lunes, 19 de marzo de 2018

Pablo Iglesias, el pirómano

Pablo Iglesias, el pirómano

Domingo 18 de marzo de 201819:49h
El jueves por la tarde, Mmame Mbaye, un senegalés de 35 años, estuvo paseando con unos amigos por el centro de Madrid. Después de deambular un rato por la Plaza Mayor, cuando ya estaba a las puertas de su casa en la calle del Oso en el barrio de Lavapiés, le dio un infarto de miocardio y se derrumbó. La Policía Municipal acudió inmediatamente e intentó reanimarle; avisó al Samur que, poco después, confirmó que había muerto. La autopsia reveló al día siguiente que padecía una enfermedad congénita y tenía el corazón deteriorado. La Policía, en su atestado, confirmó que “ni había sido perseguido ni había ejercido ese día la venta callejera”.
La muerte natural de este inmigrante, que se ganaba la vida vendiendo perfumes como mantero, fue aprovechada por Pablo Iglesias, sus compañeros de partido y sus seguidores en las redes sociales para alentar las algaradas en Lavapiés al denunciar “los actos vandálicos de la Policía, el racismo institucional, la violencia política de una víctima del capitalismo, la represión del Estado, el fascismo”. El líder de Podemos mostraba así su dolor en Twitter: que “alguien muera por ganarse la vida cuando la impunidad con los corruptos sigue siendo enorme”. La mecha estaba encendida.
En la misma noche del jueves, el castizo barrio de Lavapiés sufrió los “actos vandálicos de los antisistema, la violencia política de los cachorros de Podemos”. Mientras los senegaleses lloraban la muerte de su compatriota, un grupo de españoles encapuchados, organizados como un comando militar arrasaron con todo lo que encontraban a su paso en el barrio: quemaron contenedores, coches de los vecinos, de la Policía Municipal y de los Bomberos, incluso árboles. Destrozaron el mobiliario urbano, los escaparates de algunos comercios, hicieron añicos las puertas y los cajeros de las sedes bancarias y cuando aparecieron los agentes de Policía para frenar su vandalismo, los delincuentes callejeros se enfrentaron a ellos a pedradas como hacían los proetarras en los años de plomo. Las algaradas duraron hasta las 5 de la mañana. Los vecinos, aterrorizados, no pudieron dormir en toda la noche.
Pablo Iglesias siempre ha destacado en una virtud muy valorada entre los políticos: la demagogia. Manipula con astucia, retuerce la realidad a su medida, miente mejor que nadie. Pero en Lavapiés se ha estrellado, se ha pasado de listo. Porque se ha burlado de todo lo que dice defender al acusar de asesinos y racistas a unos policías municipales que acudieron a auxiliar a un senegalés que había sufrido un infarto. Ha hecho el ridículo o, peor, ha jugado con la precariedad de los inmigrantes que se dedican a la venta ambulante al intentar erigirse en el gran defensor de “los desfavorecidos”.
El líder de Podemos está desesperado. En el Congreso de los Diputados aburre hasta a las ovejas moradas repitiendo como un loro consignas de su marxismo oxidado. E intenta agitar la calle para compensar su declive político. Pero le pasará factura la burda manipulación de los sucesos de Lavapiés. Resulta escandaloso jugar con el racismo y la desesperación de los inmigrantes. Pues, además de ser inhumano, es el caldo de cultivo para que emerja la extrema derecha en España. El éxito electoral de Le Pen nació en los barrios obreros de París. Quizás es lo que busca Pablo Iglesias para justificar la violencia de sus cachorros. Para poder gritar “a las barricadas”. Para seguir en la casta política. Los neonazis llevan el cráneo afeitado y los antisistema de Podemos lucen coleta o “rastas”. Es la única diferencia. Coinciden en todo lo demás, en especial, en su único objetivo político: destruir la democracia y la libertad.

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