domingo, 14 de febrero de 2016

Contra la intolerancia

La polarización y la intransigencia política se filtran a toda la sociedad
EL PAÍS
14 FEB 2016 - 00:00        CET
El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, y el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, durante su encuentro del viernes en el Congreso de los Diputados.
El presidente del Gobierno en funciones, Mariano Rajoy, y el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, durante su encuentro del viernes en el Congreso de los Diputados. ZIPI (EFE)
Un viento de intolerancia aqueja a la vida pública española. Deteriora la calidad de los valores compartidos, la cohesión social y la capacidad de este país de contribuir a la mejora del entorno europeo y global.
La descalificación de lo ajeno, el desprecio del rival y la culpabilización del otro no son exclusivos de una clase política aficionada a centrifugar las reponsabilidades que son compartidas. Pero hallan en ese ámbito —que debería distinguirse por su ejemplaridad— un caldo de cultivo de efectos contaminantes. Prima el veto sobre la sinergia; la fijación de líneas rojas en lugar del deslinde de terrenos de encuentro; la proclamación de incompatibilidades en lugar de la búsqueda de la transversalidad, imprescindible en ausencia de mayorías evidentes.
La intolerancia procede en parte de una legislatura en que se abusó de la mayoría absoluta, del decreto-ley y de la imposición. Pero esas inclinaciones tienen más padres y, en todo caso, han acabado afectando, en distinto grado, a todos los dirigentes. Y en cascada, a todos los rincones del espacio público.
En el ámbito territorial se cotiza como nunca el desapego, la autosuficiencia y el supremacismo. Lo que en algún caso se traduce en soberanismos y antisoberanismos anticuados que conectan con lo menos noble de otras intransigentes experiencias europeas, a veces de sesgo autocrático. En el judicial se agudiza una cierta asimetría entre el tratamiento hacia los poderosos —sean exministros, banqueros o famosos— y un cuasi automatismo sancionador sobre los más débiles.
Los medios de comunicación no liman esas aristas. Tienden a amplificarlas. Los ruidosos enfrentamientos y los ásperos dicterios son marca degradante de algunas tertulias en las que el espectáculo y la polarización son los criterios casi únicos. Al incentivar la sobreactuación, el debilitamiento de la calidad acaba debilitando a los medios que defienden antes el derecho de sus lectores que las posiciones propias.
Fenómenos similares de irresponsabilidad y radicalización recorren el mundo económico, académico, cultural y religioso. ¿Hemos recaído acaso en el paradigma arrinconado de las dos Españas incompatibles y enzarzadas la una contra la otra?
Hay otras explicaciones menos deudoras del atavismo. La crisis económica —y su desigual gestión— ha desencajado a las clases medias, colchón absorbente de las tensiones en las sociedades modernas. Y se han agotado algunos de los pilares de la cultura política asentada desde la Transición, abriendo paso a nuevos vacíos, nuevas capas sociales y nuevas pugnas por la hegemonía política y cultural.

Pero en este escenario desconcertante y confuso también destacan algunas de las mejores fibras de la ciudadanía española: profesionales —también de la política— cumplidores y animosos; empresarios y trabajadores que se internacionalizan; vecinos de barrios de súbita inmigración que rechazan la barbarie de la xenofobia; gente de la cultura capaz de lanzar propuestas más incluyentes; marginados y desposeídos que logran mantener la civilidad y la esperanza. Eso es también España, lo mejor de ella. Hay que escucharlo todo, y sobre ello apalancar el futuro

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