Cayó Puigdemont

Construir una nación no es tarea de cobardes. Si lo fuera, Cataluña se escribiría sin «ñ» y España no existiría

Isabel San Sebastián
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Las naciones nacen de la voluntad común, compartida por una amplia mayoría de los llamados a construirlas, aunque dicho requisito no basta. Es preciso tener, además, un proyecto viable, una meta claramente definida. Pero, sobre todo, es indispensable el coraje. La valentía suficiente para arriesgar la hacienda, e incluso la vida si hiciese falta, en defensa de esa nación cuya existencia no constituye únicamente un deseo, sino una necesidad vital. Una aspiración irrenunciable. Eso nos enseña la historia. Sustituirla por propaganda no solo falsaria, sino burda, aboca a ciertos incautos a cometer errores de bulto.
Los separatistas catalanes carecen de masa crítica suficiente para llevar a cabo su delirio, de unidad en lo referente a su punto de llegada, y desde luego del arrojo que demanda una aventura semejante. Por eso han fracasado en su intentona golpista, a pesar de la debilidad con la que les ha respondido el Gobierno. Gracias a que España es un Estado de Derecho, además de una nación muy consciente de sí misma, su desafío ha terminado en un fiasco revelador de la cobardía que habita en muchos de sus caudillos, empezando por Puigdemont, caído en las redes de la policía alemana cuando intentaba pasarse de listo. El Rey Felipe VI asumió cuando debía el liderazgo al que estaba llamado, la ciudadanía hizo oír su voz en la calle, la justicia, con Llarena al frente, ha cumplido con su deber, y las fuerzas de seguridad nacionales han sabido estar a la altura. «Rien ne va plus».
Las naciones se forjan en la renuncia, el sacrificio, la lucha, el dolor. Así surgió esta vieja España, asentada en ocho siglos de combate feroz por reconquistar su derecho a formar parte de la Europa greco-romano-cristiana, cuna de la democracia. Así fueron alumbrados los Estados Unidos de América; sobre un anhelo de libertad individual y colectiva pagado al precio de una guerra devastadora. Los discípulos de Pujol y Mas, los acólitos de Rovira y Gabriel, no estaban dispuestos a tanto. No estaban dispuestos a nada. Pretendían levantar su Cataluña independiente desde el ejecutivo autonómico, con cargo al presupuesto público y a comisiones derivadas de la corrupción más hedionda. Aspiraban a rebelarse contra el marco jurídico que les asigna un lugar privilegiado en el escalafón del poder, conservando todas las prebendas derivadas de representar a la Administración del Estado. Lo querían todo: ser víctimas sin ser mártires; héroes gratis total; personajes de leyenda épica en un escenario de pantomima que ha llevado a muchos de ellos a poner pies en polvorosa a las primeras de cambio. Han quedado reducidos a villanos de opereta. Ahora son muñecos rotos.
No tenían un proyecto común compartido ni siquiera entre ellos mismos. Ahí está el rechazo de la CUP para demostrarlo. Nunca han convencido más que a la mitad de la población, ni conseguido otra cosa que profundizar la división provocada por sus políticas. La república de la que se llenan la boca carece de raigambre histórica, de capacidad económica y de reconocimiento internacional. Ni uno solo de los 193 países miembros de la ONU ha mostrado la menor inclinación a respaldarla. En resumen, todo su montaje ha demostrado ser un gigantesco engaño. Y ahora que se destapa el fraude, vemos que al frente del mismo había alguna gente coherente, dotada al menos de dignidad para afrontar con honor las consecuencias de sus actos, y otra vergonzosamente apocada. Otra como Puigdemont, atrapado en plena escapada. Construir una nación no es tarea de cobardes. Si lo fuera, Cataluña se escribiría sin «ñ» y España no existiría.
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