana del exilio español de la Guerra civil. No diluimos este fantasma con una apuesta cultural europea de envergadura. Por imposible y anacrónica que nos parezca esta actitud recalcitrante de Bruselas. No conseguimos asimilar y revertir en bonos culturales nuestro siglo XX. España no cuenta intelectualmente en Europa. Así de claro. Por inepcia política, diplomática, académica, creativa. Y a pesar de instituciones internacionales como el Instituto Cervantes o de que la lengua española esté representada en todo el mundo gracias a los países hispanoamericanos y a Estados Unidos.
Asentadas las condiciones objetivas con un poco más de paciencia, Cataluña soberana imagina, en principio, un presidente de República exiliado a las puertas del parlamento europeo, y más tarde, no mucho, su regreso triunfante al modo de Tarradellas en 1977 tras un exilio de casi cuarenta años. Los separatistas calculan ­­­­­­—­­­­­­más bien desean— que España tendrá problemas constitucionales serios. Esperan una confrontación parecida en el País Vasco, en alguna zona mediterránea, tal vez raudos escarceos en Galicia y la alteración consecuente del estatu quo territorial. Solo ellos podrían encauzar la situación renunciando por pura praxis constitucional, y temporalmente, al empeño independentista. A cambio de extender su influencia oficial a los países denominados catalanes y a las redes económicas que confluyen en esta zona. Esto supondría además una representación ejecutiva permanente en el Estado. Y a la espera de que Bruselas invente una política regional europea que les permita respirar a su antojo el aire pirenaico y la brisa mediterránea.
Frente a esta coyuntura, España necesita otra estrategia y nombres nuevos que la representen. No basta un programa de coexistencia interna, como decía ya Ortega y Gasset hace un siglo al contraponer la incorporación orgánica de energías e ideales de una nación a su desintegración invertebrada. Precisamos además “un sistema dinámico”, interactivo. Valores más sólidos. Nuestro método parece anquilosado. Las causas son diversas y complejas. El reto de Europa nos está vaciando a pesar del formalismo estructural aparente. O era el precio que nos exigían. Pura paradoja. Debiera ser al contrario: adquirir un impulso inédito y situarnos en Europa con la tradición innovadora que aún tenemos en las venas. En tal sentido, queramos o no, la Transición ha abortado.

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