El
Mundo | Jaime Ignacio del Burgo
Padecí el hundimiento de UCD. Temo
ahora un episodio semejante en el PP. En 1982 era muy joven, incluso con los
parámetros de hoy, y pude sumarme activamente a superar la travesía del
desierto de la derecha democrática. Ahora soy mayor y no puedo hacer otra cosa
que ver los toros desde la barrera pues hace ya unos cuántos años salí de la
escena política.
El triste final de UCD, el partido que
tuvo la responsabilidad de liderar la transición a la democracia en España, se
produjo por una decisión inapelable del electorado. De los 168 escaños que
logró en 1979 sólo sobrevivieron 12 en 1982. Un batacazo histórico que permitió
al PSOE (202 diputados) gobernar a sus anchas durante 14 años. Yerran, pues,
los que lanzan venablos contra el régimen constitucional -o sea, contra la
democracia- al acusarle de haber sido tan solo un apaño para consagrar el
bipartidismo, al que consideran causante de todos los males que nos aquejan,
sobre todo el de la corrupción.
UCD, el PSOE, el PCE -no lo olvidemos-
y las minorías nacionalistas consensuaron una Constitución donde se sentaron
las bases de un sistema político democrático y avanzado, que convirtió al
pueblo en el único titular de la soberanía. Adolfo Suárez perdió el respeto de
sus barones -maldita palabra-, y luego el pueblo, en plena crisis económica,
decidió dar una oportunidad a los socialistas, que de la noche a la mañana se
convirtieron en socialdemócratas para poder degustar las delicias del
capitalismo so pretexto de apuntalar el Estado de Bienestar.
Catorce largos años tardó la derecha
democrática -que en la Transición llamamos centro- en reorganizarse,
reagruparse, conseguir poder territorial y encontrar un liderazgo capaz de dar
el asalto a La Moncloa, expresión bélica que utilizo en términos muy distintos
a los que se desprenden de los ardorosos discursos de nuestro segundo Pablo
Iglesias, cuando se calienta y olvida que ha de hacerse el socialdemócrata
sueco para que plumíferos ingenuos jaleen su progresivo deslizamiento hacia
posiciones moderadas.
Hasta hace pocos meses pensaba que en
el Partido Popular no se podían reproducir los sucesos de 1982. En aquel
entonces, los desencantados de UCD encontraron su acomodo en la Alianza Popular
de Manuel Fraga, que caminaba a marchas forzadas hacia el centro, o en el
Partido Socialista de Felipe González. En cambio, ahora las circunstancias eran
diferentes y no había ningún refugio de indignados… hasta que llegó Ciudadanos,
un movimiento improvisado y mediático que ha encandilado a mucha gente por su
mensaje regeneracionista.
Los sabios politólogos de Moncloa no
advirtieron del peligro de la súbita irrupción de un renovador Ciudadanos y,
cuando se percataron de lo que se venía encima, la reacción se hizo tarde y
mal. Por otra parte, esos mismos sabios especializados en brillantes análisis
postelectorales, cometieron otro gran error al convencer a Mariano Rajoy de que
los buenos datos macroeconómicos iban a ser suficientes para que buena parte
del electorado perdonara lo que constituye el verdadero lastre del PP: la
corrupción.
Hacen bien los barones del PP en pedir
el libro de reclamaciones, porque ellos -por esta vez- no han sido responsables
del gran retroceso en las elecciones autonómicas y municipales. Pero sí tienen
una responsabilidad colectiva por pecado de omisión. No era difícil adivinar lo
que iba a ocurrir y no fueron capaces de exigir, cuando todavía era tiempo, la
adopción de drásticas medidas para demostrar la plena regeneración y renovación
del partido.
Durante casi 20 años (1990-2008) formé
parte del Comité Ejecutivo Nacional del PP. Mis compañeros saben que tenía la
mala costumbre de hablar en sus reuniones. Es mejor hablar -aun a riesgo de
hacer el ridículo o incomodar al líder- que permanecer mudo. Como ya no podía
hace uso de la palabra, consideré a finales del pasado año un deber de lealtad
elevar por escrito a la máxima autoridad del partido lo que, en mi modesta
opinión de ex, procedía hacer. Le pedí medidas audaces y valientes para limpiar
al PP del lodo de la corrupción, que mancha a los miles y miles de cargos
públicos del partido que actúan con la máxima honradez. Propuse el nombramiento
de comisiones gestoras (mucho antes de que Pedro Sánchez lo hiciera en el PSOE
madrileño) para sofocar el incendio en dos de los focos de mayor corrupción que
están en el pensamiento de todos. Abogué por exigir a los candidatos, primero
integridad y luego talento. Sostuve que en la secretaría general del partido no
cabía -ni cabe- el pluriempleo. Finalmente, recomendé que, una vez conocido el
resultado de las elecciones municipales y autonómicas, se celebrara en el
próximo mes de septiembre un congreso extraordinario para la refundación del
partido, con renovación total de la dirección nacional y la elección
democrática del candidato a la presidencia.
Estoy seguro de que Mariano Rajoy -a
pesar de que le hubieran aconsejado decir que no va a mover nada- reflexionará
seriamente y con toda urgencia sobre el futuro del partido. Somos muchos los
que valoramos su labor de gobierno, a pesar de las sombras producidas por el
incumplimiento de ciertas promesas electorales muy sensibles para nuestro
electorado que sólo dependen de nuestra mayoría absoluta. Les guste o no a
nuestros adversarios, el presidente asumió el gobierno de un país en ruina y ha
conseguido sacarlo del abismo, aunque a costa de implantar políticas
impopulares. Pero, a la vista está, no ha sido suficiente para que muchos
ciudadanos dejen de identificar al PP con la corrupción, mientras, por
sorprendente paradoja, otros muchos perdonan hechos similares e, incluso, más
graves cuando afectan a formaciones de izquierda. Pero así son las cosas.
Está ciego quien no quiera ver que se
avecina un tsunami político capaz de arrasar el sistema democrático. Es un
espectáculo lamentable ver al PSOE suplicar a Podemos, cuyo certificado de
nacimiento revela que pertenece a la familia de la extrema izquierda, que le
preste sus muletas para llegar al poder, sin percatarse de que se arriesga a
recibir el abrazo del oso y verse envuelto en un nuevo Frente Popular. La inestabilidad
política es incompatible con el progreso económico y social.
El Partido Popular es un partido
ideológicamente cohesionado, defiende los principios y valores que inspiran la
Constitución y es garante de la unidad de España. Es además un buen gestor
tanto en tiempos de penuria como de bonanza. Y además cuando el partido está
motivado se convierte en una poderosa máquina electoral. Remedando a la
Constitución de Cádiz, el Partido Popular no es patrimonio de ninguna familia,
de ninguna persona. Estoy seguro de que Mariano Rajoy, que es un gran patriota
y un hombre de Estado, será consecuente con ello y escuchará no sólo el enfado
de sus barones -maldita palabra-, sino sobre todo el de sus militantes y
electores, pensando siempre -como gusta repetir- en el interés general de
España. Si no quiere que vayamos, y el primero él, por la senda de UCD.
Jaime Ignacio del Burgo fue
presidente del Partido Popular de Navarra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario