lunes, 19 de marzo de 2018

Unamuno juzga a la situación española en tres artículos



Unamuno juzga a la situación española en tres artículos
LA PROMESA DE ESPAÑA
I. Pleito de historia y no de sociología
Se ha dicho que la filosofía de la Historia es el arte de profetizar lo pasado; mas es lo cierto que no cabe profecía ni del porvenir sino a base de Historia, aunque sin filosofía. Lo que puede prometer la nueva España, la España republicana que acaba de nacer, sólo cabe conjeturarlo por el examen de cómo se ha hecho esta España que de pronto ha roto su envoltura de crisálida y ha surgido al sol como mariposa. El proceso de formación empezó en 1898, a raíz de nuestro desastre colonial, de la pérdida de la últimas colonias ultramarinas de la corona, más que de la nación española.

En España había la conciencia de que la rendición de Santiago de Cuba, en la forma en que se hizo, no fue por heroicidad caballeresca, sino para salvar la monarquía, y desde entonces, desde el Tratado de París, se fue formando sordamente un sentimiento de desafección a la dinastía borbónicohabsburgiana. Cuando entró a reinar el actual ex Rey, don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena, se propuso reparar la mengua de la Regencia y soño en un Imperio ibérico, con Portugal, cuya conquista tuvo planeada, con Gibraltar y todo el norte de Marruecos, incluso Tánger. Y todo ello bajo un régimen imperial y absolutista. Sentíase, como Habsburgo, un nuevo Carlos V. Se le llamó «el Africano». Atendía sobre todo al generalato del Ejército y al episcopado de la Iglesia, con lo que fomentó el pretorianimo -más bien cesarianismo- y el alto clericalismo. Y en cuanto el pueblo proletario hizo que sus Gobiernos, en especial los conservadores, iniciasen una serie de reformas de legislación social, con objeto de conjurar el movimiento socialista y aun el sindicalista, que empezaban a tomar vuelos. Y no se puede negar que a principio de su reinado gozó de una cierta popularidad, debida en gran parte al juego peligroso que se traía con sus ministros responsables, de quienes se burlaba constantemente, y por encima de los cuales dirigía personalmente la política, y hasta la internacional, que era lo más grave.

Surgió la Gran Guerra europea cuando España estaba empeñada en la de Marruecos, guerra colonial para establecer un Protectorado civil, según acuerdos internacionales desde el punto de vista de la nación, pero guerra de conquista, guerra imperialista, desde el punto de vista del reino, de la corona. En un documento dirigido al Rey por el episcopado, documento que el mismo Rey inspiró, se le llamaba a esa guerra cruzada, y así llamó el Rey mismo más adelante, en un lamentable discurso que leyó ante el pontífice romano. Cruzada que el pueblo español repudiaba y contra la cual se manifestó varias veces. Y al surgir la guerra europea, don Alfonso se pronunció por la neutralidad -una neutralidad forzada-, pero simpatizando con los Imperios centrales. Era, al fin, un Habsburgo más que un Borbón. Su ensueño era el que yo llamaba el Vice-Imperio Ibérico; vice, porque había de ser bajo la protección de Alemania y Austria, y que comprendería, con toda la Península, incluso Gibraltar y Portugal -cuyas colonias se apropiarían Alemania y Austria-, Marruecos. Fueron vencidos los Imperios centrales, y con ellos fue vencido el nonato Vice-Imperio Ibérico, y entonces mismo fue vencida la monarquía borbónico-habsburgiana de España. Entonces se remachó el divorcio entre la nación y la realeza, entre la patria española y el patrimonio real.

A esto vinieron a unirse nuestros desastres en Africa, que reavivaban las heridas, aún no del todo cicatrizadas, del gran desastre colonial de 1898. El de 1921, el de Annual, fue atribuído por la conciencia nacional al Rey mismo, a don Alfonso, que por encima de sus ministros y del alto comisario de Marruecos dirigió la acometida del desgraciado general Fernández Silvestre contra Abd-el-Krim, a fin de asegurarse, con la toma de Alhucemas, el Protectorado -en rigor, la conquista, en cruzada- de Tánger. Alzóse en toda España un clamoreo pidiendo responsabilidades, y se buscaba la del Rey mismo, según la Constitución, irresponsable. Fui yo el que más acusé el Rey, y le acusé públicamente y no sin violencia. Y el Rey mismo, en una entrevista muy comentada que con él tuve, me dijo que, en efecto, había que exigir todas las responsabilidades, hasta las suyas si le alcazaran. Y en tanto, con su característica doblez, preparaba el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, que fue él quien lo fraguó y dirigió, sirviéndose del pobre botarate de Primo de Rivera.
Es innegable que el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 fue recibido con agrado por una gran parte de la nación, que esperaba que concluyese con el llamado antiguo régimen, con el de los viejos políticos y de los caciques, a los que se hacía culpables de las desdichas de la política de cruzada. Fuimos en un principio muy pocos, pero muy pocos, los que, como yo, nos pronunciamos contra la Dictadura, y más al verla originada en un pronunciamiento pretoriano, y declaramos que de los males de la patria era más culpable el Rey que los políticos. Nuestra campaña -que yo la llevé sobre todo desde el destierro, en Francia, a donde me llevó la Dictadura- fue, más aún que republicana, antimonárquica, y más aún que antimonárquica, antialfonsina. Sostuve que si las formas de gobierno son accidentales, las personas que las encarnan son sustanciales, y que el pleito de Monarquía o República es cosa de Historia y no de sociología. Y si hemos traído a la mayoría de los españoles conscientes al republicanismo, ha sido por antialfonsismo, por reacción contra la política imperialista y patrimonialista del último Habsburgo de España. En contra de lo que se hacía creer en el extranjero, puede asegurarse que después de 1921 don Alfonso no tenía personalmente un solo partidario leal y sincero, ni aún entre monárquicos, y que era, sino odiado, por lo menos despreciado por su pueblo.
La Dictadura ha servido para hacer la educación cívica del pueblo español, y sobre todo de su juventud. La generación que ha entrado en la mayor edad civil y política durante esos ocho vergonzosos años de arbitrariedad judicial, de despilfarro económico, de censura inquisitorial, de pretorianismo y de impuesto optimismo de real orden; esa generación es la que está haciendo la nueva España de mañana. Es esa generación la que ha dirigido las memorables y admirables elecciones municipales plebiscitarias del 12 de abril, en que fue destronado, incruentamente, con papeletas de voto y sin otras armas, Alfonso XIII. Y han dirigido esas elecciones hasta los jóvenes que no tenían aun voto. Son los hijos los que han arrastrado a sus padres a esa proclamación de la conciencia nacional. Y a los muchachos, a los jóvenes, se han unido las más de las mujeres españolas, que, corno en la guerra de la Independencia de 1808 contra el imperialismo napoleónico, se han pronunciado contra el imperialismo del bisnieto de Fernando VII, el que se arrastró a los pies del Bonaparte.
Miguel de Unamuno (El Sol, 12 de mayo de 1931.)



Unamuno juzga a la situación española en tres artículos
LA PROMESA DE ESPAÑA
II. Comunismo, fascismo, reacción clerical y problema agrícola
El comunismo no es, hoy por hoy, un serio peligro en España. La mentalidad, o, mejor, la espiritualidad del pueblo español no es comunista. Es más bien anarquista. Los sindicalistas españoles son de temperamento anarquista; son en el fondo, y no se me lo tome a paradoja, anarquistas conservadores. La disciplina dictatorial del sovietismo es en España tan difícil de arraigar como la disciplina dictatorial del fascismo. Los proletarios españoles no soportarían la llamada dictadura del proletariado. A lo que hay que añadir que, como España no entró en la Gran Guerra, no se han formado aquí esas grandes masas de ex combatientes habituadas a la holganza de los campamentos y las trincheras, holganza en que se arriesga la vida, pero se desacostumbra el soldado al trabajo regular y se hace un profesional de las armas, un mercenario, un pretoriano. Los mozos españoles que volvían de Marruecos volvían odiando el cuartel y el campamento. Y el servicio militar obligatorio ha hecho a nuestra juventud de tal modo antimilitarista, que creo se ha acabado en España la era de los pronunciamientos. Y, con ello, la posibilidad de los soviets a la rusa y de fasci a la italiana. Y si es cierto que tenemos un Ejército excesivo -herencia de nuestras guerras civiles y coloniales-, este Ejército se compone de las llamadas clases de segunda categoría, de oficialidad y de un generalato monstruoso. Todo este terrible peso castrense es de origen económico. El Ejército español ha sido siempre un Ejército de pobres. Pobres los conquistadores de América, pobres los tercios de Flandes. La alta nobleza española, palaciega y cortesana, ha rehuído la milicia. Y ese Ejército formaba y aún forma -hoy con la Gendarmería, la Guardia de Sega-ridad y hasta la Policía- algo así como aquella reserva de que hablaba Carlos Marx. Son el excedente del proletariado a que tiene que mantener la burguesía. El ejército profesional es un modo de dar de comer a los sin trabajo. El cuartel hace la función que en nuestro siglo XVII hacía el convento. Pero ya hoy muchos de los que antes iban frailes se van para guardias civiles.

No creo, pues, que haya peligro ni de comunismo ni de fascismo. Cuando al estallar la sublevación de Jaca, en diciembre del año pasado, el Gabinete del Rey y el Rey mismo voceaban que era un movimiento comunista, sabían que no era así y mentían -don Alfonso mentía siempre, hasta cuando decía la verdad, porque entonces no la creía-, y mentían en vista al extranjero. Y ahora todas esas pobres gentes adineradas y medrosas se asombran, más aún que del admirable espectáculo del plebiscito antimonárquico, de que no haya empezado el reparto. Y los que huyen de España, llevándose algunos cuanto pueden de sus capitales, no es tanto por miedo a la expropiación comunista cuanto a que se les pidan cuentas y se les exijan responsabilidades por sus desmanes caciquiles.
Añádase que en estos años se ha ido haciendo la educación civil y social del pueblo. Es ya una leyenda lo del analfabetismo. El progreso de la ilustración popular es evidente. Y en una gran parte del pueblo esa educación se ha hecho de propio impulso, para adquirir conciencia de sus derechos. España es acaso uno de los países en que hay más autodidactos. Hoy, en los campos de Andalucía y de Extremadura, en los descansos de la siega y de otras faenas agrícolas, los campesinos no se reúnen ya para beber, sino para oír la lectura, que hace uno de ellos, de relatos e informes de lo que ocurre acaso en Rusia. «Temo más a los obreros leídos que a los borrachos», me decía un terrateniente. Y en cuanto a la pequeña burguesía, a la pobre clase media baja, jamás se ha leído como se lee hoy en España. Sólo los ignorantes de la historia ambiente y presente pueden hablar hoy de la ignorancia española. Como tampoco de nuestro fanatismo.
Porque, en efecto, si no es de temer hoy en España un sovietismo o un fascimo a base de militarismo de milicia, tampoco es de temer una reacción clerical. El actual pueblo católico español -católico litúrgico y estético más que dogmático y ético- tiene poco o nada de clerical. Y aquí no se conoce nada que se parezca a lo que en América llaman fundamentalismo, ni nadie concibe en España que se le persiga judicialmente a un profesor por profesar el darwinisno. El espíritu católico español de hoy, pese a la leyenda de la Inquisición -que fue más arma política de raza que religiosa de creencia-, no concibe los excesos del cant puritanesco. Aquí no caben ni las extravagancias del Ku-KIux-Klan ni los furores de la ley seca en lo que tengan de inquisición puritana. Ahora, que acaso no convenga en la naciente República española la separación de la Iglesia del Estado, sino la absoluta libertad de cultos y el subvencionar a la Iglesia católica, sin concederle privilegios, y como Iglesia española, sometida al Estado, y no separada de él. Iglesia católica, es decir, universal, pero española, con universalidad a la española, pero tampoco de imperialismo. Se ha de reprimir el espíritu anticristiano que llevo al episcopado del Rey y al Rey mismo a predicar la cruzada. Los jóvenes españoles de hoy, los que se han elevado a la conciencia de su españolidad en estos años de Dictadura, bajo el capullo de ésta, no consentirán que se trate de convertir a los moros a cristazo limpio. Y en esto les ayudarán sus hermanas, sus mujeres, sus madres. Y a la mujer española, sobre todo a la del pueblo, no se la maneja desde el confesionario. Y en cuanto a las damas de acción católica, su espíritu -o lo que sea- es, más que religioso, económico. Para ellas el clero no es más que gendarmería.
Hay el problema del campo. Mientras en una parte de España el mal está en el latifundio, en otra parte, acaso mas poblada, el mal estriba en la excesiva parcelación del suelo. El origen del problema habría que buscarlo en el tránsito del régimen ganadero -en un principio de trashumancia- al agrícola. Las mesetas centrales españolas fueron de pastoreo y de bosques. Las roturaciones han acabado por empobrecerlas, y hoy, mientras prosperan las regiones que se dedican al pastoreo y a las industrias pecuarias, se empobrecen y despueblan las cerealíferas. Mas éste, como el de la relación entre la industria -en gran parte, en España, parasitaria- y la agricultura, es problema en que no se puede entrar en estas notas sobre la promesa de España
Miguel de Unamuno (El Sol, 13 de mayo de 1931.)



Unamuno juzga a la situación española en tres artículos
LA PROMESA DE ESPAÑA
III. Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austria y los Borbones
Hay otro problema que acucia y hasta acongoja a mi patria española, y es el de su íntima constitución nacional, el de la unidad nacional, el de si la República ha de ser federal o unitaria. Unitaria no quiere decir, es claro, centralista, y en cuanto a federal, hay que saber que lo que en España se llama por lo común federalismo tiene muy poco del federalismo de Tite Fedendist o New Constitution, de Alejandro Hamilton, Jay y Madison. La República española de 1873 se ahogó en el cantonalismo disociativo. Lo que aquí se llama federar es desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido. Es de temer que en ciertas regiones, entre ellas mi nativo País Vasco, una federación desfederativa, a la antigua española, dividiera a los ciudadanos de ellas, de esas regiones, en dos clases: los indígenas o nativos y los forasteros o advenedizos, con distintos derechos políticos y hasta civiles. ¡Cuántas veces en estas luchas de regionalismos, o, como se les suele llamar, de nacionalismos, me he acordado del heroico Abraham Lincoln y de la tan instructiva guerra de secesión norteamericana! En que el problema de la esclavitud no fue, como es sabido, sino la ocasión para que se planteara el otro, el gran problema de la constitución nacional y de si una nación hecha por la Historia es una mera sociedad mercantil que se puede rescindir a petición de una parte, o es un organismo.
Aquí, en España, este problema se ha enfocado sentimentalmente. y sin gran sentido político, por el lado de las lenguas regionales no oficiales, como son el catalán, el valenciano. el mallorquín, el vascuence y el gallego. Por lo que hace a mi nativo País Vasco, desde hace años vengo sosteniendo que si sería torpeza insigne y tiránica querer abolir y ahogar el vascuence, ya que agoniza, sería tan torpe pretender galvanizarlo. Para nosotros, los vascos, el españnl es COmO un mauser o un arado de vertedera, y no hemos de servirnos de nuestra vieja y venerable espingarda o del arado romano o celta, heredado de los abuelos, aunque se los conserve, no para defenderse con aquélla ni para arar con éste. La biling|idad oficial sería un disparate; un disparate la obligatoriedad de la enseñanza del vascuence en país vasco, en el que ya la mayoría habla español. Ni en Irlanda libre se les ha ocurrido cosa análoga. Y aunque el catalán sea una lengua de cultura, con una rica literatura y uso cancilleresco hasta el siglo xv, y que enmudeció en tal respecto en los siglos XVI, XVII Y XVIII, para renacer, algo artificialmente, en el XIX, sería mantener una especie de esclavitud mental el mantener al campesino pirenaico catalán en el desconocimiento del español -lengua internacional-, y seria una pretensión absurda la de pretender que todo español no catalán que vaya a ejercer cargo público en Cataluña tuviera que servirse del idioma catalán, mejor o peor unificado, pues el catalán, como el vascuence, es un conglomerado de dialectos. La biling|idad oficial no va a ser posible en una nación como España, ya federada por siglos de convivencia histórica de sus distintos pueblos. Y en otros respectos que no los de la lengua, la desasimilación sería otro desastre. Eso de que Cataluña, Vasconia, Galicia, hayan sido oprimidas por el Estado español no es más que un desatino. Y hay que repetir que unitarismo no es centralismo. Mas es de esperar que, una vez desaparecida de España la dinastía borbónico-habsburgiana y, con ella, los procedimientos de centralización burocrática, todos los españoles, los de todas las regiones, nosotros los vascos, como los demás, llegaremos a comprender que la llamada personalidad de las regiones -que es en gran parte, como el de la raza, no más que un mito sentimental- se cumple y perfecciona mejor en la unidad política de una gran nación, como la española, dotada de una lengua internacional. Y no más de esto.
Por lo que hace al problema de la Hacienda pública, España no tiene hoy deuda externa ni tiene que pagar reparaciones, y en cuanto al crédito económico, éste se ha de afirmar y robustecer cuando se vea con qué cordura, con que serenidad, con qué orden ha cambiado nuestro pueblo su régimen secular. España sabrá pagar sin caer en las garras de la usura de la Banca internacional.
En 1492, España -más propiamente Castilla- descubría y empezaba a pobllar de europeos el Nuevo Mundo, bajo el reinado de los Reyes Católicos Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla. Unos veintiséis años después, en 1518, entraba en España su nieto, Carlos de Habsburgo, primero de España y quinto de Alemania, de que era Emperador, como nieto de Maximiliano. Carlos V torció la obra de sus abuelos españoles, llevando a España a guerras por asentar la hegemonía de la Casa de Austria en Europa, y la Contra-Reforma, en lucha con los luteranos. Con ello quedó en segundo plano la españolización de América y del norte de Africa. En 1898, rigiendo a España una Habsburgo, una hija de la Casa de Austria, perdió la corona española sus últimas posesiones en América y en Asia, y tuvo la nación que volver a recogerse en si. En 1518 al entrar el Emperador Carlos en la patria de su madre, las Comunidades de Castilla, los llamados comuneros, se alzaron en armas contra él y el cortejo de flamencos que le acompañaba, movidos de un sentimiento nacional. Fueron vencidos. Dos dinastías, la de Austria y la de Borbón, han regido durante cuatro siglos los destinos universales de España. Estando ésta bajo un Borbón el abyecto Femando VII, el gran Emperador intruso, Napoleón Bonaparte, provocó el levantamiento de las colonias americanas de la corona de España. El nieto de Femando VII, descendiente de los Austrias y los Borbones, ha querido rehacer otro Imperio, y de nuevo las Comunidades de España, los comuneros de hoy, se han alzado contra él, y con el voto han arrojado al último habsburgo imperial. España ha dejado del otro lado de los mares, con su lengua, su religión y sus tradiciones, Repúblicas hispánicas, y ahora, en obra de íntima reconstrucción nacional, ha creado una nueva República hispánica, hermana de las que fueron sus hijas. Y así se marca el destino universal del spanish speak-ing folk. Podemos decir que ha sido por misterioso proceso histórico la gran Hispania ultramarina, la de los Reyes Católicos, la que ha creado la Nueva España que al extremo occidental de Europa acaba de nacer.
Miguel de Unamuno (El Sol, 14 de mayo de 1931.)


Mensaje de Maciá a los diputados de la Generalidad reclamando lo ofrecido por el Pacto de San Sebastián. El Gobierno de Madrid disiente
«Señores diputados de la Generalidad de Cataluña: Sería la realización de mi más íntimo ideal que las palabras pronunciadas en este acto solemne marcasen el limite en la ruta secular de Cataluña hacia la reivindicación de sus libertades. Quisiera que, como expresión vital del despertar de las nacionalidades que se agrupan bajo la República, sintiesen pronto latir con su ritmo peculiar los corazones de los pueblos bajo la carne joven de una nueva Iberia.
»Nunca como ahora este deseo ha aparecido tan cerca de su consecución. La República ha removido el ambiente, dejándolo limpio y puro y aclarando y fijando los sentimientos y el verbo de los hombres, creando asi un orden nuevo, en el cual los ideales de libertad triunfan.
»La vida política de nuestro país se encuentra, señores diputados, en su momento culminante; aquel en que espera ver satisfechos sus más puros anhelos tradicionales. Y obtendremos el triunfo de la victoria como eclosión cívica de los más altos sentimientos de libertad.
»Entre el triunfo de nuestra tierra y las circunstancias de este triunfo hay como una significativa lógica de la Historia. Cataluña, la liberal y democrática Cataluña, obtendrá el reconocimiento íntegro de su personalidad de una España renovada, libertada y democrática. Ni podía ser de otra manera, ni fuera razonable ahora que no sucediese así. El primer paso de la legislación constitucional de la República debe ser, y hemos de creer que será, restituir el derecho tradicional al pueblo que ha sido en la historia conjunta de los países hispánicos el primero en liberalidad y democracia.
»Cataluña ha sido profundamente liberal y demócrata, y así aparecía cuando su independencia le permitía presentarse ante el mundo tal cual era, y lo demostró democratizando paulatinamente la estructura feudal que, como pueblo de origen carolingio, tuvo en sus comienzos; y tanto es asi que incluso en los usatges, código feudal, se declaran fuera de ley los excesos del feudalismo y se estructura la constitución política y social de la naciente nacionalidad, hasta el punto de que ellos han podido ser calificados de Carta constitucional de nuestra tierra, el monumento más antiguo y esencial del Derecho público catalán, dictado más de un siglo antes que la Carta Magna de los ingleses.
»En sus relaciones políticas con los países que formaron parte de los dominios de sus monarcas catalanes, existió siempre un espíritu de respeto hacia la libertad de estos pueblos, hasta el punto que o bien constituyeron reinos con vida completamente autónoma o llegaron hasta crear reinos con plena independencia.
»Es digno de hacer notar el hecho de que mientras tuvimos monarcas catalanes, los soberanos y el pueblo marcharon al unísono, como pocas veces se ha visto en la historia; de manera que, hasta alguno de ellos, como Pedro el Ceremonioso, que luchó con los aragoneses y los valencianos, tuvo en todas sus empresas el soporte de Cataluña, que calificó de tierra bendita, poblada de lealtad. Y las hermosas palabras de Martín el Humano, en las Cortes de Pamplona, de 1406, como otras de Pedro el Ceremonioso, nos dan aún una medida de cómo estaba Cataluña iluminada de liberalidad.
»¿Qué pueblo -decía- hay en el mundo que sea así, tan franco de libertades ni que sea tan liberal como vosotros? Y es precisamente por una torcida obsesión legalista por lo que se llega a la sentencia de Caspe, a la proscripción de la dinastía catalana de Jaime de Urgel y a la entronización de la dinastía castellana.
»Este es, señores diputados, como todos sabéis, el punto de partida de la pugna, que duró siglos, entre el Poder real y ei pueblo catalán, pugna que empieza a dibujarse al ver los catalanes que los reyes castellanos los trataban como súbditos, ellos que siempre se habían considerado como iguales, ya que el príncipe lo era porque así lo querían todos los catalanes, que por esta sola consideración de derecho eran libres; pugna que se inició en tiempos de Fernando de Antequera y que subsiste en tiempos de Alfonso el Magnánimo, que estalla con toda violencia en tiempos de Juan II con una guerra que dura más de diez años; que encuentra su instante más amansado en la política de Fernando el Católico y alcanza después su máximo desbordamiento en la guerra de los segadores y en la guerra contra Felipe I, que marca el fin de la libertad de Cataluña con la victoria del absolutismo filipista y que llega al último Borbón español.
»Dos siglos han transcurrido desde el decreto de Nueva Planta, sin que se haya reparado este crimen contra nuestra tierra; antes bien, se han acentuado la persecución; las vejaciones y las limitaciones, principalmente en el aspecto ling|ístico y cultural, donde hemos visto prohibida la lengua catalana de las escuelas maternales y de los estudios superiores y universitarios. Y en nuestros tiempos coinciden en esta persecución los partidos conservadores con los partidos que se decían liberales. En ninguno de ellos encuentra Cataluña el espíritu de justicia. Y huelga decir que mucho menos lo encuentra en los Gobiernos dictatoriales, que llevan su intransigencia hasta prohibir la plegaria en lengua materna, que juntamente con la prohibición de usarla para la enseñanza de nuestros hijos constituye el mayor atentado que puede perpetrarse contra un pueblo.
»Por eso os decía, señores diputados, que Cataluña, por su carácter liberal y democrático, no podía entenderse nunca, ni siquiera pactar, con la dinastía, que representaba el obstáculo tradicional de nuestras reivindicaciones. Y para hacer desaparecer este obstáculo ha luchado Cataluña entera, aquí, en las Cortes y más allá de las fronteras, y en nuestra empresa hemos visto cómo se agrupaban gentes de otras tierras hispánicas, porque la dinastía que hemos derribado no se contentaba con tener los sentimientos de Cataluña bajo su tiranía, sino que incluso llegó a imponer su despotismo a Castilla, ahogando las voces más nobles y de más encendido patriotismo.
»Este estado de cosas nos llevó a la reunión de San Sebastián, donde quedó sellado el pacto para llevar la libertad a todos los pueblos de la Península. Lo que todo el mundo había dicho que no podría lograrse sino con una revolución sangrienta, acontece por la voluntad popular cívicamente manifestada en las elecciones del 12 de abril. En Cataluña, el triunfo de los antidinásticos fué tan abrumador que dos días después, en este histórico salón, proclamé, por la voluntad del pueblo, la República catalana, como Gobierno integrante de la República que pocas horas después se propagaba por tierras de España.
»El cumplimiento del pacto de San Sebastián era, señores diputados, y ahora es, que las Cortes aceptasen el estado de hecho que se había creado en Cataluña, y, fieles a nuestra palabra, convinimos con los tres ministros que, representando al Gobierno español, vinieron a parlamentar con nosotros, que nuestro Gobierno, durante el período transitorio, se llamaría de la Generalidad de Cataluña, y que inmediatamente nos serían otorgadas algunas Delegaciones como un anticipo de más amplias concesiones. Las de enseñanza, como todos sabéis, han sido iniciadas con el decreto que concede a nuestros hijos el derecho a ser enseñados en lengua materna, y por el otro, relativo a las cátedras en catalán.
»En cuanto a las otras Delegaciones, especialmente en materias económicas y de trabajo, aquella buena disposición no ha tenido aún plena realización, si bien esto no nos ha impedido intervenir en los conflictos planteados con el espíritu de justicia y equidad y amor a los trabajadores que ha guiado siempre nuestros actos, y hemos alcanzado la confianza y la simpatía que ha inspirado a patronos y obreros nuestro gesto generoso, ya que, desde la proclamación de la República, Cataluña no ha visto perturbada su vida de trabajo.
»Finalmente, la Generalidad, con objeto de constituir la Asamblea que junto con su Gobierno ha de redactar el Estatuto de Cataluña, ha convocado elecciones por el único procedimiento que permitía la perentoriedad del tiempo de que se dispone, y estas elecciones os han traido al altísimo lugar que ostentáis en este sitio. Estáis en este Palacio, saturado de historia patria, en representación del pueblo de Cataluña; sois Cataluña misma, que, viva y palpitante, emocionada de poder expresar sin trabas su pensamiento, dirá aquí cuál es su voluntad, que habremos de acatar todos, yo el primero, así que se haya obtenido la ratificación que representa el plebiscito de Ayuntamientos y el «referéndum» popular que se sucederá. Y este acatamiento debe ser, a la vez, una aceptación y una promesa de defender lo que habremos de presentar como expresión sincera de la voluntad de nuestro pueblo.
»Señores diputados: Siento vibrar en mí la emoción de este momento, en que he de callar para que vosotros habléis, para que hable la voz que está por encima de todos: la voz de nuestro pueblo. Os dejo, pues, para que recomencéis la tarea que os ha sido confiada; para que la realicéis con toda libertad. Unicamente me atrevería a pediros, si no conociese suficientemente cuál es vuestra convicción, que os inspiréis en vuestras decisiones en el amor que todo hombre debe tener por los demás hombres, en la cordialidad que todo pueblo ha de sentir hacia los demas pueblos. Y esta cordialidad que os pido, y que estoy seguro que tendréis, ha de hacerse más patente en estos momentos, en que, por estar trabajando en carne viva, tanto Cataluña como las demás tierras ibéricas, la sensibilidad está morbosamente agudizada, aunque esto no quiere decir que las manifestaciones que hagamos no hayan de reflejar nuestra voluntad de que nos sea reconocido y respetado lo que de derecho nos corresponde.
»No precisa, pues, que esta cordialidad sea objeto de un artículo, ni tan sólo de un párrafo, del Estatuto que habéis de redactar.
»Creo que será suficiente que saturéis vuestra obra de una atmósfera de comprensión para nuestros hermanos de allende el Ebro -a los cuales me place desde este sitio y en este acto dirigir mi salutación mas ferviente-, que les digáis que si bien hemos hecho un largo camino juntos por los yermos y los acantilados de la Historia, en medio de los cuales muchas veces nos hemos detenido a discutir nuestras disensiones, hemos llegado ya a la tierra de promisión adonde juntos nos dirigimos; pero desde este momento cada uno ha de edificar en el valle ubérrimo que nos ofrece la libertad conquistada el edificio que ha de habitar según los gustos propios, con una arquitectura peculiar y una distribución interior adecuada a las necesidades de los moradores.
»Precisa, en fin, decir bien claramente cual es nuestra voluntad para que no sea tergiversada, y esto lo tendremos procurando no dar en la estructuración escrita del Estatuto ni un paso atrás, y en esta actitud tendréis a vuestro lado a todos los catalanes, porque no babrá ninguno que se atreva a negarse a defender la voluntad del país, ya que no se trata de fijar una forma de Gobierno en la cual pueden producirse discrepancias, sino que nuestro gesto es la reclamación que presenta un pueblo para que le sea devuelta la soberanía de que se le desposeyo. Y decir bien alto que, una vez obtenida la satisfacción que Cataluña unánime pide, el estímulo eminente de nuestros actos no ha de ser otro que el de contribuir a instaurar una Confederación ibérica, en la cual las diversas energías del país sean exaltadas y aprovechadas, puesto que únicamente así se creará y solidificará la grandeza de la República.
»Señores diputados de la Generalidad: Me despido de vosotros con estas palabras finales. Pensad que la obra que habéis de realizar juntamente con el Gobierno representará la voluntad decisiva de nuestra tierra; que ella ha de ser la base del Código que ha de regir sus destinos; que será el vehículo de su prosperidad, y por ella podrá colaborar a la de los demás pueblos hermanos. Trabajad, por tanto, con el entusiasmo que contagia el patriotismo más puro. Escuchad en vuestro interior la voz profunda del buen juicio racial. Que vuestra labor sea expresión viviente de las aspiraciones seculares de nuestra Cataluña, para que podamos hacer de ella una patria liberal, democrática y socialmente justa.»
Terminada la lectura del anterior mensaje, que ha sido escuchada con suma atención, el señor Maciá abandonó el salón con el mismo ceremonial que a la entrada y en medio de ovaciones clamorosas de los diputados y del público.
Inmediatamente después se levantó la sesión. (Febus.)

Una nota del Gobierno
El pacto de San Sebastián y el mensaje del señor Maciá.- Después del Consejo, el ministro de Instrucción pública leyó a los periodistas la siguiente nota:
«Con motivo del mensaje del señor Maciá ante la Asamblea de la Generalidad, el Gobierno, resuelto a cumplir con lealtad de conducta y amplitud de criterio el pacto de San Sebastián, recuerda y declara una vez más que lo allí convenido no era ni podía ser la aceptación ciega de situaciones futuras de hecho totalmente imposibles de prever, y sí el compromiso de presentar a la deliberación de las Cortes Constituyentes, cuyo poder soberano nadie podía limitar, el proyecto de Estatuto expresión genuina y contrastada de la voluntad popular de Cataluña o de cualquiera otra región.
»En cuanto a la afirmación de que hayan existido compromisos no cumplidos por parte de algunos ministerios, importa declarar que no hubo compromiso alguno de Gobierno olvidado, y sí la declaración personal y colectiva de predisposiciones favorables de ánimo que se han ido traduciendo en las medidas que el mismo señor Maciá reconoce.»
(El Sol, 12 de junio de 1931.)



El Cardenal Segura, considerado enemigo del nuevo régimen, es desterrado. «Al adoptar el Gobierno la resolución que ayer adoptó está seguro de haber prestado un servicio a la paz pública y otro no menor a los altos intereses espirituales de la Iglesia»
Al salir del Consejo el ministro de la Gobernación, a las diez y cuarto de la noche, leyó a los periodistas la siguiente nota relacionada con la marcha de España del cardenal Segura:
»Con motivo de la publicación de la pastoral que el primado de Toledo dirigió a los otroe prelados, con ocasión de la proclamación de la República, el Gobierno, estimando peligrosa la permanencia del cardenal en España, solicitó de la Santa Sede la remoción de don Pedro Segura de la silla metropolitana de Toledo.
»A poco de ser cursada esta nota del Gobierno, abandonó el cardenal, de modo espontáneo, el territorio español, dirigiéndose a Roma y regresando algunos días después a España sin ponerlo previamente en conocimiento de ninguna autoridad civil ni eclesiástica.
»Entró el cardenal por el paso de Roncesvalles la noche del día 11, y durante tres días permaneció oculto, ignorando su paradero el Gobierno. Esperaba éste recibir la contestación de la Santa Sede a su nota para adoptar la resolución que estimara pertinente; mas al tener notiicia de que el cardenal, saliendo, al fin, del incógnito, había convocado en Guadalajara una reunión de párrocos y otras dignidades eclesiásticas para el pasado domingo, no vaciló en rogarle que abandonara de nuevo España, dándole, claro es, las máximas facilidades para ello.
»La resistencia que el cardenal opuso en los primeros momentos a cumplir la orden del Gobierno hizo un tanto enojosa y lenta la tramitación de su cumplimiento; mas al fin pudo ser acompañado el cardenal hasta la frontera francesa, guardando a su persona y a su dignidad las consideraciones debidas. En tanto no reciba el Gobierno la contestación de la Santa Sede a la nota pendiente, no quiere que se perturbe la paz espiritual del país con la actuación personal en él de quien viene dando muestras reiteradas y públicas de hostilidad al régimen, una de las cuales es la forma poco adecuada a la jerarquía de la primera dignidad de la Iglesia española en que ha regresado a España y permanecido en ella estos últimos días.
»Al adoptar el Gobierno la resolución que ayer adoptó está seguro de haber prestado un servicio a la paz pública, y otro no menor a los altos intereses espirituales de la Iglesia.»
(El Sol, 16 de junio de 1931.)


Elecciones para las Cortes Constituyentes. «El Sol» resume así el resultado: «Madrid votó serenamente porque la República se consolide sin peligrosos funambulismos»
Pórtico electoral de la República
El hecho diferencial de las elecciones de anteayer fue su pulso tranquilo. Amaneció en la calle de Alcalá, bajo las frescas guirnaldas de las mangas de riego, un día caliente y mecido en aires tempestuosos. Los unos y los otros la dejaron desde media noche sucia, con un carnaval de papeles. A las seis inicióse el combate. Por el Prado surgieron dos camionetas de comunistas. Cantaban torpemente; pero cantaban «Los sirgadores del Volga». Don Marcelino Domingo les agradecerá sin duda su hermosa diana. Ellos, sin demasiada vehemencia, distribuían sobre las soledades de asfalto paquetes y paquetes de literatura electoral. Y fue ésta, a lo largo de la jornada, la única vibración «de otros tiempos» que puso en las calles un poquito de espectáculo.
No se olvide en el índice a los jóvenes y a los «viejos» de la Acción Nacional. Con los comunistas rivalizaron en entusiasmos para imponer su propaganda; pero ni los unos ni los otros intentaron corromper la paz idílica del primer domingo electoral de la República. ¡El viejo marqués de Lema junto en línea de ataque con los mozos ardientes que sueñan con Moscú! Pero mientras los «stalinistas» empujaban a las urnas grupos de casi adolescentes, los emisarios de la Acción Nacional, en un trasunto de los postulados de San Juan de Dios, traían y llevaban generosamente en automóviles a todos los impedidos de Madrid.
La conjunción republicanosocialista concurrió al combate serenamente. Y a las doce de la mañana puede decirse que el triunfo estaba resuelto. Madrid votaba, con un sentido de previsión inteligente, a los representantes del actual Gobierno. Así como en las elecciones del 12 de abril el héroe en las calles fue Alcalá Zamora, en éstas Lerroux arrastró en su breve paso por algunos distritos la simpatía de la multitud.
No hay en el «carnet» del reportero ni una nota que destaque del tono dichosamente gris de estas elecciones. Pero nunca como ahora fue más expresiva la actitud de un pueblo. Madrid vota tranquilamente -mejor dicho, serenamente- porque la República se consolide sin peligrosos funambulismos. Y es la conjunción quien le ofrecía tales garantías. Y a ella ha votado.
Después de esto, ¿para qué forzar dotes de observacion en difíciles pintoresquismos? Tranquilidad, serenidad y sensatez. He aquí lo que dió de sí el pórtico electoral de la República.
Añadamos complementariamente: la Guardia civil paseó las calles con propósitos paternales..., y desde hoy, los acreditados «muñidores» electorales tendrán que vivir de los bonos de «sin trabajo». En Madrid, resumimos, hubo una elección toda pureza, y naturalmente, toda tranquila. Las viejas picardías del tingladillo electoral parecen idas para síempre.- F. L.
(El Sol, 30 de junio de 1931.)


Se suprime la Academia General de Zaragoza. Su director, el general Franco, pronuncia el discurso de despedida
«Caballeros cadetes: Quisiera celebrar este acto de despedida con la solemnidad de años anteriores, en que, a los acordes del himno nacional, sacásemos por última vez nuestra bandera y, como ayer, besaseis sus ricos tafetanes, recorriendo vuestros cuerpos el escalofrío de la emoción y nublándose vuestros ojos al conjuro de las glorias por ella encarnadas; pero la falta de bandera oficial limita nuestra fiesta a estos sentidos momentos en que, al haceros objeto de nuestra despedida, recibáis en lección de moral militar mis últimos consejos.
Tres años lleva de vida la Academia General Militar y su esplendoroso sol se acerca ya al ocaso. Años que vivimos a vuestro lado, educándoos e instruyéndoos y pretendiendo forjar para España el más competente y virtuoso plantel de oficiales que nación alguna Iograra poseer.
Intimas satisfacciones recogimos en nuestro espinoso camino cuando los más capacitados técnicos extranjeros prodigaron calurosos elogios a nuestra obra, estudiando y aplaudiendo nuestros sistemas y señalándolos como modelo entre las instituciones modernas de la enseñanza militar. Satisfacciones íntimas que a España ofrecemos, orgullosos de nuestra obra y convencidos de sus óptimos frutos.
Estudiamos nuestro Ejército, sus vicios y virtudes, y corrigiendo aquéllos hemos acrecentado éstas al compás que marcábamos una verdadera evolución en procedimientos y sistemas. Así vimos sucumbir los libros de texto, rígidos y arcaicos, ante el empuje de un profesorado moderno consciente de su misión y reñido con tan bastardos intereses.
Las novatadas, antiguo vicio de Academias y cuarteles, se desconocieron ante vuestra comprensión y noble hidalguía.
Las enfermedades venéreas, que un día aprisionaron rebajando a nuestras juventudes, no hicieron su aparición en este Centro por la acción vigilante y la adecuada profilaxis.
La instrucción física y los diarios ejercicios en el campo os prepararon militarmente, dando a vuestros cuerpos aspecto de atletas y desterrado de los cuadros militares al oficial sietemesino y enteco
Los exámenes de ingreso, automáticos y anónimos, antes campo abonado de intrigas e influencias, no fueron bastardeados por la recomendación y el favor, y hoy podéis orgulleceros de vuestro progreso, sin que os sonrojen los viciosos y caducos procedimientos anteriores.
Revolución profunda en la enseñanza militar, que había de llevar como forzado corolario la intriga y la pasión de quienes encontraban granjería en el mantenimiento de tan perniciosos sistemas.
Nuestro decálogo del cadete recogió de nuestras sabias ordenanzas lo más puro y florido para ofrecéroslo como credo indispensable que prendiese vuestra vida, y en estos tiempos, en que la caballerosidad y la hidalguía sufren constantes eclipses, hemos procurado afianzar vuestra fe de caballeros, manteniendo entre vosotros una elevada espiritualidad.
Por ello en estos momentos, cuando las reformas y nuevas orientaciones militares cierran las puertas de este Centro, hemos de elevarmos y sobreponernos, acallando el interno dolor por la desaparición de nuestra obra, pensando con altruismo: «Se deshace la máquina, pero la obra queda»; nuestra obra sois vosotros, los 720 oficiales que mañana vais a estar en contacto con el soldado, los que lo vais a cuidar y a dirigir, los que, constituyendo un gran núcleo del Ejército profesional, habéis de ser sin duda paladines de la lealtad, la caballerosidad, la disciplina, el cumplimiento del deber y el espíritu de sacrificio por la patria, cualidades todas inherentes al verdadero soldado, entre las que destaca con puesto principal la disciplina, esa excelsa virtud indispensable a la vida de los Ejércitos, y que estáis obligados a cuidar como la más preciada de vuestras prendas.
Disciplina...!, nunca bien definida y comprendida. ¡Disciplina...!, que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!, que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantanrse en íntima rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Esta es la disciplina que os inculcamos. Esta es la disciplina que practicamos. Este es el ejemplo que os ofrecemos.
Elevar siempre los pensamientos hacia la patria y a ella sacrificarlo todo, que si cabe opción y libre albedrío al sencillo ciudadano, no la tienen quienes reciben en sagrado depósito las armas de la nación, y a su servicio han de sacrificar todos sus actos.
Yo deseo que este compañerismo nacido en estos primeros tiempos de la vida militar pasados juntos perdure al correr de los años, y que vuestro amor a las armas de adopción tengan siempre por norte el bien de la patria y la consideración y mutuo afecto entre los componentes del Ejército. Que si en la guerra habéis de necesitaros, es indispensable que en la paz hayáis aprendido a comprenderos y estimaros.
Compañerismo, que lleva en sí el socorro al camarada en desgracia, la alegría por su progreso, el aplauso al que destaca y la energía también con el descarriado o el perdido, pues vuestros generosos sentimientos han de tener como valladar el alto concepto del honor, que de este modo evitaréis que los que un día y otro delinquieron, abusando de la benevolencia, que es complicidad, de sus compañeros, mañana, encumbrados por un azar, puedan ser en el Ejército ejemplo pernicioso de inmoralidad e injusticia.
Concepto del honor que no es exclusivo de un regimiento, Arma o Cuerpo; que es patrimonio del Ejército y se sujeta a las reglas tradicionales de la caballerosidad y la hidalguía, pecando gravemente quien cree velar por el buen nombre de su Cuerpo arrojando a otro lo que en el suyo no sirvió.
Achaque éste que por lo frecuente no debo silenciar, ya que no nos queda el mañana para aconsejaros.
No puedo deciros como antes que aquí dejáis vuestro solar, pues hoy desaparece, pero sí puedo aseguraros que, repartidos por España, lo dejáis en nuestros corazones, y que en vuestra acción futura ponemos nuestras esperanzas e ilusiones; que cuando al correr de los años blanqueen vuestras sienes y vuestra competencia profesional os haga maestros, habréis de apreciar lo grande y elevado de nuestra actuación, entonces vuestro recuerdo y sereno juicio ha de ser nuestra más preciada recompensa.
Sintamos hoy, al despediros, la satisfacción del deber cumplido y unamos nuestros sentimientos y anhelos por la grandeza de la patria, gritando juntos: «¡Viva España!»
 - Vuestro general director Francisco Franco.»
(ARRARAS, J.:Historia de la Cruzada. Madrid, 1940. Tomo 3.: pág. 376.)

 Araquistain se sorprende del «complejo sindicalista» y afirma que «ningún pueblo es racialmente tan socialista como España». Unamuno le contradice
El complejo Sindicalista. ¿Por qué hay tantas huelgas?
Qué motivos hay en el fondo de esta erupción de huelgas que le ha brotado a la República española, o, si quiere Unamuno, a la España republicana? Este exantema huelguístico es lo que no acaba de explicarse el observador extranjero, pues si los sindicalistas de la Confederación Nacional del Trabajo abominan, como dicen, tanto de la Monarquía como del comunismo, ¿qué se proponen perturbando directamente la sociedad e indirectamente el Estado republicano? Contestemos a la pregunta inicial, y con ello quedarán contestadas todas las que se relacionen con el sindicalismo español. Los motivos son muchos. Mencionaremos algunos. En primer lugar, yo creo percibir un motivo de resentimiento contra la Unión General de Trabajadores, contra la organización sindical de tendencia socialista. Durante años se la acusó neciamente de ser colaboradora de la Dictadura porque aceptaba la legislación paritaria, cuando en verdad se aprovechó de ella para que los leaders socialistas recorrieran incesantemente el país, en apariencia para difundir entre la clase obrera las ventajas de los Comités paritarios, pero, en realidad, para organizarla y excitarla revolucionariamente contra las instituciones monárquicas.
En la historia de ningún pueblo se hizo jamás una agitación revolucionaria tan cauta y eficaz. El pobre Primo de Rivera no se daba cuenta. Su simplismo político le impedía advertir la tormenta que se forjaba ante sus ojos y bajo sus pies. Al contrario: él, como tantos otros ingenuos o malévolos de la derecha y la izquierda, estaba seguro de la colaboración socialista. El fruto ya se vió el 12 de abril y luego el 28 de junio: los propagandistas de los Comités paritarios, y al socaire de esta institución, conservadora al parecer, convirtieron al republicanismo y al socialismo a la mayor parte de la clase obrera española. No fueron los únicos; sería injusto afirmar otra cosa; pero cuando se estudie la hitoria íntima y minuciosa de la revolución española, si se hace con inteligencia y objetividad, se verá que la primacía en ese proceso les corresponde a los socialistas, que prefirieron la táctica de la subversión silencionsa a la de la violencia, problemática, tantas veces preparada y tantas veces frustrada, que preconizaban otros.
Entre los detractores de la táctica socialista nadie superaba en acritud y desdén a los sindicalistas. Desorganizados por la Dictadura y dócilmente suspensa toda su táctica de acción directa en las zonas del trabajo y de la revolución, por explicables mótivos de prudencia, los sindicalistas esperaban que la Unión General de Trabajadores saliese deshonrada por tantos años de difamación sistemática, y desbaratada, en provecho del anarcosindicalismo, por el fracaso de su táctica sindical y política. Pero el triunfo incuestionable de esa táctica, que dió el golpe de gracia a la Monarquia y ha consolidado inconmoviblemente la República, ha llevado el desconcierto a las filas del sindicalismo. Y le ha envenenado de resentimiento contra una victoria que él, enemigo de todo intervencionismo del Estado, no quiso preparar a la sombra de la organización paritaria, ni, apolítico, contribuyó, o muy escasamente, a sacarla de las urnas, armada de todas armas, como Minerva. Virtualmente, el sindicalismo ha estado ausente de la revolución española, y ahora le acucia un afán de desquite, de afirmación de una personalidad desvaída o aletargada. Este es el motivo más hondo -tal vez subconsciente- que yo creo descubrir en la agitación sindicalista de estos meses de República.
Ese motivo de raíz psicológica se apoya en un hecho económico: en el malestar de la clase obrera española, debido en parte a una causa general: la insuficiencia de los salarios, que figuran entre los más bajos de Europa, en relación con el costo de la vida, que es una de las más caras del mundo; y en parte a una causa circunstancial: la terrible desorganización de la Hacienda pública y privada en que dejó al país la Dictadura, desvalorizada la moneda, sin recursos el Estado y los Municipios, acobardado el capital, disminuido el crédito, excesivamente restrictivos los Bancos. Muchas huelgas están explicadas por ese descontento de origen. Lo absurdo son los procedimientos por que se dirimen, y, en no pocos casos, las condiciones que pretenden dentro del estado actual de las industrias españolas, muchas de ellas a punto de quebrar por las circunstancias especiales del país y por la concurrencia o las innovaciones de la producción extranjera.

Los afiliados a la Unión General de Trabajadores sufren de esta crisis como los demás obreros; pero con un heroísmo civil admirable, anteponen la salud de la República a su interés privado, y esperan la normalización política y económica del país para continuar la lucha de sus reivindicaciones, o la prosiguen, cuando no pueden más, por el instrumento jurídico del arbitraje paritario. Y es que en el obrero socialista o adscrito a las organizaciones de tendencia socialista, el hombre, es decir, el político, está por encima del profesional; el Estado y la sociedad, por encima del sindicato. En el sindicalista típico acontece lo contrario: su sindicato, su interés gremial, está por encima y, si es preciso, contra el Estado y la sociedad. Esta diferencia psicológica tiene, a su vez, muchos motivos y causas. Unos, raciales; otros, culturales; otros, subeconómicos. La tesis del individualismo español, o sea, el antiestatismo español, como generalización, me ha parecido siempre una tontería. Un régimen tan férreamente estatista como el que ha imperado en España durante tantos siglos no se explica sin una anuencia espiritual de la mayoría del pueblo. Y la Monarquía cae, no cuando es más dura y está más articulada, sino cuando se desorganiza y corrompe, cuando deja de ser un gran Estado. Mi opinión es que la mayoría de los españoles quieren, ahora como siempre, un Estado fuerte, lo cual no sólo no excluye la libertad ni la justicia, sino que se condiciona por estos principios; un Estado poderosamente organizado y organizador. Por esto pongo en el socialismo, no sólo mi pensamiento y mi corazón, sino también mi interpretación de la historia de España. Sin menosprecio para los demás partidos, creo que el socialista es el llamado a construir el Estado más acorde con la tradición y la idiosincrasia políticas de los españoles. Ningún pueblo es racialmente tan socialista como España. Pero el tema es demasiado vasto y complejo para detenerme en él ahora y aquí.

Claro que sería pueril negar la existencia de núcleos individualistas, antiestatistas; pero en mi entender son los menos en la totalidad de la nación, y serán menos cada vez, según se eleva el nivel medio de la cultura y del bienestar económico. Porque ni el bruto ni el esclavo pueden comprender el Estado ni sus funciones de integración y coordinación social. La incultura y la miseria anarquizan al hombre. Es natural. Nada más explicable que el sindicalismo español, anarquista, antiestatista, se nutra de aquellas zonas de la clase obrera más incultas y explotadas. En este sentido hay que reconocer la eficacia histórica de ese movimiento: incita a la acción y a la organización, así sea caótica e irresponsable, a las masas primitivas, preparándolas inconscientemente para la etapa superior del socialismo.

Es cierto que algunas profesiones cultas, que hasta ayer pertenecían a la pequeña clase media, se han sumado recientemente en España al sindicalismo; pero eso no contradice mi tesis, porque esa pequeña burguesía, más bien proletariado de camisa limpia, es, políticamente, tan primitivo como los oficios más bajos en la escala cultural y económica. Sindicalmente bisoños, esos grupos noveles reaccionan contra el régimen senil en que hasta ahora han vivido buscando la utopía sindicalista del todo o nada. Ya madurarán. Ya se curarán de la fiebre de su dentición.

Hay también quizá elementos raciales, temperamentos de tribu o cabila rifeña, restos tal vez de las hordas primitivas que hace siglos vinieron a España por el Sur y que ni entonces, en nuestro suelo, ni después, en las regiones africanas o asiáticas, donde aún subsisten, han dado pruebas de la menor capacidad para convivir dentro de un Estado de tipo europeo. Veremos si el nuevo Estado español puede absorberlos, es decir, civilizarlos. Y si no puede, tendrá que aislarlos de la organización nacional, y, eso si, con muchísimo respeto, tratarlos como a menores y, sobre todo, reducirlos a impotencia.

En este rápido examen de los componentes que entran en el sindicalismo español y de los motivos de su agitación no sería justo dejar de aludir a otro que hasta ahora lo ha alentado. Me refiero a ciertos particularismos regionalistas, que, al abominar del Estado monárquico, y con razón, diseminaban en torno, por extensión generalizadora, el desprestigio de toda idea del Estado. Yo creo que en gran parte el sindicalismo catalán, levantino, vasco y gallego se ha alimentado de la pugna política de esas regiones contra el antiguo Estado central. Es curioso observar que en aquellas zonas de España donde no hay regionalismo, apenas hay tampoco sindicalismo. Y estoy convencido de que en el futuro régimen estatutario, si se concierta armoniosamente entre la voluntad de las regiones y la general de la nación, como debe ser, la idea del Estado recobrará todo su prestigio de órgano civilizador, y decaerá la tendencia anarquizante que fomentaba, más o menos inconscientemente, el antiguo regionalismo.

Finalmente, quiero mencionar también otro motivo de la actual agitación sindicalista. Me refiero al aliento y a veces al franco apoyo que las huelgas sindicalistas, han venido recibiendo de no pocos gobernadores civiles de la República, los unos por torpeza o desconocimiento de la organización corporativa del trabajo, y los otros por el deliberado propósito de buscarse en la masa sindicalista, para ellos o para su partido, una clientela política, a pesar de su apoliticismo. Y en algunas provincias, el imperio del sindicalismo sobre el Estado ha sido tan humillante, que sé de una cuyo gobernador circulaba por el territorio de su mando con un salvoconducto de las organizaciones adscritas a la C. N. T. Esperemos que, al cubrir las vacantes de los gobernadores que opten por el cargo de diputado, los nombramientos recaigan en personas más compenetradas con la organización corporativa del trabajo y más sensibles a la dignidad del Poder público.
Pero tampoco esto basta. Los gobernadores, por buena que sea su voluntad y mucha su competencia, no tienen medios legales para evitar las huelgas o reducir su número, si una de las partes se niega a aceptar los procedimientos de conciliación y arbitraje. A esto quería yo llegar; pero lo escrito es ya harto largo, y como queda aún mucho por decir, lo delaremos para otro dia.
Luis Araquistain.
(El Sol, 21 de julio de 1931.)


Comentario. Individuo y Estado.
No bien leído en ese mismo diario el artículo del amigo Araquistain sobre «El complejo sindicalista», tomo la pluma, y no con talante polémico, para comentar algo de lo que en él dice su autor. Es esto: «La tesis del individualismo español, o sea el antiestatismo español, como generalización, me ha parecido siempre una tontería. Un régimen tan férreamente estatista como el que ha imperado en España durante tantos siglos no se explica sin una anuencia espiritual de la mayoría del pueblo.»
Dejemos por ahora la segunda parte de lo citado, eso de que el régimen español haya sido férreamente estatista, lo que me parece un error de historia, sino que antes más bien lo que llamamos Estado o Poder central -que ni es central- ha sido en España de una debilidad manifiesta. Dejemos esto para detenermos en lo de «el individualismo español, o sea el antiestatismo español»... ¿Es que son términos convertibles? ¿Es que el individualista, por serlo, es anti-estatista? ¿Es que quien pone sobre todo en el orden civil los llamados derechos individuales, los de la Revolución francesa, es que el liberal, el neto liberal, se opone por ello al Estado? ¿Es que vamos a volver a la tesis spenceriana del individuo contra el Estado? Creo más bien lo contrario, y más si por Estado entendemos el Poder más amplio, el más extenso, el más universal. Tratándose de individuos españoles, el Estado español, el Poder público de la nación española. Y digo que el individuo busca la garantía de sus derechos individuales en el Estado más extenso posible, a las veces, en Poderes internacionales. Lo que sabia muy bien Pi y Margall, que era un proudhoniano.
Por individualismo español, por liberalismo español, es por lo que vengo predicando contra Poderes intermedios, municipales, comarcales, regionales o lo que sean, que puedan cercenar la universalidad del individuo español, su españolidad universal. Yo sé que en mi nativa tierra vasca, por ejemplo; y lo mismo en Cataluña, en Galicia, en Andalucía o en otra región española cualquiera, ha de ser el Poder público de la nación espafiola -llámesele, si se quiere, Estado español- el que ha de proteger la libertad del ciudadano español, sea o no nativo de la región en que habite y esté radicado en ella contra las intrusiones del espíritu particularista, del «estadillo» a que tiende la región. Como la experiencia me ha enseñado que los llamados caciques máximos o centrales, los grandes caciques de Estado, si alguna vez se apoyaban en los caciquillos locales, comarcales o regionales, muchas veces defendían a los desvalidos, a los ciudadanos sueltos, contra los atropellos, de estos caciquillos.
Hay una conocidísima doctrina lógica que enseña que la comprensión de un concepto está en razón inversa de su extensión, que cuantas más notas la definen se aplica a menos individuos, y así escarabajo -coleóptero-insecto-articulado-animal-viviente-ente es serie que va creciendo en extensión y menguando en comprensión. Y así yo, mi propia individualidad, soy lo más comprensivo y lo menos extensivo, y el concepto de ente o ser lo más extensivo y lo menos comprensivo. Pero hay Dios, que es algo, como lo que Hegel llamaba el universal concreto; hay el Universo, que sueño que sea consciente de sí; hay la totalidad individualizada y penonalizada, y hay, en el orden político, la Ciudad de Dios.

Es, pues, por individualismo, es por liberalismo, por lo que cuando se dice «Vasconia libre» -«Euskadi askatuta» en esperanto eusquérico-, o «Catalunya lliure», o «Andalucía libre», me pregunto: «Libre, ¿de qué?; libre, ¿para qué?» ¿Libre para someter al individuo español que en ella viva y la haga vivir, sea vasco, catalán o andaluz, o no lo sea, a modos de convivencia que rechace la integridad de su conciencia? ¡Esto no! Y sé que ese individuo español, indígena de la región en que viva o advenedizo a ella, tendrá que buscar su garantía en lo que llamamos el Estado español. Sé que los ingenuos españoles que voten por plebiscito un Estatuto regional cualquiera tendrán que arrepentirse, los que tengan individualidad consciente, de su voto cuando la región los oprima, y tendrán que acudir a España, a la España integral, a la España más unida e indivisible, para que proteja su individualidad. Sé que en Vasconia, por ejemplo, se le estorbará y empecerá ser vasco universal a quien sienta la santa libertad de la universalidad vasca, a quien no quiera ahogar su alma adulta en pañales de niñez espiritual, a quien no quiera hacer de Edipo.
Miguel de Unamuno.
(El Sol, 21 de julio de 1931.)



El gobernador civil de Sevilla cita los sucesos de su provincia para afirmar el peligro anarquista para la República
Comienzo por manifestar que redacto el presente informe en plena paz de mi espíritu, asistido de la calma y serenidad necesarias que creo no haber perdido un solo momento, con el reposo moral y material que supone el no pesar sobre mí, desde hace más de tres días, la responsabilidad de los acontecimientos, y madurados, por último, mis pensamientos y mis juicios en muchas horas de constante meditación.
Estoy, además, rodeado de un ambiente de tranquilidad pública, ininterrumpido durante las cuarenta y ocho horas últimas, bajo la confortante sensación de creer que la lucha actual toca a su término; recibiendo continuamente telegramas que me dan cuenta de irse reanudando el trabajo y la paz en los pueblos de la provincia; percibiendo la normalidad que poco a poco va recobrando Sevilla, mientras llegan a mi despacho obreros de todas las profesiones en súplica de apoyo para excitar la clemencia en favor de los vencidos. Es más: creo que de ahora en adelante transcurrirán días, quizá semanas, con el orden y el trabajo asegurados en medio de una superficial tranquilidad.
Todo ello avala la ecuanimidad de mi juicio sobre el estado real de las cosas. El cual, en mi opinión, es tan grave, que, con plena conciencia de la responsabilidad que ante mí mismo contraigo, no vacilo en llegar a las terribles conclusiones de este informe.

Llegada del señor Bastos a Sevilla
El hecho de no estar afiliado a partido político alguno me permitió llegar a la provincia de Sevilla libre completamente de prejuicios sobre las luchas en ella planteadas.
Por otra parte, mi formación espiritual de hombre de leyes, mi temperamento pacifista, mi simpatía por el socialismo y mi amor a la República me trazaron una línea de conducta que seguí con la máxima ilusión. Sostener la autoridad sin violencia, mediar en los conflictos con las armas de la razón y del cariño, respetar la legalidad e imponerla por la persuasión; colaborar, en suma, identificado con el criterio del Gobierno en la gran obra de educación, justicia y tolerancia que a la naciente República estaba encomendada.
Claro es que conocía de antemano la inmensa dificultad de tan alto empeño; no dudaba de la necesidad de la energía inherente a todas las funciones de responsabilidad; contaba además con las realidades que me ofrecerían las características tan conocidas de este pueblo: su individualismo exagerado; su división en castas, cimentada sobre las tierras de señorío; su ardiente imaginación; sus odios ancestrales; su tendencia al mesianismo y su simpatía difusa por el bandolerismo igualitario y vengativo, propicia a manifestarse cuando una conmoción cualquiera removiese en las almas las injusticias vividas y heredadas.
Contaba también, por encima de todo lo anterior, con la acción perturbadora de la propaganda imprudente o anarquizante que casi todos los sindicatos habían prodigado con motivo de las últimas elecciones.
Y sabía, por último, que la Confederación Nacional del Trabajo, fiel a su lema «Los hambrientos serán nuestros soldados», había puesto su máximo empeño en organizar la miseria en esta tierra, aprovechando aquellas cualidades raciales exaltadas y embravecidas por la propaganda perturbadora.

La realidad sevillana, según el gobernador
Pero la realidad superaba a cuanto puede imaginarse:
La gestión, francamente creadora y encauzadora del sindicalismo, realizada por quien debió tener por misión el contener sus desmanes, había llevado las cosas a un estado tal, que desde los primeros momentos de mi actuación en Sevilla empecé a comprender que el problema era insoluble.
Y para completar el cuadro que se ofrecía ante la vista más miope, aquellas propagandas aludidas habían alcanzado límites absurdos.

Franco y los suyos predicaban muertes y repartos de mujeres, los cuales eran mesiánicamente creídos y esperados por aquellos labriegos llenos de ansias y faltos de cultura, para los cuales el carácter de autoridad que ostentaba el comandante era una garantía completa de realización.
El doctor Vallina, máximo alentador de todas las rebeldías, llegaba más lejos aun.
Y, por último, los sindicalistas, aprovechando con habilidad innegable el estado general de las imaginaciones, se habían organizado formidablemente, convirtiéndose, con la ayuda gubernativa, en los monopolizadores del usufructo total.
Empezaron por completar el número de sus afiliados, persiguiendo en todas formas al socialismo organizado de la provincia y coaccionando con fuerte número de pistoleros indígenas y extraños a los individualistas obreros del país. Al propio tiempo, siguiendo la misma táctica y obteniendo los mismos resultados que los bandoleros del pasado siglo, infundían a los elementos neutrales aquella mezcla de terror y simpatía, proporcionadora del albergue seguro en el descanso y parapeto eficaz en la pelea.

Las primeras intervenciones gubernativas
Mi intervención en los primeros días en decenas de conflictos sociales, acometida con entusiasmo y constantes deseos de encontrar fórmulas conciliadoras, fue prontamente embotada en la convicción enervadora de que casi todos ellos no envolvían sino escaramuzas de un campaña total por el mando, por el dominio, pretendido imponer por unos ciudadanos embravecidos contra los demás, saltando por encima de la autoridad, sin reconocimiento siquiera de la existencia de ésta, como no fuera para coaccionarla, disponiendo a su favor de los elementos oficiales en una batalla decisiva, a la que por entonces se aprestaban. El enorme número de huelgas absurdamente planteadas, sin más finalidad que la huelga por la huelga, no podía hacerme ver sino la inminente realidad, que efectivamente, estalló el lunes. El movimiento buscaba su momento oportuno; la rapidez acordada por el Parlamento para tratar el inmenso problema del campo andaluz y circunstancialmente los auxilios acordados para remediar el tremendo conflicto del hambre por el paro, con el bienestar que ello habría de acarrear al campesino y aumento de prestigio para el Gobierno, eran un peligro para su actuación futura. Y en su vista, plantearon el conflicto antes de que llegase el dinero de los créditos acordados.

Llegan los sucesos graves
Conocido es del Gobierno el desarrollo de los sucesos en estos días pasados.
Aun sometidos hoy los revoltosos en la capital y en los pueblos, el logro de los propósitos de sus dirigentes resulta de toda evidencia. No han podido, creo yo, proponerse asaltar el Gobierno o apoderarse de la ciudad; sólo han pretendido aumentar su acción arruinadora. Después del barrenamiento constante de las huelgas insensatas, un movimiento de lucha en las calles como el pasado completa su obra de demoler el edificio económico provincial. Los pocos sevillanos que aún pensaba en sembrar sus heredades, en continuar sus negocios, en ampliarlos incluso, en estos días pasados han disminuido aún en su número y alientos.
No basta que la fuerza pública haya logrado rechazar las agresiones. El ambiente ha seguido enrareciéndose acentuadamente. Los dos puntos fundamentales de su táctica se han realizado casi en su plenitud. El pistolero es el más temido, el que más se impone, el que inspira más miedo en este pueblo, en el que el temor es el resorte fundamental de la autoridad. El enervamiento económico, la aniquilación del espíritu de empresa, lo han conseguido con evidente eficacia. Ténganse en cuenta las terribles consecuencias de los bárbaros actos de sabotaje; abandono y dispersión de millares de cabezas de ganado, pereciendo por la sed y falta de necesarios cuidados; las cosechas, en plena recolección, desatendidas y a merced de los elementos; las acequias y canalizaciones destruidas para conseguir la pérdida de las plantaciones de regadío; los incendios y toda clase de atropellos a cosas y personas... Contra todo esto, bién poco puede compensar el que unas parejas de guardias civiles sitiadas a tiros hayan podido ser rescatadas y defendidas. Los propósitos de la Confederación Nacional del Trabajo en sus posibles aspiraciones en estos momentos se han cumplido satisfactoriamente para sus criminales propósitos.
A no dudar, con organización oficial o clandestina, el espíritu de la Confederación Nacional del Trabajo y sus pistoleros continuarán su obra, que tienen madurada y en tanta parte conseguida. El declive natural, acentuándose por días, sin que se puedan vislumbrar factores positivos contrarios que lo neutralicen, irá indefectiblemente formando la situación deseada de generalización de la miseria.
Los créditos acordados por el Gobierno se agotarán sin haber podido sustituir a la acción privada, impotente o temerosa.
Al mismo tiempo, los extremistas, convertidos en paladines de los parados, encuentran sencillísimo hacer ver a éstos que su miseria no tendrá fin hasta la consecución de un cambio completo de la estructuración política española, y pueden, además, encender sus almas al mesianismo vengativo y simpatizante con el pistolero, convertido de esta manera en causa y efecto.
No cejarán en su empeño. ¿Por qué habrían de hacerlo, cuando han recorrido victoriosamente la mitad de su camino, la más difícil, la de dominar espiritualmente en las almas, con las que cuentan tanto por el medio garantizado de la obediencia como por la simpatizante ansia destructora, que les proporciona la impunidad necesaria?

La táctica extremista
Para comprender todo esto basta mirar hacia atrás, observar lo que han conseguido, la dirección que llevan, sus propósitos confesados, sus tácticas de lucha en conjunto y detalle.
Precisamente en la dirección de sus luchas es donde mejor puede precisarse la medida de su pretendido amor al pueblo, que tratan de arruinar para mejor dominarlo. Cuando en tiempos anteriores al 14 de abril ha presentado batallas el proletariado frente a sus opresores, éstas han sido breves en su ejecución, meditadas en su proyecto y espaciadas en el tiempo, como dirigidas por hombres que querían abonar esfuerzos y sacrificios para las masas, a las que sinceramente amaban. Características precisamente contrarias a las del programa actual.
No cejarán en la lucha porque no les importan las víctimas propias, porque con unos cuantos pistoleros favorecidos por el ambiente y la casi segura impunidad, pueden continuar su obra cada día más fácil.
Habrá días, semanas, de paz, según les aconseje su táctica de momento. Pero no cejarán. Y de no poner un remedio urgente conseguirán la victoria.
Contra este sistema opino que podrán bien poco, por sí solas, las disposiciones legislativas o gubernamentales conducentes a una mejor justicia social, pues cada medida encaminada en este sentido exacerbará su lucha por el mando. Es claramente lógico que el paulatino establecimiento de las nuevas normas sociales esperadas facilitará las soluciones. Pero en el estado actual de la provincia no bastará con eso; de una parte, las nuevas leyes, inspiradas, es de suponer, en criterios constructivos, quedarán muy lejos de las ansias radicales y vengativas de este pueblo, hoy enloquecido por las propagandas últimas, en cuya realización cree y espera.
De otro lado, los débiles destellos de cordura serán ahogados por el pistolero. No es con una mejor justicia como se evitaría el abandono de los ganados por aquellos guardianes, que en estas últimas jornadas aprovechan la noche, cuando podían, para escapar a los campos, huyendo de la vigilancia de sus coaccionadores y poniendo así miedosamente las máximas precauciones para que las reses no murieran al día siguiente por carencia de agua o sombra.

Conclusiones
Primera. Estamos ya en plena guerra civil. El hecho de que el enemigo no dé batallas todos los días y conviva entre nosotros no quita virtualidad a la certeza terrible, que hay que reconocer, prescindiendo de todas las frivolidades, de que la República, al menos en la provincia de Sevilla, tiene planteada una guerra, con su acompañamiento ya existente de muertes y devastaciones.
El enemigo, que se ampara en los derechos y libertades existentes con el propósito criminal de destruirlos por la violencia, cuenta con jefes, con pistoleros mercenarios, con táctica propia, con planes de lucha bien concebidos, con unidad de acción para la propaganda y la refriega y con la energía y perseverancia necesarias para triunfar.
Segunda. Apoyándose en muchos siglos de injusticia y en la ceguera casi unánime de las actuales clases altas, los anarquistas y comunistas quieren dominar sobre este pueblo antes de que la República haya tenido tiempo para elevar el grado de su cultura y de las condiciones económicas de su vida.
Tercera. Los obreros y campesinos sevillanos, víctimas de las más disparatadas propagandas por parte de muchos y de las más bajas adulaciones por parte de casi todos, sienten aumentada día por día, e independientemente de sus deseos de mejoramiento y de justicia, un ansia vengativa y destructora, que la República no podrá satisfacer, sino en coincidencia con su suicidio.
Cuarta. La población de la capital y de los pueblos tiene para los pistoleros la misma atemorizada simpatía que antiguamente sintió por los bandoleros. Los terroristas tienen hoy en su mano toda la iniciativa y los medios de imponerla. Por su libre determinación deciden en cada caso la tregua o lucha y las modalidades de ésta, eligiendo con acierto los momentos y lugares oportunos para un avance hasta hoy ininterrumpido.
Quinta. De acuerdo con lo que tienen escrito en sus libros y practicado en todas ocasiones análogas, los enemigos prosiguen, cada vez más acentuada, su táctica de perturbación, con la que consiguen destruir la riqueza, apoyando después los nuevos ataques en la miseria creada, para contar, por último, con el ejército de los hambrientos. La cantidad de la riqueza hoy ya aniquilada en la provincia de Sevilla asustaría a los más alejados de la realidad si se pudiese valorar debidamente.
Sexta. Como consecuencia de todo lo anterior, en baja constante de virtudes ciudadanas, cada día se retrocede algo o mucho en nuestro campo, o sea del lado de la libertad, de la dignidad humana y de la esperanza de justicia, que quedarían irremediablemente perdidas por el triunfo final del enemigo, cualquiera que entonces fuese el resultado de la lucha definitiva.
Elogio del general Cabanellas
Opino que urge resolver rápidamente por lo menos el problema del campo, inclinando la solución resueltamente en favor del campesino, pues con ello no sólo se hará justicia en una obra de amor, sino que se habrá cimentado sólidamente la paz futura.
Pero al propio tiempo se precisa acción excepcional del Gobierno, que adopte medidas necesarias ante la guerra planteada.
A su tiempo, el general Cabanellas hizo un magnifico informe, que yo conocí al encargarme de este Gobierno. Entonces me pareció exagerado e influído de militarismo. Hoy, conocido el problema y empeorada la situación, me parece escaso. Las soluciones no podrán ser de otro orden; pero juzgo que las propuestas por el general serían hoy francamente insuficientes.
Si he tenido la fortuna de convencer al Gobierno, debe éste enviar aquí una persona provista de poderes excepcionales para actuar en pleno estado de sitio, como cuando la represión del bandolerismo o la de los secuestros, y que ante las circunstancias del momento resuelva lo necesario. Respecto de mí, debo decir que no puedo ser esa persona, porque ni la función es propia de un gobernador civil, ni mi temperamento, aptitudes y preparación en todos los órdenes me permitirían la aceptación de un puesto semejante, para lo cual además nunca me consideraría obligado.
Y en el caso, por último, de no haber tenido el acierto de presentar claramente ante el Gobierno la urgente necesidad de las medidas que la realidad demanda, no podré seguir siendo el brazo ejecutor de una política que juzgaré profundamente equivocada, haciéndome responsable ante mí mismo de haber colaborado conscientemente a la ruina de mi país. (Febus.)
Sevilla, 25 de julio de 193l.
(EL Sol, 19 de agosto de 1931.)


El escritor español Sender toma la defensa de los anarquitas: «A la labor de Largo Caballero está contestando todos los días de tal manera el proletariado español que la República tendrá que poner detrás de cada decreto de Trabajo... toda la Guardia Civil y todo el Ejército»

La F.A.I., Maciá, la revolución y la C.N.T.
Contestación a «El Sol»
En el artículo que días pasados publicaba El Sol sobre el momento social y político de Cataluña se rozaban cuestiones fundamentales de la vida orgánica de la C.N.T. dejando en el aire afirmaciones ligeras. Es conveniente dar a esas afirmaciones su gravidez específica y dejarlas sentadas no en el aire ni en los escaños del Congreso -donde a la ligera se le ha querido dar últimamente una consagración nacional-, sino en la tierra firme de los hechos.
Como consecuencia de la reunión de diputados de la izquierda catalana, ha sido preciso que la Prensa estableciera puntos de vista concretos -la Prensa se recrea ahora más que nunca con las vaguedades-, y los ha buscado por el camino del menor esfuerzo. En lugar de ver que la salvación de la República española es sólo posible llevándola al plano en que la izquierda catalana se mueve, porque fuera de ese plano todo es desorientación, vaguedad y liberalismo monárquico, se prefiere explicar el fenómeno político de Cataluña por la C.N.T. De paso procuran desprestigiarla con los mismos argumentos con que atacan a la izquierda catalana: el pacto con el sindicalismo. Un pacto que no existe, pero que si existiera sería a base de una separación absoluta de principios, con concesiones de la izquierda catalana que harían de la presión de la C.N.T. una influencia progresiva revolucionaria. Como se ve, esto sería precisamente lo contrario de lo que la U.G.T. ha hecho en su pacto con los republicanos. Un pacto en el que las concesiones de la República son privilegios personales contra todo principio de clase, e incorporar como por soborno al ritmo burgués y conservador de la República aun sector del proletariado. Esto tiene para las organizaciones obreras de la U.G.T. una significación bien neta, y lo interpretan con una palabra muy dura: traición.

Pero suponiendo que ese pacto existe entre la C.N.T. y la izquierda catalana -ya se ha demostrado oficial y taxativamente que no existe-, se arremete contra la Confederación afirmando el predominio de la F.A.I., Federación Anarquista no internacional, aunque de hecho lo sea, sino Ibérica, hasta ejercer una dictadura en todos los sectores de la organización obrera revolucionaria. Con esa fórmula queda ya todo resuelto.

Como El Sol asegura que los elementos de la F.A.I. son irresponsables, esa irresponsabilidad cae de lleno sobre la C.N.T., y queda ya una opinión dispuesta para acomodarla a todas las actuaciones de la organización. Pero esa dictadura de la F.A.I. ni es cierta ni es posible. Los mismos militantes faístas lo rechazarían por su amor a la verdad y porque sus convicciones, a las cuales guardan fidelidad ejemplar, vedan ese género de coacción. También porque no existe ni puede existir en los Sindicatos el vasallaje. Si la F.A.I. tiene como unidad orgánica el «grupo», la C.N.T. tiene el Sindicato. El grupo y el Sindicato son hermanos, pero discrepan siempre que hay que interpretar una realidad social inmediata y adoptar una actitud. Las discrepancias se resuelven en las asambleas de Sindicatos, y de ellas surge -lo hemos visto siempre- la interpretación revolucionaria más ajustada a la eficacia. La F.A.I. actúa en ellas de estimulante unas veces, y otras de revulsivo; pero siempre la última palabra la han pronunciado, con una lógica inapelable, las mayorías sindicales. Claro es que por encima de todo está la conciencia de clase, y queda la solidaridad entre la F.A.I. y la C.N.T. en cuanto se plantea el hecho revolucionario, es perfecta.

Ni la F.A.I, es irresponsable, ni aunque desde el punto de vista burgués lo fuera -posibilidad que todos los enterados rechazan- podría ampliarse esa calificación a los sindicatos. Pero según lo que por «responsable» y «responsabilidad» se entiende -aquí D. Miguel, el tozudo de las etimologías, el glorioso despistado-, nadie que mejor responda a sus actos y de los de sus compañeros que la F.A.I. En lo doctrinal y en la acción. Una prueba de la responsabilidad, de la conciencia de sus actos de las dos organizaciones la están dando en estos momentos, resistiendo la provocación sin perder la cabeza, refrenando su poder y su fuerza para no contestar al reclamo belicoso de la República de Maura. Y no es por el temor a la derrota -ya va siendo hora de decir que no se puede destruir a la C.N.T. ni a la F.A.I. sin destruir a España-, sino para no interrumpir la oportunidad revolucionaria que el Gobierno de la República, ayudado por un Parlamento sin contenido y sin vértebras -la posición de todas las fracciones es, como ocurre siempre a los que carecen de fe y de capacidad de interpretación, la de «adherentes» y«congratulantes»-, está poniendo en sazón. El golpe de fuerza lo ha podido dar la C.N.T. y puede darlo en cualquier instante con garantías de éxito. Pero no se trata de asaltar el Poder para aprovechar el mismo sistema estatal, sino de sustituir este sistema vicioso y parasitario, fracasado en todas partes, verdadera cuña entre las clases sociales, que dificulta la armonía del trabajo y la producción, y hace imposible la justicia social por una nueva estructura a base no de instituciones falsas ni de organismos parasitarios sino de organización y articulación de funciones sociales. La C.N.T. estudia y organiza el tránsito, evitando el colapso económico y la etapa de terror y de hambre. Lenin -recurramos a la autoridad que este hombre tiene incluso para los burgueses- dijo precisamente a un delegado español que se podían evitar las imperfecciones y las taras de la revolución rusa aprovechando su experiencia y yendo desde el primer momento a un sistema de convivencia social más avanzado y perfecto. Puede que al hablar así pensara en la diferencia de la psicología española en la entrada doctrinal de la C.N.T., central sindical española perseguida a tiros, combatida a sangre y fuego, y sin embargo cada día más próspera y abarcando nuevos sectores de la producción y minando la vieja y decadente opinión pública española. Es la verdad grávida -no ligera y sencilla-. Es la verdad henchida de fuerza, de realidad y porvenir. Puede el Gobierno de Maura seguir bombardeando casas. Eso preocupará, sin duda, a la Cámara de la propiedad Urbana. Puede poner su fuerza represora al servicio del Wall-Strer. El capitalismo colonial inglés saltará -como ha saltado ya en Riotinto bajando los jornales- en busca del mismo trato de favor del capitalismo rival de la U.S. La conducta del Estado con la Telefónica ha revelado de pronto a las potencias capitalistas que aquí hay mesa franca para el coloniaje y la explotación. Ya recibirán la lección por otro lado si no quieren aceptar la de las organizaciones de la C.N.T. Pueden seguir encargando la nueva reglamentación del trabajo a Largo Caballero, que es como encargar de reglamentar la libertad de cultos al obispo de Madrid-Alcalá. Lo que no podrá volver a hacer en este período constructivo de la C.N.T. es aplicar la «ley de fugas», porque los que se solazan con la posibilidad de una guerra a muerte entre la F.A.I. y la C.N.T., de una guerra que inhabilite e incapacite a las organizaciones, se han de ver sorprendidos con su acuerdo absoluto frente a la verdadera y dañina irresponsabilidad. Puede seguir el Gobierno declarando que el capitalismo ha fracasado en todo el mundo, y asesinando al mismo tiempo a los obreros. Puede anunciar que va a abandonar Marruecos para afianzar al mismo tiempo un punto de vista imperialista. Puede seguir oponiendo a las realidades sociales más crudas el florilegio y el voto de confianza -¿de confianza de quién?-. Puede seguir jugando a las revoluciones. La respuesta a sus afirmaciones sobre el capitalismo se la darán las potencias capitalistas; a sus frivolidades sobre Marruecos responderá un hecho de fuerza en nuestra zona oriental organizado y fomentado tácitamente por Francia e Inglaterra para obligar a los republicanos españoles a definirse en ese aspecto internacional. A los discursos de ateneo provinciano contestarán pronto la exig|idad de las cosechas, la crisis industrial y la guerra de los Estados Unidos y de Inglaterra contra la peseta. A la labor de Largo Caballero está contestando todos los días de tal manera el proletariado español, que la República tendrá que poner detrás de cada decreto de Trabajo -si no se cambia de táctica- toda la Guardia Civil y todo el Ejército, y jugarse la dignidad en testarudos y cruentos empeños de orden público. De esos juegos, de esas trágicas frivolidades, saldrá una sola víctima: el pueblo.
El pueblo está por eso al lado de la C.N.T. y de la F.A.I. Confía en sus cuadros sindicales, en su táctica. Y al pueblo debe decirle la Prensa burguesa la verdad. No hay dictadura irresponsable de la F.A.I. sobre la C.N.T.; ni hay dictadura ni hay un acuerdo perfecto. Pero no es esa una razón de optimismo para la reacción. Es el fenómeno natural de la discrepancia de los núcleos proletarios más fuertes ante la labor revolucionaria constructiva. Las revelaciones sociales comienzan entre las masas obreras. Con estas discrepancias entre la C.N.T. y F.A.I. La burguesía debiera más bien alarmarse. Vería el síntoma fatal en la lucha entre la C.N.T. y la U.G.T. en la discrepancia antes aludida con la F.A.I. En este último caso, la discrepancia no saldrá de la polémica doctrinal porque no hay razones para otra cosa, porque no puede ser, porque ni en la F.A.I. existen esquiroles ni en los Sindicatos ministros. En fin, resumiendo y volviendo a lo general y particular que ha motivado estas líneas, hay que dejar sentadas tres afirmaciones: ni los de la F.A.I. son irresponsables ni ejercen una dictadura responsable o no sobre la C.N.T., ni -y esto es esencialísimo- las diferencias de apreciación y de interpretación entre las dos organizaciones les ha de impedir en ningún caso ir juntas a la lucha, que es lo que querría la burguesía monárquica y esta nueva burguesía socialfascista. Lo que ocurre desde que subió al Poder Berenguer es -repitámoslo- que ha comenzado la labor positiva, la labor constructiva, y que la interpretación del porvenir crea, como siempre, discusión y lucha. La revolución que empieza por debajo.
Hay aún un punto sin aclarar de los que tocaba El Sol: la supuesta influencia del «paternalismo humanitario» de Maciá en la C.N.T. Los que han escrito eso desconocen en absoluto la realidad social catalana, y al mismo tiempo creen conocerla demasiado. Hay que insistir en que la influencia es de abajo arriba, lo contrario de lo sucedido en Madrid con la U.G.T. En Cataluña, Maciá y los diputados de la izquierda se han acomodado, en lo que su educación burguesa les permite, a la realidad social de la C.N.T., y no pudiendo desconocerla, se proponen hacer concesiones de doctrina y de principios. Aquí, en Madrid, los republicanos conservadores -no conservadores del nuevo Estado republicano, sino de los viejos privilegios sociales de la Monarquía- han captado a los dirigentes socialistas y han logrado de ellos todo género de concesiones burguesas. ¿Está con ellos la U.G.T.? El tiempo lo dirá. El punto de vista del «paternalismo humanitario», como el de la «dictadura de la F.A.I.», son dos añagazas burguesas que ni llegan a la organización sindical ni ésta comprende. Para mediatizar a la C.N.T. creen que se puede hablar indistintamente -buscando el ataque por los dos flancos- de la F.A.I. y de Maciá. El juego es contraproducente. Buscar la disgregación aunque sea con la cautela con que se ha hecho es provocar las fuerzas de cohesión y hacer que la C.N.T. y la F.A.I. tiendan automáticamente a una unidad más compacta. Pero además resulta inconcebible que ante una organización cuya firmeza de doctrinas y cuya severa táctica le hacen chocar constantemente con el Estado, no ya sin debilitarse, sino sin dejar de crecer, se puede hablar de influencias desviatorias a base del paternalismo humanitario de un político. Los Sindicatos se nutren ideológica y tácticamente de sí mismos; conocen su fuerza y su ruta y pueden influir en otros sectores creando una opinión relativamente afín capaz de producir efectos de espejismos en la Prensa burguesa. De ningún modo pueden ser influidos ni siquiera en la superficie por un hombre ni por una consigna burguesa. Es una conciencia de clase, no una opinión política, lo que alienta en la C.N.T. Ante esa conciencia nada puede una lógica de premisas capitalistas, aunque la encarne no un político burgués, sino un hombre con los ojos y el espíritu neutrales. Es una discrepancia de orden social y también psicológico y temperamental. Pero además están los imperativos de los Congresos, de las Conferencias nacionales, de los Plenos. Hay una técnica que salvaguardar a la C.N.T. del confusionismo. Una técnica que surge del contraste de las consignas clásicas con las dificultades de cada día y que queda fijada en una disciplina sindical henchida de hechos y de realidades. Esa técnica es la que de momento ha aconsejado a la expectativa mientras la República burguesa se hunde en el atolladero parlamentario dando gritos y palos histéricos -e históricos, que la histeria y la historia van juntas desde hace un año, don Miguel-. Contra esa técnica son inútiles las argucias escisionistas. La F.A.I. seguirá siendo el estimulante o el revulsivo y la Confederación la fuerza. Una fuerza que no depende de las promesas del compadrazgo en el Poder y que debe estar bien arraigada en la médula española cuando en un año es capaz de cohesionar a un millón de trabajadores mientras que la U.G.T. en cuarenta años y con todas las facilidades de la promiscuidad con el Estado y la autoridad apenas ha podido conciliar a trescientos mil.

Aclaradas estas cuestiones, que El Sol rozaba, la aclaración sorprenderá a muchos intelectuales que cierran los ojos, creyendo así anular la realidad circundante y que se creen con derecho a someter al mundo a su necesidad de interpretar original y elegantemente lo que no tiene más que una interpretación. La filosofía y las matemáticas plantean hechos abstractos con una solución inmediata que asume ya todas las interpretaciones, y ante la cual se inhabilitan la elegancia y la originalidad. En lo social ocurre lo mismo. A los intelectuales que quieren urdir elegantes interpretaciones, dando a la República una consagración de frivolidad, una estabilidad en la retórica y la poética, habrá que decirles que esto de la C.N.T., no es sólo aquí en España, Que detrás de todas las alarmas, de los «craks» financieros, de las crisis bancarias, de la bancarrota actual de Alemania, de la próxima de Italia, de América del sur, del temor precavido ingles contra Oriente, de China, y de Rusia y de Portugal, y de España, están los Sindicatos esperando. Pero los intelectuales que no comprenden a la C.N.T. ni a la F.A.I. comprenden mucho menos lo que está ocurriendo fuera de España, Si se les explica con el punto de vista revolucionario no lo entenderán.

«¿Cómo? ¿Qué es eso?» Lo mismo dirán ante estas cuartillas, sorprendidos o indignados. «¿Cómo? ¿Qué es eso?». «Eso» no es nada, señores. Os lo explicaremos apelando a ese acento que tan bien entendéis y que os ha hecho delirar de gozo días pasados en el Congreso: no pasa nada, es el planeta que se cambia de camisa.




Discurso de Unamuno en el Congreso sobre las lenguas hispánicas y a propósito de la oficialidad del castellano
El Sr. Unamuno: Señores diputados, el texto del proyecto de Constitución hecho por la Comisión dice: «El castellano es el idioma oficial de la República, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconocen a las diferentes provincias o regiones.»
Yo debo confesar que no me di cuenta de qué perjuicio podía haber en que fuera el castellano el idioma oficial de la República (acaso esto es traducción del alemán), e hice una primitiva enmienda, que no era exactamente la que después, al acomodarme al juicio de otros, he firmado. En mi primitiva enmienda decía: «El castellano es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tendrá el derecho y el deber de conocerlo, sin que se le pueda imponer ni prohibir el uso de ningún otro.» Pero por una porción de razones vinimos a convenir en la redacción que últimamente se dió a la enmienda, y que es ésta: «El español es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tiene el deber de saberlo y el derecho de hablarlo. En cada región se podrá declarar cooficial la Lengua de la mayoría de sus habitantes. A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional.»
Entre estas dos cosas puede haber en la práctica alguna contradicción. Yo confieso que no veo muy claro lo de la cooficialidad, pero hay que transigir. Cooficialidad es tan complejo como cosoberanía; hay «cos» de éstos que son muy peligrosos. Pero al decir «A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional», se modifica el texto oficial, porque eso quiere decir que ninguna región podrá imponer, no a los de otras regiones, sino a los mismos de ella, el uso de aquella misma Lengua. Mejor dicho, que si se encuentra un paisano mío, un gallego o un catalán que no quiera que se le imponga el uso de su propia Lengua, tiene derecho a que no se les imponga. (Un señor diputado: ¿Y a los notarios?) Dejémonos de eso. Tiene derecho a que no se le imponga. Claro que hay una cosa de convivencia -esto es natural- y de conveniencia; pero esto es distinto; una cosa de imposición. Pero como a ello hemos de ir, vamos a pasar adelante. Estamos indudablemente en el corazón de la unidad nacional y es lo que en el fondo más mueve los sentimientos: hasta aquellos a quienes se les acusa de no querer más que vender o mercar sus productos -yo digo que no es verdad-, en un momento estarían dispuestos hasta a arruinarse por defender su espiritu. No hay que achicar las cosas. No quiero decir en nombre de quién hablo; podría parecer una petulancia si dijera que hablo en nombre de España. Sé que se toca aquí en lo más sensible, a veces en la carne viva del espíritu; pero yo creo que hay que herir sentimientos y resentimientos para despenar sentido, porque toca en lo vivo. Se ha creído que hay regiones más vivas que otras y esto no suele ser verdad. Las que se dice que están dormidas, están tan despiertas como las otras; sueñan de otra manera y tienen su viveza en otro sitio. (Muy bien.)
Aquí se ha dicho otra cosa. Se está hablando siempre de nuestras diferencias interiores. Eso es cosa de gente que, o no viaja, o no se entera de lo que ve. En el aspecto ling|ístico, cualquier nación de Europa, Francia, Italia, tienen muchas más diferencias que España; porque en Italia no sólo hay una multitud de dialectos de origen románico, sino que se habla alemán en el Alto Adigio, esloveno en el Friul, albanés en ciertos pueblos del Adriático, griego en algunas islas. Y en Francia pasa lo mismo. Además de los dialectos de las Lenguas latinas, tienen el bretón y el vasco. La Lengua, después de todo, es poesía, y así no os extrañe si alguna vez caigo aquí, en medio de ciertás anécdotas, en algo de lirismo. Pero si un código pueden hacerlo sólo juristas, que suelen ser, por lo común, doctores de la letra muerta, creo que para hacer una Constitución, que es algo más que un código, hace falta el concurso de los líricos, que somos los de la palabra viva. (Muy bien.)

Y ahora me vais a permitir, los que no los entienden, que alguna vez yo traiga aquí acentos de las Lenguas de la Península. Primero tengo que ir a mi tierra vasca, a la que constantemente acudo. Allí no hay este problema tan vivo, porque hoy el vascuence en el país vasconavarro no es la Lengua de la mayoría, seguramente que no llegan a una cuarta parte los que lo hablan y los que lo han aprendido de mayores, acaso una estadística demostrara que no es su Lengua verdadera, su Lengua materna; tan no es su verdadera Lengua materna, que aquel ingenuo, aquel hombre abnegado llegó a decir en un momento: «Si un maqueto está ahogándose y te pide ayuda, contéstale: «Eztakit erderaz.» «no sé castellano.»» Y él apenas sabía otra cosa, porque su Lengua materna, lo que aprendió de su madre, era el castellano.

Yo vuelvo constantemente a mi nativa tierra. Cuando era un joven aprendí aquello de «Egialde guztietan toki onak badira bañan biyotzak diyo: zoaz Euskalerrira.» «En todas partes hay buenos lugares, pero el corazón dice: vete al país vasco.» Y hace cosa de treinta años, allí, en mi nativa tierra, pronuncié un discurso que produjo una gran conmoción, un discurso en el que les dije a mis paisanos que el vascuence estaba agonizando, que no nos quedaba más que recogerlo y enterrarlo con piedad filial, embalsamado en ciencia. Provocó aquello una gran conmoción, una mala alegría fuera de mi tierra, porque no es lo mismo hablar en la mesa a los hermanos que hablar a los otros: creyeron que puse en aquello un sentido que no puse. Hoy continúa eso, sigue esa agonia; es cosa triste, pero el hecho es un hecho, y así como me parecería una verdadera impiedad el que se pretendiera despenar a alguien que está muriendo, a la madre moribunda, me parece tan impío inocularle drogas para alargarle una vida ficticia, porque drogas son los trabajos que hoy se realizan para hacer una Lengua culta y una Lengua que, en el sentido que se da ordinariamente a esta palabra, no puede llegar a serlo.

El vascuence, hay que decirlo, como unidad no existe, es un conglomerado de dialectos en que no se entienden a las veces los unos con los otros. Mis cuatro abuelos eran, como mis padres, vascos; dos de ellos no podían entenderse entre sí en vascuence, porque eran de distintas regiones: uno de Vizcaya y el otro de Guipúzcoa. ¿Y en qué viene a parar el vascuence? En una cosa, naturalmente, tocada por completo de castellano, en aquel canto que todos los vascos no hemos oído nunca sin emoción, en el Guernica Arbola, cuando dice que tiene que extender su fruto por el mundo, claro que no en vascuence. «Eman ta zabalzazu munduan frutua adoratzen raitugu, arbola santua» «Da y extiende tu fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo.» Santo, sin duda; santo para todos los vascos y más santo para mí, que a su pie tomé a la madre de mis hijos. Pero así no puede ser, y recuerdo que cantando esta agonía un poeta vasco, en un último adiós a la madre Euskera, invocaba el mar, y decía: «Lurtu, ichasoa.» «Conviértete en tierra, mar»; pero el mar sigue siendo mar.

Y ¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que por querer hacer una Lengua artificial, como la que ahora están queriendo fabricar los irlandeses; por querer hacer una Lengua artificial, se ha hecho una especie de «volapuk» perfectamente incomprensible. Porque el vascuence no tiene palabras genéricas, ni abstractas, y todos los nombres espirituales son de origen latino, ya que los latinos fueron los que nos civiizaroñ y los que nos cristianaron también. (Un señor diputado de la minoría vasconavarra: Y «gogua» ¿es latino?) Ahí voy yo. Tan es latino, que cuando han querido introducir la palabra «espíritu», que se dice «izpiritué», han introducido ese gogo, una palabra que significa como en alemán «stimmung», o como en castellano «talante» es estado de ánimo, y al mismo tiempo igual que en catalán «talent», apetito. «Eztankat gogorik» es «no tengo ganas de comer, no tengo apetito». (Un señor diputado interrumpe, sin que se perciban sus palabras.- Varios señores diputados: ¡Callen, callen!)

Me alegro de eso, porque contaré más. Estaba yo en un pueblecito de mi tierra, donde un cura había sustituido -y esto es una cosa que no es cómica- el catecismo que todos habían aprendido, por uno de estos catecismos renovados, y resultaba que como toda aquella gente había aprendido a santiguarse diciendo: «Aitiaren eta semiaren eta izpirituaren izenian» (En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo), se les hacia decir: «Aitiaren eta semiaren eta Crogo dontsuaren izenian», que es: «En el nombre del Padre, del Hijo y del santo apetito.> (Risas.) No; la cosa no es cómica, la cosa es muy seria, porque la Iglesia, que se ha fundado para salvar las almas, tiene que explicar al pueblo en la Lengua que el pueblo habla, sea la que fuere, esté como esté; y así como hubiera sido un atropello pretender, como en un tiempo pretendió Romero Robledo, que se predicara en castellano en pueblos donde el castellano no se hablaba, es tan absurdo predicar en esas Lenguas.

Esto me recuerda algo que no olvido nunca y que pasó en América: que una Orden religiosa dió a los indios guaraníes un catecismo queriendo traducir al guaraní los conceptos más complicados de la Teología, y, naturalmente, fueron acusados por otra Orden de que les estaban enseñando herejías; y es que no se puede poner el catecismo en guaraní ni azteca sin que inmediatamente resulte una herejía. (Risas.)

Y después de todo, lo hondo, lo ínfimo de nuestro espíritu vasco, ¿en qué lo hemos vertido?

El hombre más grande que ha tenido nuestra raza ha sido Iñigo de Loyola y sus Ejercicios no se escribieron en vascuence. No hay un alto espíritu vasco, ni en España ni en Francia, que no se haya expresado o en castellano o en francés. El primero que empezó a escribir en vascuence fue un protestante, y luego los jesuítas. Es muy natural que nos halague mucho tener unos señores alemanes que andan por ahí buscando conejillos de Indias para sus estudios etnográficos y nos declaren el primer pueblo del mundo. Aquí se ha dicho eso de los vascos.

En una ocasión contaba Michelet que discutía un vasco con un montmorency, y que al decir el montmorency: «¿Nosotros los montmorency datamos del siglo.., tal», el vasco contestó: «Pues nosotros, los vascos, no datamos.» (Risas.) Y os digo que nosotros, en el orden espiritual, en el orden de la conciencia universal, datamos de cuando los pueblos latinos, de cuando Castilla, sobre todo, nos civilizó. Cuando yo pronunciaba aquel discurso recibí una carta de D. Joaquín Costa lamentándose de que el vascuence desapareciese siendo una cosa tan interesante para el estudio de las antig|edades ibéricas. Yo hube de contestarle: «Está muy bien; pero no por satisfacer a un patólogo voy a estar conservando la que creo que es una enfermedad.» (Risas.- El señor Leizaola pide la palabra.)

Y ahora hay una cosa. El aldeano, el verdadero aldeano, el que no está perturbado por nacionalismos de señorito resentido, no tiene interés en conservar el vascuence.

Se habla del anillo que en las escuelas iba pasando de un niño a otro hasta ir a parar a manos de uno que hablaba castellano, a quien se le castigaba; pero ¿es que acaso no puede llegar otro anillo? ¿Es que no he oído decir yo: «No enviéis a los niños a la escuela, que allí aprenden el castellano, y el castellano es el vehículo del liberalismo»? Eso lo he oído yo, como he oído decir: «¡Gora Euzkadi ascatuta!» («Euzkadi» es una palabra bárbara; cuando yo era joven no existía; además conocí al que la inventó). «¡Gora Euzkadi ascatuta!» Es decir: ¡Viva Vasconia libre! Acaso si un día viene otro anillo habrá de gritar más bien: «¡Gora Ezpaña ascatuta!» ¡Viva España libre! Y sabéis que España en vascuence significa labio; que viva el labio libre, pero que no nos impongan anillos de ninguna clase. (Un señor Diputado: Muchas gracias, en nombre del pueblo vasco.)

Pasemos a Galicia; tampoco hay aquí, en rigor, problema. Podrán decirme que no conozco Galicia y, acaso, ni Portugal, donde he pasado tantas temporadas; pero ya hemos oído que Castilla no conoce la periferia, y yo os digo que la periferia conoce mucho peor a Castilla; que hay pocos espíritus más comprensivos que el castellano (Muy bien.) Pasemos, como digo, a Galicia. Tampoco allí hay problema. No creo que en una verdadera investigación resultara semejante mayoría. No me convencen de no. Pero aquí se hablaba de la lengua universal, y el que hablaba sin duda recuerda lo que en la introducción a los Aíres da miña terra decía Curros Enríquez de la lengua universal:

«Cuando todas lenguas o fin topen
que marca a todo o providente dedo,
e c4os vellos idiomas estinguidos
un solo idioma universal formemos;
esa lengua pulida, idioma úneco,
mais qu4hoxe enriquecido e mais perfeuto,
resume d4as palabras mais sonoras
qu4aquela n4os deixaran como enherdo.
Ese idioma, compendio d4os idiomas,
com4onha serenata pracenteiro,
com4onha noite de luar docísimo
será -¿que outro sinon?- será o gallego


Fala de minha nai, fala armoñosa,
en qu4o rogo d4os tristes sub4o ceo
y en que decende a prácida esperanza,
os afogados e doloridos peitos.
Falta de meus abós, fala en q4os párias,
de trevos e polvo e de sudor cubertos,
piden a terra o grau d4a cor4a sangue
qu4ha de cebar a besta d4o laudemio...
Lengua enxebre, en q4as anemas d4os mortos
n4as negras noites de silencio e medo
encomendan os vivos as obrigas,
que, ¡mal pecados!, sin cuprir morreron.
Idioma en que garula nos paxaros,
en que falan os anxeles, os nenos,
en qu4as fontes solouzan e marmullan
Entr4os follosos albores os ventos»

Todo eso está bien; pero que me permita Curros y perntitidme vosotros; me da pena verle siempre con ese tono de quejumbrosidad. Parias, azotada, escarnecida..., amarrada contra una roca..., clavado un puñal en el seno...

¿De dónde es así eso? ¿Es que se pueden tomar en serio burlas, a las veces cariñosas, de las gentes? No. Es como lo de la emigración. El mismo Curros, cuando habla de la emigración -lo sabe bien mi buen amigo Castelao-, dice, refiriéndose al gaitero:

«Tocaba..., e cando tocaba,
o vento que d4o roncón
pol-o canuto fungaba,
dixeran que se queixaba
d4a gallega emigración.

Dixeran que esmorecida
de door a Patria nosa,
azoutada, escarnecida,
chamaba, outra Nai chorosa,
os filliños d4a sus vida...

Y era verdá. ¡Mal pocada!
Contr4on peneda amarrada,
crabad4un puñas n4o seo,
n4aquella gaite lembrada
Galicia era un Prometeo.»

No; hay que levantar el ánimo de esas quejumbres, quejumbres además, que no son de aldeanos. Rosalía decía aquello de:

«Castellanos de Castilla,
tratade ben os gallegos;
cando van, van como rosas;
cando veñen, como negros.»

¿Es que les trataban mal? No. Eran ellos los que se trataban mal, para ahorrar los cuartos y luego gastarlos alegre y rumbosamente en su tierra, porque no hay nada más rumboso, ni menos avaro, ni más alegre, que un aldeano gallego. Todas esas morriñas de la gaita son cosas de los poetas. (Risas.)

Vuestra misma Rosalía de Castro, después de todo, cuando quiso encontrar la mujer universal, que era una alta mujer, toda una mujer, no la encontró en aquellas coplas gallegas; la encontró en sus poesías castellanas de Las orillas del Sar. (Denegaciones en algunos señores diputados de la minoría gallega.) ¿Y quiénes han enriquecido últimamente a la Lengua castellana, tendiendo a que sea española? Porque hay que tener en cuenta que el castellano es una Lengua hecha, y el español es una Lengua que estamos haciendo. ¿Y quiénes han contribuido más que algunos escritores galleros -y no quiero nombrarlos nominativamente, estrictamente-, que han traído a la Lengua española un acento y una nota nuevos?

Y ahora vengamos a Cataluña. Me parece que el problema es más vivo y habrá que estudiarlo en esta hora de compresión, de cordialidad y de veracidad. Yo conocí, traté, en vuestra tierra, a uno de los hombres que me ha dejado más profunda huella, a un cerebro cordial, a un corazón cerebral, aquel gran hombre que fue Juan Maragall. Oíd:

«Escolta, Espanya le veu d'un fill
que't parla en llengua no castellana,
parlo en la llengua que m'ha donat
la terra apra,
en questa llengua pocs t4han parlat;
en l'altra..., massa.

En esta Lengua pocos te han hablado, en la otra... demasiados.

Hon ets Espanya? No4t veig enlloc,
no sents la meva ven atronadora?
No entensa aquesta llengua que4t parla entre perills?
Has desaprés d4entendre an els teus fils?
Adeu, Espanya!»

Es cierto. Pero él, Maragall, el hombre qué decía esto, como si no fuera bastante lo demasiado que se le había hablado en la otra Lengua, en castellano, a España, él habló siempre, en su trabajo, en su labor periodística; habló siempre, digo, en un español, por cieno lleno de enjundia, de vigor, de fuerza, en un castellano digno, creo que superior al castellano, al español, de Jaime Balmes o de Francisco Pi y Margall. No. Hay una especie de coquetería. Yo oía aquí, el otro día, al señor Torres empezar excusándose de no tener costumbre de hablar en castellano, y luego, me sorprendió que en español no es que vestía, es que desnudaba perfectamente su espíritu, y es mucho más difícil desnudarlo que vestirlo en una Lengua. (Risas.) He llegado -permitidme- a creer que no habláis el catalán mejor que el castellano. (Nuevas risas.) Aquí se nos habla siempre de uno de los mitos que ahora están más en vigor, y es el «hecho». Hay el hecho diferencial, el hecho tal, el hecho consumado. (Risas.) El catalán, que tuvo una espléndida florescencia literaria hasta el siglo XV, enmudeció entonces como Lengua de cultura, y mudo permameció los siglos del Renacimiento, de la Reforma y la Revolución. Volvió a renacer hará cosa de un siglo -ya diré lo que son estos aparentes renacimientos-; iba a quedar reducido a lo que se llamó el «parlá munisipal». Les había dolido una comparanza -que yo hice, primero en mi tierra, y, después, en Cataluña- entre el máuser y la espingarda, diciendo: yo la espingarda, con la cual se defendieran mis antepasados, la pondré en un sitio de honor, pero para defenderme lo haré con un máuser, que es como se defienden todos, incluso los moros. (Risas.) Porque los moros no tenían espingardas, sino, quizá, mejor armamento que nosotros mismos.

Hoy, afortunadamente, está encargado de esta obra de renovación del catalán un hombre de una gran competencia y, sobre todo, de una exquisita probidad intelectual y de una honradez científica como las de Pompeyo Fahra. Pero aquí viene el punto grave, aquel a que se alude en la enmienda al decir: «no se podrá imponer a nadie».

Como no quiero amezquinar y achicar esto, que hoy no se debate, dejo, para cuando otros artículos se toquen, el hablar y el denunciar algunas cosas que pasan. Algunas las denunció Menéndez Pidal. No se puede negar que fueran ciertas.

Lo demás me parece bien. Hasta es necesario; el catalán tiene que defenderse y conviene que se defienda; conviene hasta al castellano. Por ejemplo, no hace mucho, la Generalidad, que en este caso actuaba, no de generalidad sino de panicularidad (Risas.) dirigió un escrito oficial en catalán al cónsul de España en una ciudad francesa, y el cónsul, vasco por cierto, lo devolvió. Además, está recibiendo constantemente obreros catalanes que se presentan diciendo: «No sabemos castellano», y él responde: «Pues yo no sé catalán; busquen un intérprete.» No es lo malo esto, es que lo saben, es que la mayoría de ellos miente, y éste no es nunca un medio de defenderse. (Rumores en la minoría de Izquierda catalana.- Un señor diputado pronuncia palabras que no se perciben claramente.) Eso es exacto. (Un señor diputado: Eso es inexacto.- El señor Santaló: Sobre todo su señoría no tiene autoridad para investigar si miente o no un señor que se dirige a un cónsul.- Otro señor diputado pronuncia palabras que no se perciben claramente.- Rumores.) ¿Es usted un obrero? (Rumores.- Varios señores diputados pronuncian algunas palabras que no se perciben con claridad.- Continúan los rumores, que impiden oír al orador.)... que hablen en cristiano. Es verdad. Toda persecución a una Lengua es un acto impío e impatriota. (Un señor diputado: Y sobre todo cuando procede de un intelectual.) Ved esto si es incomprensión. Yo sé lo que en una libre lucha puede suceder. En artículos de la Constitución, al establecer la forma en que se ha de dar la enseñanza, trataremos de cómo el Estado español tendrá que tener allí quien obligue a saber castellano, y sé que si mañana hay una Universidad castellana, mejor española, con superioridad, siempre prevalecerá sobre la otra; es más, ellos mismos la buscarán. Os digo aún más, y es que cuando no se persiga su Lengua, ellos empezarán a hablar y a querer conocer la otra. (Varios señores diputados de la minoría de la Izquierda catalana pronuncian algunas palabras que no se entienden claramente.- Un señor diputado: Lo queremos ya.- Rumores.) Como sbre esto se ha de volver y veo que, en efecto, estoy hiriendo resentimientos... (Rumores.- Un señor diputado: Sentimientos; no resentimientos.) Lo que yo no quiero es que llegue un momento en que una obcecaión pueda llevaros al suicidio cultural. No lo creo, porque una vez en que aquí en un debate el ministro de la Gobernación hablaba del suicidio de una región yo interrumpí diciendo: «No hay derecho al suicidio.» En efecto, cuando un semejante, cuando un hermano mío quiere suicidarse, yo teng la obligación de impedírselo, incluso por la fuerza si es preciso, no tanto como poniendo en peligro su vida cuando voy a salvarle, pero sí incluso poniendo en peligro mi propia vida. (Muy bien, muy bien.)

Y tal vez haya quien sueñe también con la conquista ling|ística de Valencia. Estaba yo en Valencia cuando se anunció que iba a llegar el señor Cambó y afirmé yo, y todos me dieron la razón, que allí, en aquella ciudad, le hubieran entendido mejor en castellano que si hablara en catalán. porque hay que ver lo que es hoy el valenciano en Valencia, que fue la patria del más grande poeta catalán, Ausias March, donde Ramón Muntaner escribió su maravillosa crónica, de donde salió Tirant lo Blanc.

El más grande poeta valenciano el siglo pasado, uno de los más grandes de España, fue Vicente Wenceslao Querol. Querol quiso escribir en lemosín, que era una cosa artificial y artificiosa y no era su lengua natal; el hombre en aquel lenguaje de juegos florales se dirigía a Valencia y le decía:

«Fill so de la joyosa vida qu4al sol s4escampa
tot temps de fresques roses bronat son mantell d4or,
fill so de la que gusitan com dos geganta cativa
d4un cap Peñagolosa, de l4altre cap Mongó,
de la que en l4aigua juga, de la que fon por bella
dues voltes desposada, ab lo Cid de Castella
y ab Jaume d4Aragó.»

Pero él, Querol, cuando tenía que sacar el alma de su Valencia no la sacaba en la Lengua de Jaime de Aragón, sino en la Lengua castellana, en la del Cid de Castilla. Para convencerse no hay más que leer sin que se le empañen los ojos de lágrimas.

El valenciano corriente es el de los donosos sainetes de Eduardo Escalante, y algunas veces el de aquella regocijantes salacidades de Valldoví de Sueca, al pie de cuyo monumento no hace mucho me he recreado yo. Y también el de Teodoro Llorente cuando decía que la patria lemosina renace por todas partes, añadiendo aquello de...

«... y en membransa dels avis, en penyora
de la gloria passada y venidora,
en fe de germandat,
com penó, com estrella que nos guía
entre llaus de victoria y alegría,
alsem lo Rat-Penat.»

«Lo rat penat»; alcemos «lo rat penat», es decir, el ratón alado que, según la leyenda, se posó en el casco de Jaime el Conquistador y que corona los escudos de Valencia, de Cataluña y de Aragón; ratón alado que en Castilla se le llama muerciélago o ratón ciego; en mi tierra vasca, «saguzarra», ratón viejo, y en Francia, ratón calvo; y esta cabecita calva, ciega y vieja, aunque de ratón alado, no es más que cabeza de ratón. Me diréis que es mejor ser cabeza de ratón que cola de león. No; cola de león, no; cabeza de león, sí, como la que dominó el Cid.

Cuando yo fui a mi pueblo, fui a predicarles el imperialismo; que se pusieran al frente de España; y es lo que vengo a predicar a cada una de las regiones: que nos conquisten; que nos conquistemos los unos a los otros; yo sé lo que de esta conquista mutua puede salir; puede y debe salir la España para todos.

Y ahora, permitidme un pequeño recuerdo. Al principio del Libro de los Hechos de los Apóstoles se cuenta la jornada de aquello que pudiéramos llamar las primeras Cortes Constituyentes de la primitiva Iglesia cristiana, el Pentecostés; cuando sopló como un eco el Espíritu vivo, vinieron lenguas de fuego sobre los apóstoles, se fundió todo el pueblo, hablaron en cristiano y cada uno oyó en su Lengua y en su dialecto: sulamitas, persas, medos, frigios, árabes y egipcios. Y esto es lo que he querido hacer al traer aquí un eco de todas estas lenguas; porque yo, que subí a las montañas costeras de mi tierra a secar mis huesos, los del cuerpo y los del alma, y en tierra castellana fui a enseñar castellano a los hijos de Castilla, he dedicado largas vigilias durante largos años al estudio de las Lenguas todas de la Patria, y no sólo las he estudiado, las he enseñado, fuera, naturalmente, del vascuence, porque todos mis discípulos han salido iniciados en el conocimiento del castellano, del galaico-portugués y del catalán. Y es que yo, a mi vez, paladeaba y me regodeaba en esas Lenguas, y era para hacerme la mía propia, para rehacer el castellano haciéndolo español, para rehacerlo y recrearlo en el español recreándome en él. Y esto es lo que importa. El español, lo mismo me da que se le llame castellano, yo le llamo el español de España, como recordaba el señor Ovejero, el español de América y no sólo el español de América, sino español del extremo de Asia, que allí dejo marcadas sus huellas y con sangre de mártir el imperio de la Lengua española, con sangre de Rizal, aquel hombre que en los tiempos de la Regencia de doña María Cristina de Habsburgo Lorena fue entregado a la milicia pretoriana y a la frailería mercenaria para que pagara la culpa de ser el padre de su Patria y de ser un español libre. (Aplausos.) Aquel hombre noble a quien aquella España trató de tal modo, con aquellos verdugos, al despedirse, se despidió en Lengua española de sus hijos pidiendo ir allí donde la fe no mata, donde el que reina es Dios, en tanto mascullaban unos sus rezos y barbotaban otros sus órdenes, blasfemando todos ellos el nombre de Dios. Pues bien; aquí mi buen amigo Alomar se atiene a lo de castellano. El castellano es una obra de integración: ha venido elementos leoneses y han venido elementos aragoneses, y estamos haciendo el español, lo estamos haciendo todos los que hacemos Lengua o los que hacemos poesía, lo está haciendo el señor Alomar, y el señor Alomar, que vive de la palabra, por la palabra y para la palabra, como yo, se preocupaba de esto, como se preocupaba de la palabra nación. Yo también, amigo Alomar, yo también en estos días de renacimiento he estado pensando en eso, y me ha venido la palabra precisa: España no es nación, es renación; renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial. Ndie con más tesón ha defendido la salvaje autonomía -toda autonomía, y no es reproche, es salvaje- de su propia personalidad diferencial que lo he hecho yo; yo, que he estado señero defendiendo, no queriendo rendirme, actuando tantas veces de jabalí, y cuántos de vosotros acaso habréis recibido alguna vez alguna colmillada mía. Pero así, no. Ni individuo, ni pueblo, ni Lengua renacen sino muriendo; es la úica manera de renacer: fundiéndose en otro. Y esto lo sé yo muy bien ahora que me viene este renacimiento, ahora que, traspuesto el puerto serrano que separa la solana de la umbría, me siento bajar poco a poco, al peso, no de años, de siglos de recuerdos de Historia, al final y merecido descanso al regazo de la tierra maternal de nuestra común España, de la renación española, a esperar, a esperar allí que en la hierba crezca sobre mi tañan ecos de una sola Lengua española que haya recogido, integrado, federado si queréis, todas las esencias íntimas, todos los jugos, todas las virtudes de esas Lenguas que hoy tan tristemente, tan pobremente nos diferencian. Y aquello sí que será gloria. (Grandes aplausos.)

(Diario de Sesiones, 18 de septiembre de 1931.)



La enseñanza, ¿puede ser católica? A favor hablan Gil Robles, Ossorio y Alcalá Zamora. En contra, Galarza
El Sr. Domínguez Arévalo: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.
El Sr. Domínguez Arévalo:
En asunto que como éste afecta a cosa de tanta trascendencia y que roza a la conciencia, a los sentimientos más íntimos, no será extraño que este modesto Diputado navarro quiera salvaguardar su conciencia dejando consignada en el Diario de Sesiones la expresión de un sentimiento íntimo.
La manifestación que quiero hacer es la siguiente: que cuando aquí se vote la iniquidad que se va a votar por el sectarismo anticatólico de algunos miembros del Gobierno y de la Cámara y -lo que es más triste- por la pasividad claudicante de los que llamándose católicos permanecen ahí (señalando al banco azul) callados, se habrá abierto un abismo entre el sentimiento católico y la República española.
(El Sr. Ministro de la Guerra pide la palabra.)
Y aunque a mí esto no me afecta personalmente ni lo siento, porque soy resuelta, fundamental y sustantivamente monárquico...
(Rumores.- Un Sr. Diputado: Ya lo sabemos.)
Tengo más derecho a decirlo que por cuanto creo representar una opinión: la de que nosotros, como nuestros padres y nuestros abuelos, no han servido jamás más que a los reyes en el destierro y en la desgracia, y esto merece el respeto de todos.
(Rumores.- Un Sr. Diputado: Váyase S.S. también con ellos.)
Que, pues, registrado mi parecer de que la República española proscribe el sentimiento católico de los españoles.
(Nuevos rumores.)

El Sr. Ossorio y Gallardo: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: ¿Para explicar el voto?
El Sr. Ossorio y Gallardo: No; para cuando se llegue a la discusión del artículo.
El Sr. Presidente: Está bien. En realidad ese sería el momento de hacer todas estas manifestaciones.
Hecha la correspondiente pregunta por la Presidencia, no fue tomada en consideración la enmienda del Sr. Carrasco Formiguera.
Se leyó por segunda vez la siguiente enmienda del Sr. Gil Robles:
«Los Diputados que suscriben tienen el honor de formular al artículo 24 la siguiente enmienda:
En la base 5.* se suprimirán las palabras «y la enseñanza».
Palacio del Congreso, a 13 de octubre de 1931. José María Gil Robles.

Pedro Martín.- Ramón Molina.- Lauro Fernández.- Cándido Casanueva.- Joaquín Beunza.- Ramón de la Cuesta. »
El Sr. Presidente: ¿Mantiene S.S. La enmienda?
El Sr. Gil Robles: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.
El Sr. Gil Robles: Me hago cargo Sres. Diputados, de las circunstancias en que voy a dirigir la palabra a la Cámara, y por ello podéis tener la seguridad de que seré extraordinariamente breve.

La enmienda que voy a defender, juntamente con la que acaba de apoyar el Sr. Carrasco Formiguera, está formulada directamente al dictamen tal como últimamente ha sido redactada; es, pudiéramos decir, la más genuina de las enmiendas al artículo del dictamen que vamos a votar. Se pide en ella la supresión de las palabras «y la enseñanza» (Rumores.), por entender que esta cortapisa que se ha establecido a la actividad de las Congregaciones y Ordenes religiosas es un precedente de alcance quizá insospechado para todo lo que signifique libertad de enseñanza en la nueva Constitución. Este es un ataque directo que se formula a la libertad de enseñanza. (Un Sr. Diputado: Evidente.) Si es evidente, me vais a permitir que lo razone, porque tengo perfecto derecho a ello. Tengo que defender hoy, y el día de mañana habrá que hacerlo con mayores razones, el principio de la libertad de enseñanza porque entiendo que uno de los más odiosos monopolios que en el mundo puede crearse es el monopolio de las inteligencias, que quiere ejercer el Estado, sustituyendo la acción de aquellos que por derivación directa de la paternidad en el orden moral tienen el derecho a la educación y a la formación de la inteligencia y de la conciencia de sus hijos. (Un Sr. Diputado: Defiende a Deusto.) Defiendo el derecho de los padres, sin importarme las consecuencias. Puedo defender a Deusto y a la escuela atea. Serán los padres los que levarán a sus hijos a donde quieran. Esta es la defensa que hago en nombre de la libertad de enseñanza. (Un Sr. Diputado: Ahora.) No es ahora, porque toda la vida, dedicado a la propaganda, vengo defendiendo el principio de la libertad de enseñanza, que fue menospreciado por los Ministros de la Monarquía y lleva trazas, también, de serlo por los Ministros de la segunda República española. (El Sr. Menéndez (D. Teodomiro): Cada vez más allá. Por encima de todo, el interés del Estado.)
Decía el Sr. Ruiz Funes que la República se había definido como República liberal, y tened en cuenta que el principio que más directamente deriva del liberalismo es el que se refiere a la libertad de conciencia y el monopolio docente del Estado, que comienza a existir en nombre de ese principio de salud pública que defendió el señor Ministro de la Guerra, significa que el Estado se erige en depositario de la verdad objetiva, que es él solo el que la puede hacer llegar a manos del ciudadano. Hoy puede ser el Estado republicano; mañana puede ser comunista; otro día puede ser imperialista, porque tened en cuenta que el principio del monopolio docente del Estado es el principio de los grandes imperialismos en la historia. Napoleón crea un arma colectiva como motor de sus móviles imperialistas en toda la política europea. Hoy Mussolini quiere apoderarse de las conciencias para forjar un instrumento de imperialismo que está llamado a dar muchos días de luto a la nación italiana.

Es decir, que vosotros, al sentar ese principio que va contra la libertad de enseñanza, vais a favor de las tendencias imperialistas del Estado, porque hoy está en vuestras manos, pero mañana podrá ser precedente terrible cuando vaya a otras manos distintas, y entonces no podréis invocar razones doctrinales porque habréis sido vosotros los que pusisteis los jalones del futuro imperialismo de España.
Además tened en cuenta el problema que en estos momentos se va a tratar. ¿Es que estamos tan sobrados de instituciones docentes de toda clase para prohibir la actividad de los que están asumiendo la mayor parte de esta función? Si el Estado tuviera preparada la sustitución de esa función, todavía me parecería lógico el criterio que adoptáis, pero cuando faltan en Madrid escuelas para miles de niños, cuando los institutos no pueden dar cabida a los alumnos, vais a acabar con las instituciones docentes privadas sostenidas por la voluntad de los padres a quienes, repito, corresponde la formación de la conciencia de sus hijos, y vais a lanzar al arroyo a miles de niños que no encontrarán quien les dé la enseñanza que necesitan, ni en los Municipio ni en el Estado. Pues decid claramente que a lo que va la República española es a dar un paso gigantesco en el camino del analfabetismo español.
Y ahora, señores, unas palabras más. En mi intervención, a raíz del discurso del Sr. Ministro de Justicia, yo os decía que si la Constitución que se está votando era, en el punto concreto que nos ocupa, una Constitución persecutoria, nosotros -por mí lo digo y dejo aparte otras interpretaciones de principio-, dentro de un terreno legal, no consideraríamos esa Constitución como nuestra. Pues, señores, yo hoy, cerrando por lo que esta minoría respecta, el debate parlamentario sobre este punto transcendental, tengo que deciros que ese dictamen es tan persecutorio como el anterior, que se convirtió en voto particular del partido socialista; quizá lo sea más, porque contiene elementos que más pérfidamente pueden ir a la consecución del objeto que os proponéis. No hay que disimular los principios; esto es más persecutorio que la misma disolución decretada en bloque. A ella quizá la tendríais miedo, porque, por una parte, podría significar un enorme conflicto sentimental, y por la otra, era un mero principio lírico que no se sabía cuándo podía tener una aplicación práctica. Pero esto sí que se puede tener en nosotros; hemos de lanzarnos a la conciencia católica del país a decirla: el dictamen que se ha aprobado con el voto de unos y la complicidad de otros es un principio netamente persecutorio que los católicos no aceptamos, que no podemos aceptar; y desde este mismo momento nosotros, ante la opinión española, declaramos abierto el nuevo período constituyente, porque de hoy en adelante los católicos españoles no tendremos más bandera de combate que la derogación de la Constitución que aprobéis. (Un Sr. Diputado pronuncia, fuera de los escaños, palabras que no se perciben.) No he oído la interrupción; sería conveniente que se formulara desde el escaño pidiendo la palabra, en lugar de escudarse en el anónimo, detrás de una barrera.
No habréis cumplido la primera función de una Asamblea Constituyente, que es dar una Constitución que a la vez sirva para dar una estabilidad a las instituciones políticas del país. No se la daréis porque un sector inmenso de la opinión española, desde estos momentos, se coloca frente a esa Constitución persecutoria que vosotros vais a aprobar en nombre de una libertad que no empleáis más que para andar por vuestra propia casa. (Rumores.) No os extrañe que hablemos así. (Varios señores Diputados: No, no.- Continúan los rumores.- Varios señores Diputados pronuncian palabras que no se perciben.) Yo no he mandado nunca y, por consiguiente, ese reproche se lo puede dirigir S.S. a quien lo pueda recoger. (Un Sr. Diputado: ¿Y cuando andaba S.S. al lado de Calvo Sotelo? Yo no he andado al lado de Calvo Sotelo ni de nadie. Puede S.S. demostrarlo y entonces yo lo reconoceré. He prestado una colaboración de técnico a quien me la ha pedido, pero simplemente de técnico y no de político; y no me arrepiento ni me averg|enzo de ello, porque yo, donde me piden una colaboración de técnico, modestamente la doy al servicio de mi patria, sin tener en cuenta quién es el que me la pide.
Voy a decir a SS.SS. otra cosa. Aquí hemos venido nosotros con un propósito leal que desde el primer momento hemos cumplido. A los compañeros de la Comisión de Constitución, buenos amigos todos en particular, les emplazo para que digan si en el seno de esa Comisión no ha habido por nuestra parte una colaboración leal y decidida desde el primer día, dejando muchas veces a salvo convicciones secundarias en bien de la paz de los espíritus, abdicando a veces de sentimientos muy queridos, que dejábamos a un lado por una consideración de bien común. Desde aquí, con un criterio doctrinal perfectamente definido, hemos colaborado con vosotros, que la colaboración lo mismo puede hacerse con aplausos cerrados de la mayoría que con la intervención de oposición cuando está guiada por un buen sentido y por la recta concepción del cumplimiento del deber. Esto es lo que hemos hecho; no podéis decir en ningún momento que os ha faltado nuestra modesta colaboración. ¡Señores, de hoy en adelante, en conciencia, no podemos continuar! Es pequeña la que podemos prestaros; pequeña, por lo que nosotros somos; enorme, por lo que representamos.

Hoy, frente a la Constitución se coloca la España católica; hoy, al margen de vuestras actividades se coloca un núcleo de Diputados que quiso venir en plan de paz; vosotros les declaráis la guerra; vosotros seréis los responsables de la guerra espiritual que se va a desencadenar en España. Nosotros abdicamos toda la responsabilidad en manos de una Cámara que ha votado una Constitución de persecución, y en manos de un Gobierno que, desde la cabecera del banco azul, mejor dicho, desde los escaños de una minoría a la que pertenece el Jefe del Gobierno, pronunció palabras de paz. Nosotros querríamos todavía recogerlas; tememos que ya sea demasiado tarde.

Perdonad señores, que haya sido demasiado extenso. Yo no lo quería; pero tal vez sea el último discurso que pueda pronunciar en esta Cámara. Nada más. (Aplausos en las minorías vasconavarra y agraria.)

El Sr. Presidente: El Sr. Ballester tiene la palabra para explicar su voto en cinco minutos.

El Sr. Ballester: Sres. Diputados, puede que sea éste el último discurso que pronuncie en la Cámara el Sr. Gil Robles, pero no lo será sin que reciban sus palabras de hoy la cumplida contestación, aunque ésta sea por boca de un modesto Diputado como yo, porque es valentía hacer invocaciones a cosas que jamás se han tenido en cuenta, cuando se quieren defender posiciones falsas.

Escuchaba yo días pasados que el Sr. Gil Robles invocaba la Libertad y el Evangelio para defender posiciones de una doctrina que jamás ha tenido en cuenta ni la Libertad ni el Evangelio (Rumores en las minorías vasconavarra y agraria), y en la tarde de hoy, cuando ha querido defender una posición, ha invocado la libertad de enseñanza, que jamás ha tenido en cuenta (Protestas en los vasconavarros y agrarios) quienes se sientan en esos bancos (señalando a los de dichas minorías). ¡Libertad de enseñanza, campaña contra el analfabetismo, vosotros! ¿Qué escuelas representáis vosotros? (Un Sr. Diputado: Muchísimas.) Muchísimas sí, pero en los centros de capitales importantes (Rumores en la minoría vasconavarra), donde vuestra enseñanza puede servir para vuestros fines; pero donde el analfabetismo español tiene verdaderamente su fuente es en las aldeas, en las míseras aldeas y allí no las he visto nunca, jamás. (Un Sr. Diputado de la minoría vasconavarra: Tenemos cien escuelas de barriada en Vizcaya.- El Sr. Picavea: Y en Alava.) Porque queréis la libertad de enseñanza para lo que nosotros no os la queremos dar (Un Sr. Diputado: Para unos y para otros), porque vosotros no buscáis la enseñanza y la educación por lo que ella representa en el sentido de ampliar el horizonte espiritual de los niños, no; la buscáis para gobernar sus conciencias (Protestas en la minoría vasconavarra), para moldearlos vosotros, rompiendo lo que es la virginidad de la infancia en manos vuestras, que habréis de deformarla antes del momento en que el niño pueda tener su espíritu capacitado para orientarse con su propia conciencia (Muy bien en la minoría radical socialista. El Sr. Picavea interrumpe pronunciando palabras que no se perciben y que son recibidas con protestas). La República no quiere entregaros sus hijos. Los niños, que son el valioso tesoro de la República, no caerán en vuestras manos, y para impedirlo, nosotros apoyaremos el dictamen. (Aplausos en la minoría radical socialista.)

El Sr. Gil Robles: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S. S.

El Sr. Gil Robles: Sin deseo ni afán polémico, voy a contestar en breves palabras al Sr. Ballester. (El Sr. Molina pronuncia palabras que no se perciben.)
El Sr. Presidente: Sr. Molina, atienda S.S. al Sr. Gil Robles.
El Sr. Gil Robles: Decía que, sin afán polémico, voy a contestar en breves palabras al señor Ballester, que ha pronunciado un discurso vehemente y que para ser perfecto no le ha faltado más que datos concretos. (Un Sr. Diputado pronuncia palabras que no se perciben.) Probablemente estará el resumen en el índice, pero como no ha dicho el resultado, ha sido incompleto. Y a hora voy a decir al Sr. Ballester una cosa, y es que en Madrid los niños que se educan gratuitamente en las escuelas privadas costeadas por elementos católicos -son cifras perfectamente comprobables que pongo a disposición de la Cámara- son más de sesenta mil. (Un Sr. Diputado: Son setenta mil.) Y voy a decir algo más: que todos esos niños están en las barriadas extremas, en los centros populosos, allí donde no es fácil que llegue el Estado providente con ninguna de las ventajas de la civilización. (Un Sr. Diputado: ¡Llegará, llegará! Otro Sr. Diputado: No llegará la Monarquía; llegará la República.) Yo deseo que llegue; pero mientras llega, ¿qué hacéis con esos niños? Esa es mi pregunta. (Fuertes y prolongados rumores.- El Sr. Presidente agita la campanilla reclamando orden.- Un señor Diputado pronuncia palabras que no se perciben.) Me dice un distinguido compañero que él o sus amigos sostienen mil alumnos en una escuela laica en Santander, y a mí me parece perfectamente. ¿Cómo no lo voy a respetar? Pero pido el mismo respeto... (Un Sr. Diputado: ¡Ahora!) Ahora y siempre. (Grandes y persistentes rumores.) Señor Presidente, yo desearía que me dejaran concluir, porque si no, va a ser bastante más larga la sesión.

El Sr. Presidente También lo desearía yo, y espero que lo conseguiremos.
El Sr. Gil Robles: Yo rogaría a la minoría socialista que no fuera, si es posible -perdónenme el ruego-, tan rígida en su disciplina, porque esa disciplina que impide, muchas veces, hablar a sus miembros, tiene como consecuencia las interrupciones en tumulto a los que no somos disciplinados. (Grandes rumores.)
Y termino, Sres. Diputados. Los niños que se educan en esas escuelas reciben la instrucción totalmente gratuita, y van a ellas por la libre voluntad de sus padres. (Un Sr. Diputado: Bien caro lo pagan.) Yo tuve la suerte de estudiar en un Colegio religioso, y no ciertamente de los de lujo. Yo me he educado en el Colegio de Padres Salesianos, alternando con los hijos de los pobres. Ahí he aprendido una democracia que difícilmente tienen muchos que la pregonan, y allí he visto que los hijos de los obreros son llevados por sus padres voluntariamente. (Un Sr. Diputado: Porque no había escuelas oficiales.)
Unas palabras. Sres. Diputados, para concluir. No creo que sea buena norma de Gobierno, jamás, destruir por destruir. Hay una norma que debemos aplicar todos en la medida de nuestras fuerzas y desde nuestros respectivos puntos de vista. Quizá lo que para mí es un bien, para vosotros sea un mal; pero en vez de destruir, aplicad siempre esta norma -y con ello concluyo-: «ahogad el mal con la abundancia del bien». Si hay tanta carencia de escuelas, creadlas; si hay tanta presión sobre las conciencias católicas, cread abundancia de escuelas libres, que puedan ser nuestros mayores enemigos. Pero cread escuelas en un plan de competencia y de libertad todas; en un plan de tiranía docente, no; porque, señores, sería triste que el Gobierno de la República española siguiera las huellas de Napoleón y de Mussolini.

El Sr. Presidente: Tiene la palabra el señor Leizaola. (Grandes protestas y rumores en varios lados de la Cámara.)
Señores Diputados, tengo que decir a la Cámara, que al Sr. Leizaola le asiste el derecho de explicar su voto en cinco minutos; pero no es discreto que esté explicando todos sus votos, porque eso podría constituir un abuso de su propio derecho. Yo espero que el Sr. Leizaola tenga en cuenta esta manifestación que le hago. (Un Sr. Diputado: Va a explicar su cuarto voto.)

El Sr. Leizaola: Es el segundo nada más. (Fuertes rumores, que impiden durante unos instantes que el orador pueda comenzar su discurso.) Señores, este es el canto del cisne de los católicos, porque después de esto, ya no nos queda nada que hacer.

Yo lamento que el Sr. Ballester haya olvidado unas palabras del Evangelio, de San Juan: «La verdad os hará libres.» Yo os traigo aquí la verdad con datos y estadísticas, para refutar las acusaciones que se han lanzado contra la Compañía de Jesús.
Además, y esto me interesa mucho, se pretende que nosotros, es decir, el pueblo vasco, que se dice ha estado dominado por las derechas, no ha hecho nada por la cultura. Pues mirad estos datos: «El analfabetismo en España, por Lorenzo Torrubiano, segunda edición, 1926. Regiones por orden de analfabetismo, de menos a más: 1.:, las Vascongadas y Navarra, con el 29 por 100; 2.:, Castilla la Vieja, con el 34,88 por 100...», y sigue hasta el 70 por 100 de analfabetos en provincia cuyo nombre no menciono para no molestar a nadie.
Pero hay más todavía, Sr. Ballester, es decir, que las clases directoras del país vasco, cuya tradición, de cultura queremos nosotros continuar, se han preocupado del analfabetismo, y, como ya dije yo en un folletito de propaganda, vosotros, los que sostenéis la prensa de izquierda, «Crisol», «Heraldo de Madrid», «La Libertad», ¿qué habéis hecho para que disminuyan los analfabetos? El hecho de que nosotros no os leamos, no impide que creemos escuelas y hagamos descender el analfabetismo.
Pero hay todavía más. Yo quería dar ayer al Sr. Cordero una estadística sobre el particular, pero la daré ahora. Hay en España quince provincias que tienen menos del 40 por 100 de analfabetos. Eliminando de esas provincias Madrid y Barcelona, según estos datos que he obtenido en la Biblioteca de esta Cámara, la significación política de los señores Diputados que aquí se sientan es la siguiente: En las provincias de menos de un 40 por 100 de analfabetos -eliminadas Madrid y Barcelona quedan trece provincias-, hay nueve Diputados radicales, once socialistas, nueve Diputados radicales socialistas, tres Diputados federales, cuatro Diputados de la Agrupación al Servicio de la República y treinta y tres Diputados de las minorías derecha republicana, agraria y vasconavarra. ¡Y después decís que nosotros no representamos aquí el interés de la cultura nacional! (Grandes aplausos.)

El Sr. Presidente: ¿Toma la Cámara en consideración la enmienda del Sr. Molina? (Denegaciones.) Queda rechazada.
Como no queda ninguna enmienda, procede conceder la palabra al Sr. Botella, de la Comisión, que la tiene pedida para este momento. (Pausa.) Han solicitado turno en contra, primero, el Sr. Molina; en segundo lugar, el Sr. Guallar, y, por último, el Sr. Alvarez (D. Basilio). Como no hay más que un turno, hablará, en contra, el señor Molina, y en pro, el Sr. Ortega y Gasset. ¿Quiere hacer uso de la palabra el Sr. Molina?

El Sr. Molina: Cedo la palabra al Sr. Ossorio y Gallardo.
El Sr. Presidente: Tiene la palabra el señor Ossorio y Gallardo para consumir un turno en contra.

El Sr. Ossorio y Gallardo: Muy alejado yo de las pasiones tempestuosas que han tenido expresión elocuente durante toda esta larguísima sesión y sin tener tampoco nada nuevo que decir, porque todo lo que yo pienso, ha estado expresado con mejora evidente en los discursos de los Sres. Carrasco Formiguera y Gil Robles, no puedo excusarme la manifestar mi parecer sobre el dictamen que se va a votar, porque he de responder con ello a mi ideología, a mi conciencia y a mi compromiso con las personas que me han votado.
Yo me disponía a votar el dictamen antes de su última redacción, porque no es cierto, a mi juicio, como exageradamente suponen las minorías católicas, que este dictamen sea peor y más extremista que el primero, no: este dictamen, como casi todas las resoluciones que de esta Cámara van saliendo, significa, aunque no nos guste a muchos, un punto de posibilismo, un sentido de realidad, un pensamiento equilibrado. Esa confianza que yo he manifestado muchas veces, y en todas partes, tener en la Cámara, la ratifico hoy, porque no puede cegarme la pasión hasta el punto de creer que es lo mismo llevar a una Constitución la disolución fulminante de todas las Ordenes religiosas que dejar abierto el portillo, para que, con más calma y examen más maduro, se elaboren las leyes en que la vida de las Congregaciones pueda ser regulada. Y como en la Cámara no vivimos -en ninguna Cámara se vive, pero mucho menos en una de este temperamento y de esta situación- para que prevalezca el criterio de grupo, de secta, de dogma, de partido, sino para concertar voluntades, limar aristas, evitar obstáculos y hacer, en cada instante, si no lo bueno, lo menos malo, yo, no muy conforme esencialmente con el cuerpo del dictamen, me disponía a votar; pero el dictamen ha traído tres cosas que alarman -por la moderación que busco en las palabras, no me atrevo a decir siquiera que sublevan-, no ya la conciencia de un católico, sino el sentido de un jurista y de un liberal. Claro que el Sr. Azaña, en su gran discurso de esta tarde, donde el sectario brilló con atractivos y sugestiones que rendían las voluntades, ya tuvo la preocupación de declararnos cesantes a los juristas y a los liberales, poniendo por delante del sentido de la libertad y del Derecho la suprema razón de Estado; pero, siquiera a título de cesante o de profesional de una profesión mandada retirar, diré que en el dictamen me alarman grandemente los tres extremos que han sido objeto de examen: disolución de una Orden religiosa, nacionalización de sus bienes, prohibición a todas de la enseñanza. No se dice qué Orden será disuelta; se habla de las Ordenes que tengan hecho un cuarto voto, aparte de los tres canónicos. No muy ducho yo en la materia, me permito, sin embargo, aconsejar al Gobierno que estudie el caso, porque es posible que con lo de la existencia del cuarto voto se encuentre con alguna grave sorpresa.

Pero el Sr. Ministro de la Guerra, que esta tarde ha tenido su «suaviter in modo, fortiter in re», función belicosa, ya nos ha dicho sin eufemismos que se trata de la Compañía de Jesús. No tengo yo especial devoción por la Compañía de Jesús. Todo el mundo sabe que no soy demasiado clerical. Los señores de ese lado no me pueden aguantar por eso, entre otras razones. Mas yo he de protestar serena, pero enérgicamente, de una política que suprime al adversario, si es que vosotros tenéis por adversario a una Orden religiosa.

Se distingue, a mi juicio, una sociedad civilizada y culta de una sociedad arbitraria y atropelladora, en que en la primera el poder frente al adversario, lucha, combate y le convence o le vence; una sociedad inculta le suprime, le elimina, y a eso, un mediano temperamento de hombre liberal no se puede prestar con facilidad. Porque, no os engañéis, eso es lo que han hecho todos los tiranos: eliminar al adversario, borrarlo, aplastarlo. A Napoleón le estorbaban los abogados; suprimió la orden de los abogados, que luego tuvo que tragar. A Mussolini le estorban las logias; suprime las logias. A Primo de Rivera le estorbaban los adversarios del upetismo, y, alegremente, advirtió un día que nos privaría de la nacionalidad cuando se le antojase. No; eso no puede ser. Sentar ese precedente puede traer consecuencias incalculables y gravísimas. Frente a una obra que estimáis mala, ya se os ha dicho, haced otra cosa mejor: frente a una enseñanza que reputáis vitanda, dominadla con otra excelente; frente a una intromisión en las conciencias, emancipad las conciencias; pero suprimir, hundir al adversario... cuidaos antes de hacerlo, porque otro día os lo pueden hacer a vosotros. (Rumores.) Y ya hemos pasado por los tiempos en que se ha tratado de hacérnoslo a todos.

La cuestión de la enseñanza. Yo siempre, en tono más sereno -porque, además, mi edad me lo recomienda- que el Sr. Gil Robles, y más experto en el oficio de padre, y aun de abuelo, que no sé si el Sr. Gil Robles ha empezado siquiera, os digo que me subleva la tiranía del dios Estado que me arranque los hijos de mi potestad, de mi voluntad, de mi consejo, de mi imperio, sino os desagrada la palabra, para que me los forme un Estado que no sé cuál va a ser. No tendría ningún inconveniente que formasen a mis hijos hombres avanzados como los que se sientan en el banco azul, precisamente los que se sientan en él, y, en cambio me aterraría que, en momento de imperio de una política fascista, me formasen mis hijos para el fascio. Si yo fuera un padre italiano y tuviera que presenciar la lucha entre los religiosos y el poder del fascio y viera que éste me arrebataba a mi hijo contra mi voluntad para inculcarle ideas de tiranía y de barbarie, yo me reputaría absolutamente desgraciado.

Por eso no me hace ninguna gracia que se pase por encima de los padres; pero hay otra cosa, y a ora os habla un Diputado por Madrid, que ha sido Concejal por Madrid y que es, además, madrileño, y de Lavapiés, por si faltase algo: hay en Madrid veinte mil niños sin escuela, según las publicaciones oficiales del Ayuntamiento; veinte mil niños que no tienen dónde guarecerse. Yo recuerdo hace un año haber visto con dolorida sorpresa a la puerta de un grupo escolar que hay en el Puente de Toledo, mejor dicho, en el primer solar de la carretera de Andalucía, una gente como amotinada y la fuerza pública procurando imponer orden. ¿Qué pasa aquí? -pregunté-. ¿Es una revuelta? Me dijeron: No; son las madres, que vienen a matricular a sus hijos en la Escuela municipal; algunas llevan cuarenta horas sentadas en el suelo para tomar la vez. Y cuando ésa es la realidad de mi pueblo, de mi pueblo natal y del pueblo que yo represento, y me advierte la verdad de los hechos que hay veinte mil criaturas sin Escuela, sin pan espiritual, ¿cómo voy a admitir esta alegre improvisación con que vamos a suprimir los escolapios y los salesianos, y los hermanos de la Doctrina cristiana a cuenta de que tuercen la mente y la conciencia de los niños, a la mayor parte de los cuales sólo enseñan a leer, a escribir y las reglas fundamentales de la Aritmética?

¿Se podrán cerrar esas Escuelas cumpliendo lo que se va a votar? Grave cosa. ¿No se podrán cerrar? Ridícula cosa. Antes de votar un precepto constitucional, pensemos en si puede o no puede tener eficacia. ¿Por qué se hace todo esto? No se ofenda nadie, no se moleste nadie, porque el concepto ha salido ya varias veces en la sesión de hoy y ha sido acogido sin protesta, sin duda alguna por convencimiento individual, pero acaso, más que por convencimiento individual, por la presión exterior; y yo no voy a cometer la hipocresía de renegar de la presión exterior, porque todos estamos legítimamente sometidos a una presión exterior; si no representásemos la presión exterior, no seríamos nada, seríamos unos vividores o unos ilusos, o unas gentes a quienes sobraba el tiempo para perderlo. (El Sr. Cordero: Nosotros no nos producimos por presión exterior.)

Yo me alegro mucho, Sr. Cordero, y hasta creo que la conducta de esa minoría en el día de hoy acredita esas palabras; mas no cabe duda de que la presión exterior ha existido. Y respetando yo mucho esa presión, me permito advertir que de ella podemos y debemos ser intérpretes, mas no esclavos, y que al margen del impulso pasional, frecuentemente ciego e improvisador, tenemos nosotros el deber de la reflexión, de la cautela y de la medida, que por algo no somos Diputados de partido, ni Diputados de comarca, ni de distrito, sino Diputados de la nación, para que los conceptos superiores, los conceptos ennoblecedores, los tejidos nobles de nuestra actuación prevalezcan sobre toda otra clase de presiones.

Pero a los que desde fuera creen que aquí se hace poco y que hay partidos que reniegan de sus compromisos o de su ideario, yo me permitiría advertirles una cosa para que se vea cómo este Parlamento está respondiendo a su obligación, especialmente vosotros, los hombres de izquierda, a vuestra obligación de izquierdistas. Cuando vinisteis a esta Cámara había una Constitución en la que sólo figuraba una mera tolerancia de cultos. Pues reunidos aquí se ha acordado: libertad completa de cultos, libertad absoluta de conciencia, separación de la Iglesia y del Estado, sumisión de las Ordenes religiosas, no ya a la ley común, sino a una ley especial más rígida, más rigurosa y más severa que la que existe para ninguna otra Asociación, y como estrambote, todavía se va a entregar el presupuesto del Clero reduciéndolo en el tiempo, y quizá en la cantidad, de un modo considerable.

¿Es esto poco? ¿No era éste vuestro compromiso? Cuando fuimos todos elegidos, ¿se podía esperar en tan breve lapso de tiempo tanta labor de izquierda, ni siquiera la que llevamos realizada? Pues todo esto hecho está, y, además, sin protesta de nadie, o con protestas levísimas. De modo que el avance en la política religiosa es notorio y vosotros podéis tener el orgullo de que no habéis desertado de vuestro deber. Además de eso, este criterio de hostilidad, de persecución que tiene por fondo unas creencias en una Constitución donde el respeto a las creencias se ha puesto por encima de todo, me parece cosa extremada.

Bien me doy cuenta de que quizá no sea ya ocasión de pensarlo; si lo fuera, merecería que lo pensaseis. Porque una política de este tipo tiene, entre otros muchos, dos inconvenientes muy grandes: primero, que los religiosos que salgan de España sean acogidos con cordialidad y quizá con entusiasmo, en otros países que nos desmerecen del nuestro ni en cultura ni en sentido liberal; por ejemplo, en Bélgica, en Francia o en los Estados Unidos, y entonces nos será difícil dar una explicación suficiente del fenómeno, porque si expulsamos a estos religiosos por torpes, ¿cómo los acogen pueblos de gran cultura? Y si los expulsamos porque se han adentrado en nuestro dominio y han esclavizado nuestra libertad, ¿qué idea formarán de nuestra virilidad?

Yo declaro que en mi casa no gobierna ningún fraile, y me parece muy difícil que gobierne jamás. Si salen los frailes de aquí para ser acogidos en otros pueblos, traerá para el nuestro, no quiero decir críticas ni censuras, pero sí comentarios en los cuales brillará una justificada incomprensión de nosotros.

Y después saltará la otra dificultad, que no es esa resistencia a mano armada -perdone que se lo diga, mi respetable amigo el Sr. Pildain- con poca oportunidad, indiscutiblemente, invocada... Córtese la oración y permitidme un inciso: nunca están bien las invocaciones a la violencia, ni a la insurrección, ni a la mano armada, ni a la guerra civil. Suenan mal en labios de los catedráticos de Lógica; suenan peor en labios sacerdotales (El Sr. Pildain: No lo he invocado.) No hay tal guerra civil; no hay tal resistencia a mano armada ¡Qué más querríais! (Señalando al Gobierno.) Ese era un negocio para el Gobierno de la República; que lo aprendan allá, un negocio: primero, porque multiplicaría las adhesiones a vuestro favor, y después, porque tendríais un triunfo bélico, en contadísimas horas.

No es eso; ni guerra civil, ni resistencia a mano armada; es otra cosa más terrible: es la disensión en la vida social, es el rompimiento en la intimidad de los hogares; es la protesta manifiesta o callada; es el enojo, es el desvío; es tener media, por lo menos media, sociedad española vuelta de espaldas a la República; y eso sí que es guerra y de ella tenemos ya sobradas pruebas cuando elementos productores, cuando elementos financieros, cuando elementos profesionales, cuando elementos de letras y de arte dicen, no que combaten a la República ni que aspiran a una restauración desatinada, sino que dicen, sencillamente: la República no me interesa; la República está herida de muerte.

No vayáis por ahí. Aquí estamos algunos hombres que, por no militar en vuestras filas, no pedimos nada, ni esperamos nada, ni queremos nada, empeñados en la empresa de traer a vuestro lado masas de españoles de tipo derechista y conservador, que hoy no están con vosotros y que deben estar, que tienen la obligación de estar, que estarán, como todos estos que no tienen lugar fuera de aquí, sino aquí, combatiendo, como dijo el señor Gil Robles, en el orden de la legalidad, discutiendo, peleando, enfadándose de vez en cuando, pero aquí en el trabajo, al lado de la República. Este es el deber de todos los españoles, y hay que traerlos a vuestro lado, y sostener la República con sus amigos y con sus adversarios, con los que creen en ella y con los indiferentes; todos, todos tenemos que estar con la República, porque sino a todos nos iría muy mal. Pero no cerréis las puertas, no impidáis el acceso, porque cuando esos hombres de buena fe claman por la ayuda, les suelen contestar: pero ¡si no nos quieren, si no nos reciben, si nos desprecian, si nos desdeñan!

No deis pie ni ocasión para ese argumento, hipócrita unas veces, sincero y efectivo otras. Velad por la República, que es de todos y para todos, y, si tenéis todavía ocasión y tiempo, pensad si los términos del dictamen que vamos a aprobar podrían recibir algún trato de contemplación que evitará escenas de hostilidad, de desagrado, de simple enfriamiento, que a la República la harán mal y a España la perjudicarán enormemente. No tengo más que decir. (Aplausos en las minorías vasconavarra y agraria.)

El Sr. Presidente: En pro del dictamen había pedido la palabra el Sr. Ortega y Gasset. La tiene S. S.

El Sr. Ortega y Gasset (D. Eduardo): Señor Presidente, yo me hago cargo de la hora. Cierto que esto supone, como he dicho antes, una coacción de la que yo no soy responsable; pero como por encima de todo en la política hay que hacerse cargo de las circunstancias, yo rogaría al Sr. Presidente, para cohonestar mi derecho a mi deber de expresar mis juicios y opiniones con el estado de la Cámara y la hora, que se me reservase la palabra para el próximo artículo, en el cual podría acaso hacer las mismas manifestaciones que ahora omito.

Sin perjuicio de ello, sí quisiera hacer una observación en explicación de mi voto, y es la siguiente: que aunque yo aspiraba a obtener la resolución radical que esperaba el pueblo español en el asunto religioso de la disolución de todas las órdenes monásticas, no por eso me he de privar de votar aquella parte, pequeña o grande, que se va a conceder en el dictamen de la Comisión, el cual votaré.

El Sr. Presidente: Queda reservada la palabra al Sr. Ortega y Gasset para el artículo próximo.
El Sr. Presidente del Gobierno: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Presidente del Gobierno (Alcalá-Zamora): Mi intervención, breve por la hora, sencilla por mi posición, tranquila por mi temperamento, obligada por mi deber, sin duda le causará alguna extrañeza a la Cámara. Cuando llega un Parlamento -por motivos que no censuro, y todas cuyas explicaciones admito- a un grado de pasión como el que aquí se ha alcanzado, en el fondo y en la forma, un hombre de mi ideario y de mi expresión no tiene ambiente, no significa nada, no representa nada. Yo me someto al juicio de inadaptación sin protesta y acepto el fallo sin medir su alcance.
Menos extrañeza les causará mi intervención a estos amigos que vienen siendo mis compañeros de Gobierno, porque con aquella lealtad absoluta que yo debo a su adhesión, he procurado, ahora como siempre, que jamás iniciativa alguna mía para ellos pueda constituir una sorpresa.
En la explicación de mi voto indico dos motivos que en él no pesan, y alego concisamente dos que lo determinan. Quien habla tanto como yo, abusando de vuestra atención tiene el deber de ser conciso en el día de hoy.
Para nada pesa en mi actitud aquella injusticia patente, por mí aguardada -no creí que fuera tan próxima-, con que, con torpeza indudable y pertinencia más que dudosa, arremetieron contra mí en la tarde de hoy, señaladamente el Sr. Pildain y el Sr. Lammié de Clairac. Estad tranquilos; vuestra gratitud, ni la aguardaba ni la quería. La clientela de vuestras masas no es cantera que yo aborde; no ésa ni otra. A la captación jamás voy; al cumplimiento del deber siempre acudo. Pero esa actitud absolutamente injusta, en mí no influye, por una consideración, entre otras muchas: porque debemos tener serenidad para no pedir que nos hagan justicia aquellos que tampoco la obtienen. Por eso, con todas vuestras iniquidades al tratarme así, yo soy con vosotros tolerante y comprensivo.

La segunda de las aclaraciones que tengo que hacer, como motivo que no pesa para nada en mi actitud, es que quizá entre todos cuantos voten el dictamen tal como queda redactado, entre todos los que lo escribieron o lo inspiraron, no habrá nadie que me gane a mí en ausencia de ligaduras secretas, misteriosas, adeptas inconfesable con la entidad más interesada directamente en el problema que hoy se examina. Ni afectos, ni vínculos, ni lazos de enseñanza, ni relación de interés, ni estímulo extraordinario de simpatía; mi voto es puramente objetivo, sereno, imparcial.
Pero en mi voto pesan dos consideraciones: es una, mi concepto del liberalismo en relación con el interés de la República; es otro un concepto neutro, técnico, profesional si queréis, sobre la dignidad de la Ley y el amparo del Derecho. Yo ya sé que nada más fácil a cualquiera superioridad fría y desdeñosa que permitirse la burla más cruel, la flagelación más sañuda contra el candor del liberalismo; yo, a sabiendas de esa facilidad, a la flagelación me someto, advirtiendo tan sólo que quizá sea ir demasiado deprisa renegar, en nombre de la conveniencia de la República, del liberalismo. Ya no hace falta para implantarla, porque está implantada; todavía es necesario para consolidarla y es indispensable para su paz. Por eso, en nombre de una convicción liberal que no reniega ni teme, mi parecer es contrario al dictamen tal como queda redactado. En nombre de ese criterio liberal exponía yo la ineficacia ante el Estado, ante la ley civil y política, de los votos que suponen renuncia de libertad y merma de ciudadanía. Pero singular criterio, al menos para mí, aquel que, protestando airado en nombre de la libertad contra limitaciones de ella, que tienen un arranque en la voluntad misma, siquiera pueda estar cohibida en el momento y arrepentida más tarde, venga a remediar la injusticia y la disminución de capacidad con una limitación impuesta en el ejercicio de los demás.

La segunda razón de técnica profesional jurídica es ésta: ya sé yo, he vivido lo bastante en el mundo, tengo la experiencia suficiente para no necesitar que nadie me lo advierta, y muchos me lo han advertido desde la pasada tarde, que media una enorme distancia, de intensidad y de tiempo, aunque se fijen plazos, entre la letra del precepto, de implantación difícil, y su efectividad completa; distancia enorme de tiempo, de modo y de eficacia. Pero a mí, no puedo remediarlo, aun dentro del precepto estricto del derecho, la ficción jurídica misma me repugna; para mí, ¡triste horizonte de remedio el de un precepto que necesita la esperanza de su incumplimiento y de los artificios que le eludan! ¡Triste condición la de un derecho que va a tener como garantía la ineficacia, el desuso, la tolerancia, la evasiva y la venda en los ojos! Por las dos razones, por la de criterio liberal y por la de respeto a la dignidad de la ley, seguridad y amparo del Derecho, yo, que hasta las cinco de la tarde hubiera votado el texto que al abrirse la sesión leyó el Sr. Ruiz Funes, después de las transformaciones sucesivas que en la máquina parlamentaria ha ido tomando, y que muchos reputan perfecciones, no puedo votar ese artículo, y voto resueltamente en contra.
¿Trascendencia de este voto? Ninguna, porque el voto es mío. Influjo en los demás, siendo mío, no puede tenerle. Consecuencias de otro orden, fueren las que fueren, por ser mías son pequeñas, y además ni siquiera dependerían de mi voluntad: del juicio de la Cámara, que es soberana, y, a lo sumo, de la representación más autorizada de ello que evidente y estrechamente más me puede envolver a mí. (Aplausos.)

El Sr. Presidente: ¿La Cámara aprueba el artículo 24 de la Constitución con su actual redacción?
Solicitada votación nominal por suficiente número de Sres. Diputados, dijo

El Sr. Galarza: Si se ha de verificar votación nominal, pido la palabra.

El Sr. Presidente: La votación será nominal. El Sr. Galarza tiene la palabra.

El Sr. Galarza: Durante la dilatada discusión del problema que nos tiene congregados hasta la mañana de hoy, sentí muchas veces el deseo de intervenir en ella, siquiera fuese con brevedad; pero perfectamente representada siempre esta minoría, quise ahorraros la molestia de tenerme que escuchar, y no hubiera solicitado la palabra de no pedirse votación nominal para decidir sobre este artículo 24.

Creemos, creo yo, puesto que es mi voto solo el que voy a explicar, que está suficientemente clara la actitud de nuestra minoría; pero tengo yo una posible responsabilidad. Quizá recordéis todos, a pesar de la modestia de mi persona, que fui yo el que me levanté aquí una tarde a decir, en nombre de esta minoría, previa consulta que acababa de hacer a los que nos sentábamos en estos bancos, que nosotros no acudiríamos para tratar de este problema a ninguna reunión de jefes de minorías. Reconozco que ésta es una responsabilidad contraída, por mí en primer término, después por la minoría radicalsocialista. Pero precisamente por ello, yo, particularmente, no ya en nombre de la minoría, tengo que hacer una declaración: y es, que el habernos negado a asistir a cualquiera de esas reuniones, y quizá con ello el haberlas imposibilitado, no quiere decir, en ningún instante, que yo sea de aquellos que creen que los debates de la Cámara deban ser ineficaces; aquí discutimos y debatimos con el ánimo de convencernos, y yo respecto a los que se hayan convencido, como ellos respetarán el que los argumentos de los demás no hayan llevado a nuestro ánimo el convencimiento. Porque, Sres. Diputados, cuando algunas veces deseaba yo pedir la palabra, era para llamar la atención de todos los republicanos y de los socialistas, diciéndoles que no estábamos, por lo menos yo creía que no debíamos estar, en un concurso, en un match de radicalismo, porque eso no sería digno de la Cámara Constituyente, sino que cada cual, con su conciencia y con su pensamiento y sus compromisos, votase lo que creyera que debía votar, sin que la votación pudiera dividirnos a los republicanos, frente a los monárquicos embozados. (Rumores y protestas en la minoría vasconavarra.) No lo han declarado todos; lo han declarado algunos; pero de todos modos, cuando han salido de esas dos minorías (dirigiéndose a la vasconavarra y a la agraria) palabras que parecían demandar armonía, nosotros, no diré que teníamos los oídos sordos, pero sí la conciencia tranquila de no atenderlas, porque sabíamos que aun cuando os hubiéramos entregado, en aras de esa armonía, parte de nuestra ideología, aun cuando hubiéramos cometido esa insigne locura, vosotros habríais sido siempre enemigos de la República, y si no lo sois más declaradamente, es porque no tenéis fuerza para serlo; pero si la tuvierais, aun habiendo hecho nosotros una dejación de nuestros ideales en la Constitución, vosotros pretenderíais derribar la República. (Rumores en la minoría vasconavarra.) Y como tenemos este convencimiento, sabemos que por vosotros no debemos hacer un solo sacrificio, porque sería inútil y además sería peligroso. (Varios Sres. Diputados de la minoría vasconavarra: Ni lo pedimos.) Y en el momento en que llega esta votación, tengo que decir, después de hechas estas afirmaciones de respeto para el voto de los demás republicanos y para el voto de los socialistas, reconociendo yo también particularmente respecto a vosotros los socialistas, que no habéis hecho vuestra propaganda, a través de los tiempos y de la formación de vuestro partido, teniendo como base esencial el problema religioso y clerical, sino teniendo por base otros problemas que os dan perfecta libertad para hacer lo que habéis hecho, yo tengo que decir (no sé lo que harán los demás compañeros), que me abstengo de votar este dictamen. Lo hago así, porque sé que por abstenerme, tanto yo como algunos compañeros de minoría, el dictamen no peligra y nosotros seguimos manteniendo un principio. Si el dictamen peligrara, frente a vosotros (dirigiéndose a la minoría vasconavarra) haríamos el sacrificio de votarlo; como estimamos que no peligra, queremos mantener este principio, porque queremos ser los vigilantes constantes de que eso que vais a aprobar tendrá una eficacia en el Parlamento, y cuando llegue el momento de votar esa Ley, nosotros seguiremos manteniendo que, para salvar la República y para no olvidar la revolución que hemos hecho, es preciso que se disuelvan todas las Ordenes religiosas.

El Sr. Presidente: ¿Insisten SS.SS. en que la votación del artículo 24 sea nominal? (Afirmaciones.) Se procede a la votación nominal.

Verificada en esta forma, quedó aprobado el artículo 24 por 178 votos contra 59, según aparece en la siguiente lista...

(La aprobación del artículo es acogida con aplausos en varios lados de la Cámara y en las tribunas, oyéndose reiterados vivas a la República, a los que contestan los Diputados de la minoría vasconavarra con vivas a La Libertad. Prodúcese gran confusión. Un grupo numeroso de Diputados se dirige hacia los escaños de la minoría vasconavarra, y el señor Leizaola es objeto de una agresión personal: El Sr. Presidente reclama insistentemente orden, sin poder dominar durante largo rato el tumulto. Restablecido el orden, dijo)

El Sr. Presidente: Sres. Diputados, es preciso cuidar de que la sesión termine dignamente. Todas las minorías están bajo el amparo del Parlamento, y de ningún modo se puede permitir que en medio de las manifestaciones de entusiasmo y por violentas que sean las pasiones, se produzcan agresiones entre los Sres. Diputados de una y otra fracción. Deben todos mantenerse serenos, y si algún Sr. Diputado, en momentos de violencia, quizás disculpables por el cansancio, ha recibido algún agravio, que se dirija al Presidente, que yo he de procurar que ese agravio se borre, y si alguien hubiera incurrido en un acto que no podamos admitir, la sanción de la Cámara sabrá imponer el debido correctivo. (Aplausos.- El Sr. Leizaola pretende hacer uso de la palabra.) Sr. Leizaola, yo comprendo que S.S. No puede tener ahora la necesaria serenidad. Aplace su intervención.

El Sr. Leizaola: Tengo toda la serenidad necesaria para decir que no he abierto la boca y he recibido un puñetazo.

El Sr. Presidente: Sr. Leizaola, diríjase su señoría a mí. Yo le ruego que no pronuncia una palabra más, y que una vez levantada la sesión tenga la bondad de pasar por mi despacho.»

Eran las siete y treinta y cinco minutos de la mañana del día 14.
(Diario de Sesiones, de 13 de octubre de 1931.)


El Ministro de la Guerra, Azaña, afirma en la Cámara: «España ha dejado de ser católica. El problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español»

El Sr. Ministro de la Guerra (Azaña): Pido la palabra.
El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Ministro de la Guerra:
Señores, Diputados:
Se me permitirá que diga unas cuantas palabras acerca de esta cuestión que hoy nos apasiona, con el propósito, dentro de la brevedad de que o sea capaz, de buscar para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil.
De todas maneras, creo que yo no habría podido excusarme de tomar parte en esta discusión, aunque no hubiese sido más que para desvanecer un equívoco lamentable que se desenvuelve en torno de la enmienda formulada por el Sr. Ramos, y que algunos grupos políticos de las Cortes acogieran.
Esta enmienda, merced a la perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en su discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la Comisión su dictamen, la enmienda del Sr. Ramos ha perdido cierta congruencia con el texto que está sometido a deliberación.
No me referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a las reglas de la oportunidad,; pero, de todos modos, para llegar a esta indicación, a esta salvedad y a esta eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar los dos textos que se contraponen ante la deliberación de las Cortes: el de la Comisión y el voto particular, buscando más allá del texto legislativo y de su hechura jurídica la profundidad del problema político que dentro de ellos se encierra.
A mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes bien seguros de que dentro de él caben todas las realidades políticas españolas que pretendemos someter a su norma.

Realidades vitales de España
Realidades vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos; realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que el gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.
Con la realidad española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia, esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero la legislación, señores diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo también en presencia y con respeto de principios generales admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.

Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio, a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsión a los principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres. Diputados, sucedería que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies inestimables, lejos de servirnos para articular breve y claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se necesita una transformaicón radical del Estaod, en la misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la revolución española cuyas leyes estamos haciendo es de este último orden. La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. La República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica, que fingía una vida inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a las libertades republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y disgustos de no pocos, en la contextura de estas Cortes, en el mandato que creen traer y en los temas que a todos nos apasionan.

España ha dejado de ser católica
Cada una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.
Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a estose le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.
Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)

España, creadora de un catolicismo español
España, en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo, resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias católicas; bien distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo español, por las mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y una pintura y un teatro y una moral españoles, en los cuales también se palpa la impregnación de la fe religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí está todavía casualmente la Compañía de Jesús creación española, obra de un gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo español ha influído en la orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma. Pero ahora, Sres. Diputados, la situación es exactamente la inversa. Durante muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia a la fe cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya y, en España, a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español. Que haya en España millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.)
Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disedentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía, el Estado español, podía algún Estado del mundo estar en su organización y en el pensamiento desunido, divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de la civilización, de la situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres. Diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos días mi excelente amigo el Sr. Zulueta en su interesante discurso, si admitimos -digo- que lo característico del Estado es la cultura. Los cristianos se apoderaron del Estado imperial romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento espiritual que el de la fe cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que los millones de paganos, que tardaron siglos en convertirse, abrazaran la nueva fe. Cristiano era el Imperio romano, y el modesto labrador hispanorromano de mi tierra todavía sacrificaba a los dioses latinos en los mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas de las Vírgenes y de los Cristos. Esto quiere decir que los sedimentos se sobreponen por el aluvión de la Historia, y que un sedimento tarda en desaparecer y soterrarse cuando ya en las alturas se ha evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.

La transformación del Estado español
Estas son, Sres. Diputados, las razones que tenemos, por lo menos, modestamente, las que tengo yo, para exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia histórica de transformar el Estado español, de acuerdo con esta modalidad mueva del espíritu nacional.
Y esto lo haremos con franqueza, con lealtad, sin declaración de guerra; antes al contrario, como una oferta, como una proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré muy bien es de considerar si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que me interesa es el Estado soberano y legislador. También me guardaré de dar consejos a nadie sobre su conducta futura, y , sobre todo, personalmente, me guardaré del ridículo de decir que esta actitud nuestra está más conforme con el verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto de argumentos políticos, y la deformación más monstruosa de la figura de Jesús es presentarlo como un propagandista demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién sabe si como un precursor de la ley Agraria. No. La experiencia cristiana, Sres. Diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la conozca que deje el Evangelio en su alacena que no lo lea; pero Renán lo ha dicho: «Los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él.»

Y yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso?
Esta posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos?
No lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en discusión.

La enmienda del Sr. Ramos
Nosotros dijimos: separación de Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa; la inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien, ¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a ignorar l que pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros vamos a desconocer que en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus jerarcas y con la potestad suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el Estado la situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de la Iglesia protestante? A remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta enmienda era justamente, como acaba de indicar el Sr. Presidente de la Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto, perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta materia de la Corporación d Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien aguda, del Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.

Objeciones al discurso de D. Fernando de los Ríos
¿Qué nos queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en esta parte del discurso del Sr. De los Ríos notaba yo una vaguedad, una indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría quiera el Concordato; no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una solución que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de roma; eso para mí es fundamental.

Presupuestos y bienes
Otros aspectos de la cuestión son menos importantes. El persupuesto del clero se suprime, evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que no me interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por 100 del presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor sustancial; no vale la pena de insistir.
La cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidarlo.
Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que la iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)
Este es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase media española en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la misma clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que acabo de describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política de nuestro país en el siglo pasado.

El problema de las Ordenes religiosas
En realidad, la cuestión apasionante, por el dramatismo interior que encierra, es la de las Ordenes religiosas; dramatismo natural porque se habla de la Iglesia, se habla del presupuesto del clero, se habla de roma; son entidades muy lejanas que no tomas para nosotros forma ni visibilidad humana; pero los frailes, las Ordenes religiosas, sí.
En este asunto. Sres. Diputados, hay un drama muy grande, apasionante, insoluble. Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene solución. ¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a seguir (claro que no, es un supuesto absurdo), vamos a seguir el sistema antiguo, que consistía en suprimir uno de los términos del problema, el de la seguridad e independencia del Estado, y dejar la calle abierta a la muchedumbre de Ordenes religiosas para que invada la sociedad española? No. Pero yo pregunto: reacción explicable y natural, el otro término del problema y borrar todas las obligaciones que tenemos con esta libertad de conciencia? Respondo resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo que hay que hacer -y es una cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben estimular-; lo que hay que hacer es tomar un término superior a los dos principios en contienda, que para nosotros, laicos, servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado republicano, no puede ser más que el principio de la salud del Estado. (Muy bien.)
La salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa hipotética, un supuesto, como el de la salud personal; la salud del Estado, como la de las personas, consiste en disponer de la robustez suficiente para poder conllevar los achaques, las miserias inherentes a nuestra naturaleza. En tal Estado existen corrupciones, desmanes, desvíos de la buena administración y de la buena justicia: torpezas de gobierno que, por ser el Estado poderoso, denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a otro Estado más nuevo, más débil, menos arraigado, acabarían con él instantáneamente. Por consiguiente, se trata de adaptar el régimen de salud del Estado a lo que es el Estado español actualmente.
Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el siguiente: tratar dsigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de la República, Esto no tiene un rigor matemático ni puede tenerlo; pero todas las cuestiones de gobierno afortunadamente, no están encajadas en este rigor, sino que depende de la presteza del entendimiento y de la ligereza de la mano para administrar la realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar desigualmente a los desiguales, porque no teniendo nosotros un principio eterno de justicia irrevocable que oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que detenernos en la campaña de reforma de la organización religiosa española allí donde nuestra intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, señores Diputados, que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está anestesiado y que en los debates propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy bien, muy bien.)
Y como no tenemos frente a las ordenes religiosas ese principio eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados, sin rectificar nunca nuestra línea de conducta, y como todo queda encomendado a la prudencia, a la habilidad del gobernante, yo digo: las Ordenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República ¿El rigor de la ley debe ser proporcionado a la temerosidad (digámoslo así, yo no sé siquiera si éste es un vocablo castellano) de cada una de estas Ordenes, una por una? No; no es menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen; aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de aquellas Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado.» Estos son los jesuítas. (Risas.)

Disolución de las Ordenes
Pero yo añado a esto una observación, que, lo confieso, no se me ha ocurrido a mí; me la acaba de sugerir un eminente compañero. Aquí se dice: «Las Ordenes religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las siguientes bases.» Es decir, que la disolución definitiva, irrevocable, contenida en este primer párrafo, queda pendiente de lo que haga una ley especial mañana; y a mí esto no me parece bien; creo que esta disolución debe quedar decretada en la Constitución (Muy bien.), no sólo porque es leal, franco y noble decirlo, puesto que pensamos hacerlo, sino porque, si no lo hacemos, es posible que no lo podamos hacer mañana; porque si nosotros dejamos en la Constitución el encargo al legislador de mañana, que incluso podréis ser vosotros mismos, de hacer una ley con arreglo a estas normas, fijaos bien lo que significa dejar pendiente esta espada sobre una institución tan poderosa, que trabajará todo lo posible para que estas Cortes no puedan legislar más. Por consiguiente, yo estimo que en la redacción actual del dictamen debiera introducirse una modificación, según la cual este primer párrafo no fuese suspensivo, pensando en una ley futura, sino desde ahora terminante y ejecutivo.
Respecto a las otras Ordenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una amplitud que pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución de las que en su actividad constituyan un peligro para la seguridad del Estado.» ¿Y quiénes son éstas? Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De manera que este párrafo deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la destrucción de todas las Ordenes religiosas que ellas estimen peligrosas para el Estado.
Ahora bien; en razón de ese principio de prudencia gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo: ¿es que para mí son lo mismo las monjas que están en Cebreros, o las bernardas de Talavera, o las clarisas de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces para los amigos, que los jesuítas? ¿Es que yo voy a caer en el ridículo de enviar los agentes de la República a que clausuren los conventos de estas pobres mujeres, para que en torno de ellas se forme una leyenda de falso martirio, y que la República gaste su prestigio en una empresa repugnante, que estaría mejor empleado en una operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a nadie.
Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos.

Dos salvedades
Tengo que hacer aquí dos salvedades muy importantes: una suspensiva y otra irrevocable y terminante. Sé que voy a disgustar a los liberales. La primera se refiere a la acción benéfica de las Ordenes religiosas. El señor Ministro de Justicia -y él me perdonará si tantas veces insisto en aludirle; pero la importancia de su discurso es tal, que no hay más remedio que referirse a él-, el señor Ministro de Justicia trazó aquí en el aire una figura aérea de la hermana de la Caridad, a la que él prestó, indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo no quiero hacer aquí el antropófogo y, por lo tanto, me abstengo de refutar a fondo esta opinión del Sr. De los ríos; pero apele S.S. a los que tienen experiencia de estas cosas, a los médicos que dirigen hospitales, a las gentes que visitan las Casas de Beneficencia, y aun a los propios pobres enfermos y asilados en estos hospitales y establecimientos, y sabrá que debajo de la aspiración caritativa, que doctrinalmente es irreprochable y admirable, hay, sobre todo, un vehículo de proselitismo que nosotros no podemos tolerar. (Muy bien.) Pues qué, ¿no sabemos todos que al pobre enfermo hospitalizado se le hace objeto de trato preferente según cumple o no los preceptos de la religión católica? ¿Y esto quién lo hace, sino esta figura ideal, propia para una tarjeta postal, pero que en la realidad se da pocas veces?
La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los liberales, es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Ordenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defensa de la República. La agitción más o menos clandestina de la Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción continua de las Ordenes religiosas sobre las conciencias juveniles es cabalmente el secreto de la situación política por que España transcurre y que está en nuestra obligación de republicanos, y no de republicanos, de españoles, impedir a todo trance. (Muy bien.) A mí queno me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública. ¿Permitiríais vosotros, los que, a nombre de liberales, os oponéis a esta doctrina, permitiríais vosotros que un catedrático en la Universidad explicase la Astronomía de Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias esferas a las cuales están atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se propagase en la cátedra de la Universidad española la Medicina del siglo XVI? No lo permitiríais; a pesar del derecho de enseñanza del catedrático y de su libertad de conciencia, no se permitiría. Pues yo digo que en el orden de las ciencias morales y políticas, la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas no puede hablar, y yo, que he comprobado en tantos y tantos compañeros de mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la tragedia de que se le derrumbaban los principios básicos de su cultura intelectual y moral, os he dedecir que ése es un drama que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás. (Grandes aplausos.)
Si resulta, señores Diputados, que de esta redacción del dictamen las Cortes pueden acordar la disolución de todas las Ordenes religiosas que estime perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la responsabilidad de las propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor extensión de esto que llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces, no el Gobierno ni éste ni otro. Y yo estimo que si unas institucines, si queda alguna, si las Cortes acuerdan que queda alguna aquienes se les prohibe adquirir y conservar bienes inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes se les prohibe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta que puedan ser sustituídas por otros organismos del Estado, y a quienes se los obliga a dar anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía peligrosos para la República, será preciso reconocer que ni la República no nosotros valemos gran cosa. (Risas:)

Planteamiento del problema político
Y ahora, señores Diputados, llegamos a la última parte de la cuestión. Ya he expuesto la posición histórica y política tal como yo la veo; he penetrado en el problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el sufragio y el rigor del sistema de mayorías. Pero con una condición: que al día siguiente de aprobarse la Constitución, con los votos de este partido hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. (Muy bien.- Aplausos.) Ese partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la responsabilidad y la gloria de aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de votar en las Cortes.
Por desgracia, no existe este partido hipotético con que yo sueño, ni ningún otro que esté en condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa de las mayorías. Por tanto, señores Diputados, debiendo ser la Constitución, no obra de mi capricho personal, ni del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco de una transacción en que se abandonen los principios de cada cual, sino de un texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos que sostienen la República..., yo sostengo, señores Diputados, que el peso de cada cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en el Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda claridad: aquí está el voto particular que sostienen nuestros amigos los socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va a a sumir mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto (Muy bien, muy bien. Aplausos.) Porque, señores Diputados, no es mi partido el que haya de negar ni ahora ni nunca al partido socialista las condiciones que crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así (yo no entiendo de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis), veamos la manera de que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la han traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)
Este es mi punto de vista, señores Diputados: mejor dicho, este es el punto de vista de Acción Republicana, que no tiene por qué disimular ni su laicismo ni su radicalismo constructor ni el concepto moderno que tiene de la vida española, en la cual de nada reniega, pero que está resuelta a contribuir a su renovación desde la raíz hasta la fronda, y que además supone para todos los republicanos de izquierda una base de inteligencia y colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba pronto, sino para mañana, para el mañana de la República, que todos queremos que sea tranquilo, fecundo y florioso para los que la administren y defiendan. (Grandes y prolongados aplausos.)
(El Sol, 14 de octubre de 1931.)



Ley de Defensa de la República
La ley que ayer aprobó la Cámara para reforzar la de Orden público es la siguiente:

«Artículo 1.: Son acto de agresión a la República y quedan sometidos a la presente ley:
1.: La incitación a resistir o a desobedecer las leyes o las disposiciones legítimas de la autoridad.
2.: La incitación a la indisciplina o al antagonismo entre Institutos armados o entre éstos y los organismos civiles.
3.: Difundir noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden público.
4.: La comisión de actos de violencia contra personas, cosas o propiedades por motivos religiosos, políticos o sociales o la incitación a cometerlos.
5.: Toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado.
6.: La apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras.
7.: La tenencia ilícita de armas de fuego o sustancias explosivas prohibidas.
8.: La suspensión o cesación de industrias o labores de cualquier clase sin justificación bastante.
9.: Las huelgas no anunciadas con ocho días de anticipación, si no tienen otro plazo marcado en la ley especial; las declaradas por motivos que no se relacionen con las condiciones de trabajo y las que no se sometan a un procedimiento de arbitraje o conciliación.
10. La alteración injustificada del precio de las cosas.
11. La falta de celo, la negligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios.

Art. 2.: Podrán ser confinados o extrañados por un período no superior al de la vigencia de esta ley o multados hasta la cuantía máxima de 10.000 pesetas, ocupándose o suspendiéndose, según los casos, los medios que hayan utilizado para su realización los autores materiales o los inductores de hechos comprendidos en los números 1 al 10 del artículo anterior. Los autores de hechos comprendidos en el número 11 serán suspendidos o separados de su cargo o postergados en sus respectivos escalafones.

Art. 3.: El Ministro de la Gobernación queda facultado:
1.: Para suspender las reuniones o manifestaciones públicas de carácter político, religioso o social cuando por las circunstancias de su convocatoria sea presumible que su celebración pueda perturbar la paz pública.
2.: Para clausurar los centros o Asociaciones que se consideren incitan a la realización de actos comprendidos en el artículo 1.: de esta ley.
3.: Para intervenir la contabilidad e investigar el origen y distribución de los fondos de cualquier entidad de las definidas en la ley de Asociaciones.
4.: Para decretar la incautación de toda clase de armas o sustancias explosivas, aun de las tenidas lícitamente.

Art. 4.: Queda encomendada al Ministro de la Gobernación la aplicación de la presente ley.
Para aplicarla el Gobierno podrá nombrar delegados especiales, cuya jurisdicción alcance a dos o más provincias.
Si al disolver las Cortes constituyentes no hubieran acordado ratificar esta ley, se entenderá que queda derogada.»
(El Sol, de 21 de octubre de 1931.)

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