sábado, 18 de marzo de 2017

Manual de instrucciones para después de un golpe de Estado

Una jornada memorable
La manifestación en repulsa del 23F reunió tras una misma pancarta a Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, junto con la plana mayor del partido comunista, algo nunca visto. Juntos en apoyo de la Constitución, de la democracia
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO 18 NOV 2015 - 18:49 CET
Cabeza de la manifestación que, bajo el lema "Por la libertad, la democracia y la Constitución", recorrió las calles de Madrid el 27 de febrero de 1981 en contra del intento de golpe de Estado del 23-F / EL PAÍS
En el metro, camino de Embajadores, volví a vivir una tensión que había olvidado. De reojo, miraba con recelo a los demás pasajeros, intentado adivinar quiénes iban y quiénes no a la manifestación, o sea, quiénes estaban contra el golpe y a quienes les traía sin cuidado. Había sentido muchas veces, bajo la dictadura, esa desconfianza hacia mis conciudadanos, esa necesidad de saber quiénes y cuántos eran los nuestros. Y, sin embargo, aunque habían pasado poco más de cinco años desde la muerte de Franco, había olvidado esta sensación. Ahora la revivía. En el metro o en la calle, merodeando por Atocha o por la Gran Vía, cuando había convocatorias de manifestaciones “masivas”, me había hecho muchas veces el distraído, mirando hacia otro lado, especialmente cuando pasaba junto a los furgones de policía. Tenía miedo, sentía unas ganas irresistibles de meterme en un bar, de buscar un baño. La calle parecía la de siempre, no había indicios de que fuera a ocurrir nada extraordinario, pero quién sabía, a lo mejor íbamos a inundar el centro de la ciudad, millones de bocas iban a gritar “libertad, amnistía, Estatut d'Autonomia”, o cualquiera otra de las consignas del momento. Y el régimen, incapaz de resistir la presión popular, se derrumbaría aquella misma noche. Luego resultaba que no, que no éramos millones, sino unos centenares, quién sabe si algunos miles, sobre todo estudiantes, grupos pequeños, huyendo de la policía, recibiendo porrazos o siendo detenidos. Solo cuando nos agrupábamos en una esquina libre de grises, gritábamos con nerviosismo aquellas consignas, para huir otra vez de inmediato. Aunque aquellos segundos de libertad habían valido la pena. Por la noche los recordaríamos, engrandecidos.
Era un déjà vu desagradable, sin atractivo nostálgico. Se me había borrado de la mente, sí, demasiado pronto, había dado por supuesto que no volvería a sentirlo. Pero solo cuatro días antes, el 23 de febrero, el miedo nos había vuelto a entrar en el cuerpo. No solo a mí, sino a otros muchos. Porque, en aquel vagón de metro, todos, casi todos, estábamos viviendo la misma sensación. Y es que esta vez, de verdad, éramos muchos. Lo comprobamos al intentar salir a la calle. Una marea humana hacía casi imposible subir aquellas escaleras. Esta vez, sí, íbamos a ser millones. Qué alivio.
Yo iba con unos amigos argentinos, altos, un poco encorvados, inteligentes, depresivos. Vestidos con la mayor informalidad, como todos nosotros, portaban sin embargo una elegancia innata. Ellos ya habían vivido aquello y estaban más pesimistas que nadie. Qué angustia, tener que planear irse de nuevo a otro país. Yo mismo, que tenía mi billete de tren a París para unos días después, donde estaba contratado para un semestre, me había jurado, aquella tarde del 23 de febrero, que si triunfaba el golpe intentaría quedarme allí, en las condiciones que fuera. Mi hijo no iba a crecer, como yo, bajo una dictadura.
Aquella tarde del 23, la de cuatro días antes, no la ha olvidado nadie. A mí me llamó un amigo, hacia las seis y media, diciéndome que pusiera la tele. Vi lo que estaba pasando, porque durante unos minutos fue un golpe televisado. Visité luego a un vecino de confianza, que me intentó tranquilizar. No será nada, no tienen apoyos. El tiempo demostró que tenía razón, pero en aquel momento lo atribuí a su innato optimismo. A las nueve, cuando la primera cadena debía emitir el telediario nocturno, salió un locutor muy almibarado que anunció, como si no pasara nada, el comienzo de un programa de folklore latinoamericano. Se me cayó el mundo a los pies. Se la tengo jurada a ese locutor desde entonces. Era evidente que los golpistas habían tomado la televisión. Sin embargo, al cabo de no mucho apareció, creo recordar, Iñaki Gabilondo, que anunció, con voz irritada, que la sede de TVE había estado ocupada por una columna militar, pero que ya se habían ido. Dijo también que emitirían un discurso del Rey sobre la situación. Pero el discurso se hizo esperar hasta la una de la madrugada. Hasta entonces, la situación siguió siendo muy alarmante.


La periodista Rosa María Mateo lee ante el Congreso un manifiesto tras la marcha contra el intento de golpe del 23-F / BERNARDO PÉREZ
La tensión del 23F no era casual, ni inesperada. Los indicios se habían acumulado en las semanas anteriores. Y era lógico. El tránsito de una dictadura a una democracia nunca es fácil. En diciembre, Fuerza Nueva había celebrado un congreso y El Alcázar publicado tres artículos del colectivo Almendros, rematados por uno del general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil titulado Situación límite. En enero, los Reyes visitaron el País Vasco y la izquierda abertzale escenificó una escena muy desagradable en la Casa de Juntas de Guernica. A la vez, sin embargo, el nuevo Estado autonómico parecía seguir añadiendo ladrillos a sus paredes, con la aprobación del Estatuto gallego y de la policía vasca. Repentinamente, el 27 de enero, Suárez dimitía, con un agorero mensaje de despedida en el que expresaba su deseo de que la democracia no fuera, una vez más, un paréntesis en la historia de España. Dos días más tarde, ETA secuestraba a José María Ryan, ingeniero de la central nuclear de Lemóniz, que apareció asesinado poco después. La opinión vasca reaccionó bien y el día 9 se produjo una huelga general, con manifestaciones, en repulsa por aquel asesinato. Parecía que la violencia terrorista, la lacra más importante que había manchado la Transición, estaba siendo por fin repudiada por los vascos. Pero apenas cuatro días después se supo que José Ignacio Arregui, miembro de ETA militar, había muerto en Madrid tras una semana de detención. Los indicios de torturas se daban por descontados. El efecto Ryan se disolvía y la nueva huelga general y nuevas manifestaciones del 16 fueron ya en protesta por la muerte de Arregui. La policía le había echado un cable a ETA. Los días 18 y 19, las Cortes entraron a debatir la investidura de Calvo Sotelo. El 20 se celebró la primera votación y el candidato de UCD no consiguió la mayoría absoluta. Aquel mismo día, ETA secuestraba a tres cónsules de España. El 21, cuando Tejero entró en el Congreso, se estaba celebrando la segunda votación de investidura de Calvo Sotelo.

El golpe fracasó, como se sabe, y los cuatro días transcurridos habían estado cargados de especulaciones. Ahora, el 27, la práctica totalidad de las fuerzas políticas habían convocado esta manifestación en apoyo de la democracia. A la convocatoria se habían sumado muchas corporaciones públicas y asociaciones civiles y se habían publicado varios manifiestos de adhesión firmado por intelectuales y artistas. El alcalde Enrique Tierno había redactado un bando exhortando a acudir y a portarse de manera “impecable”. Pero Fuerza Nueva y otros grupos de extrema derecha habían programado una contramanifestación, casi a la misma hora, a favor de quienes “por vestir un glorioso uniforme” estaban en prisión “como si fueran unos traidores”.

Encabezaban la marcha, sosteniendo una gran pancarta en la que se leía “Por la libertad, la democracia y la Constitución”, los dirigentes de todos los partidos convocantes. Recuerdo (porque lo leí y se comentó, ya que fue imposible ver la cabeza de la marcha) a Felipe González, Manuel Fraga, Santiago Carrillo, Nicolás Sartorius, Simón Sánchez Montero, Rafael Calvo Ortega, Agustín Rodríguez Sahagún o Marcelino Camacho. Luego venía una segunda gran pancarta con los colores de la bandera nacional. Asistieron también Rafael Termes, en representación de la banca privada, y los directores de los principales diarios madrileños, por una vez unidos. Pero lo más extraordinario, lo que marcaba un hito en la historia del país, era que Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, de innegable procedencia franquista, desfilara detrás de una misma pancarta junto con la plana mayor del partido comunista. El nacionalcatolicismo y el obrerismo de estirpe bolchevique apoyaban, de repente, una misma cosa: la Constitución, la democracia.

Los cordones del servicio de orden, compuesto por unas 5.000 personas, aportadas por cada una de las organizaciones militantes, intentaban proteger y aislar a esta cabeza de la manifestación. El número de fotógrafos y reporteros era impresionante, y la gente les ovacionaba y aplaudía de vez en cuando. Felipe González, con un megáfono en la mano, intentaba hacerse oír, gritando: “¡Libertad, libertad!”. Santiago Carrillo, a su lado, le secundaba.

La prensa de aquella mañana decía que se esperaba la asistencia de unos centenares de miles de personas. La realidad les desbordó. Un millón y medio en Madrid. Si se le añaden los cientos de miles de Barcelona, Valencia, Sevilla o Zaragoza, y las decenas de miles de ciudades menores, fue, y sigue siéndolo hoy, el mayor conjunto de manifestantes jamás reunido en la historia de este país. Solamente dejaron de celebrarse manifestaciones, o tuvieron escasa concurrencia, en el País Vasco, por la inhibición de los partidos nacionalistas en la convocatoria. En Madrid, estaban totalmente ocupados, hasta el punto de no poder apenas dar un paso, la glorieta de Embajadores, la Ronda de Valencia, Atocha, el paseo del Prado, los alrededores de las Cortes. El escaléxtric de Atocha, que todavía estaba en pie, temblaba bajo el peso de aquella multitud de marcha renqueante. Llovía a ratos, pero era lo de menos. Viva la libertad, viva la democracia, viva el Rey. El pueblo unido jamás será vencido. Democracia, sí; dictadura, no. Libertad, libertad. Un viejito, con el puño izquierdo cerrado y en alto, llevaba una pancarta que decía: “Viva el Rey”.

La tensión, pese a todo, no desapareció por completo. En un intento de disolver la concentración, el Batallón Vasco Español anunció, por llamada telefónica, la colocación de un artefacto explosivo de gran potencia en el Jardín Botánico, donde, en efecto, estallaron un par de petardos caseros. Por el lado de la izquierda revolucionaria, algunos grupos que pedían “depuración” y “ningún apoyo al Rey”, fueron disueltos. Entre tanto, regresaban a sus hangares los carros de combate de la división Brunete. Venían de unas maniobras en Zaragoza, pero provocaron temores.

Frente al palacio de las Cortes, al que ni siquiera pudo llegar la cabeza de la manifestación, la locutora Rosa María Mateo leyó un comunicado en el que se decía que el pueblo español había tomado la decisión irrevocable de vivir en democracia “con la ejemplaridad que nos compete y transmitir a nuestros hijos la dignidad que nos congrega”; “la fuerza sin norma y sin ley es contraria a una sociedad civilizada” y la condición de “españoles” es inseparable de la de “seres libres”; el grito “¡viva España!” debe por tanto equivaler a los de “¡viva la Constitución! y ¡viva la democracia!”.

El 27 de febrero, en resumen, fue una jornada memorable. En estos tiempos, en que se desprecia o denigra con tanta facilidad a la Transición, en que se dice que fue una operación planeada, fácil, producto de un pacto poco menos que conspiratorio, conviene recordarlo. Y este país, tan necesitado de símbolos y referencias compartidas por todos, podría pensar en trasladar a esa fecha la fiesta nacional, en lugar del 12 de octubre o el 6 de diciembre. El 12 de octubre podría festejarse el viaje de Colón o la virgen del Pilar, o las dos cosas. Y la Constitución merece ser celebrada no el día en que se aprobó formalmente sino aquel en el que el pueblo español y sus representantes salieron a la calle, emocionados y atemorizados, pero sobre todo unidos, detrás de ella.
José Álvarez Junco es escritor e historiador.


Manual de instrucciones para después de un golpe de Estado
“Tuvimos la inmensa suerte de que el golpe del 23F se improvisó; les entró la prisa y cometieron todos los errores posibles”, recuerda ahora Alberto Oliart, el ministro de Defensa que llegó tras la intentona
LUIS GÓMEZ 20 NOV 2015 - 14:02 CET
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Narcís Serra y Felipe González, en la base de la División Acorazada Brunete. / MARISA FLÓREZ
Cuando Alberto Oliart aceptó ser ministro de Defensa, el sonido de los sables tenía el volumen muy alto. Cuando tomó posesión del cargo, un 26 de febrero de 1981, habían pasado tres días de un golpe de Estado y había podido escuchar los disparos en el hemiciclo. Lo que menos se imaginaba es que, además, sería un ministro nómada, sin despacho fijo.
Oliart trabajaba por la mañana en el palacio de Buenavista, sede del Cuartel General del Ejército, por la tarde en el antiguo Ministerio del Aire (al que llamaban el monasterio del Aire) y, finalmente, a última hora, despachaba en un chalé del CESID, el servicio de inteligencia, el lugar donde podía sentirse a salvo de escuchas. Su obligación era gobernar sobre un ejército de generales que habían hecho la guerra al lado de Franco y, callada u ostentosamente, simpatizaban con los golpistas. Generales que solo parecían dispuestos a recibir órdenes del Rey. Reformar ese ejército sin correr el riesgo de un nuevo zarpazo era un reto imposible de cumplir en el breve plazo.
Había sido ministro de Industria, y ministro de Sanidad, con los gobiernos de Adolfo Suárez. Con el paso de las décadas haría muchas otras cosas y hasta llegaría a ser presidente de RTVE en 2009, con 81 años. Pero entonces, con 53 años y reciente un golpe de Estado, desplegaba el currículo del buen gestor, la apariencia de un tecnócrata, aunque fuera un hombre apegado a la literatura, poeta en horas libres. También años después escribiría un libro de memorias (Contra el olvido), que mereció el premio Comillas por su calidad literaria (1997), en aquella obra relataba recuerdos de adolescencia y juventud, que compartió en un entorno de jóvenes cultos e inquietos, aprendices de intelectuales. Aquel libro no tocó su experiencia política.

Oliart: "Armada lo que no sabía, se lo inventaba".
A sus 86 años, Oliart escribe actualmente una segunda obra (“en estos momentos soy ministro de Industria”, dice), así que no le queda mucho trazado para llegar a un momento crucial de su biografía política, aquellos 20 meses al frente de Defensa, sobre los que tiene cosas que contar. Su memoria está reservada para su obra: “Tuvimos la inmensa suerte de que el golpe del 23F se improvisó; les entró la prisa y cometieron todos los errores posibles”. De aquel Elefante Blanco sobre el que tantos años después se ha fabulado, Oliart tiene su particular conclusión: “Fue una invención de Armada. Armada todo lo que no sabía, se lo inventaba”.


Leopoldo Calvo Sotelo en la Asamblea General de la OTAN en junio de 1982 / EFE
Oliart descansa en su casa de Galicia frente a una ría, y escribe lo que tiene pendiente de contar. Un día de estos empezará a escribir sobre aquellos días en que fue ministro de Defensa y tenía ante sí una exigente hoja de ruta: llevar a cabo el juicio a los golpistas y que este terminara con la condena de los principales responsables, iniciar algunas reformas administrativas y meter a España en la OTAN. Se trataba de dejar atrás un ejército de pequeños caudillos y dar el paso a militares profesionales. Y, por supuesto, tenía que controlar a los golpistas.
Pero sucedió que aquel Gobierno de Calvo Sotelo asumió que tenía los días contados, que no gobernaría mucho tiempo, que tendría que dar paso a quienes iban a venir, que no eran otros que esos jóvenes socialistas que lideraba Felipe González. “Tuve que hundirme con el barco”, dice Oliart. “Era una época en la que se inventaban golpes de Estado casi todos los días”. Y a ellos, a los socialistas, les correspondería acabar con las bravatas golpistas.
Oliart recibió el mandato de trasladar información sensible a Felipe González
La información sobre los golpistas era confusa y desmedida. Su primera decisión fue darle una vuelta al servicio de inteligencia y contar con información fiable, para lo cual nombró al frente del CESID al teniente coronel Alonso Manglano: el objetivo era investigar en los cuarteles. Luego, se rodeó de un reducido gabinete de confianza, con otro teniente coronel en sus filas, Jesús del Olmo, un experto jurídico. Ese gabinete diseñaría los decretos necesarios para ir jubilando a los generales.
Fue aquel un Gobierno que duró 20 meses. Oliart recibiría tiempo después un mandato muy especial: trasladar información sensible a Felipe González y al colaborador que él designase. Aquella fue una transición en medio de la Transición, un traspaso de poderes antes de unas elecciones, un suceso insólito, nunca después repetido.
Se celebró una primera reunión en el domicilio de Oliart (“un chalé que estaba en un barrio residencial, era una casa cómoda, ni rica ni modesta”, recuerda Narcís Serra, que por entonces era el alcalde socialista de Barcelona). Sin papeles, ni documentos, al menos es lo que confiesan los testigos de aquellas citas. Pasado el verano del 82, las reuniones se nutrieron con nuevos actores, Narcís Serra, Jesús del Olmo y Emilio Alonso Manglano. Para entonces, Serra ya había aceptado ser el futuro ministro de Defensa del primer Gobierno socialista después de la Guerra Civil.
Los socialistas tenían su Gobierno en la sombra, una estructura logística hecha a imagen y semejanza del partido laborista británico. Y, dentro de esa estructura, su propia información sobre el entorno militar. Pero Narcís Serra era un actor inesperado, no era el candidato en quien se había pensado; durante tiempo se especuló con Enrique Mújica, pero sus reuniones con el general Alfonso Armada le habían dejado en entredicho; se llegó a hablar de Luis Solana y de Miguel Boyer para el cargo. Finalmente, el elegido era Serra, un alcalde, nada menos que el alcalde de Barcelona.

Narcís Serra: “Aquellas conversaciones me sirvieron para saber cómo estaba el ejército"
La información que manejaban los socialistas procedía de ramificaciones que llegaban hasta militares de la clandestina UMD (Unión Militar Democrática). Esa información se trasladaba a Mújica (presidente de la Comisión de Defensa en el Congreso), o a Luis Solana (portavoz de Defensa); en algunas ocasiones a Julio Busquets, un comandante que había dejado el ejército para presentarse a las primeras elecciones democráticas por el PSOE.
Otro militar, Carlos San Juan, tenía la misión dentro del partido de ocuparse de los asuntos de Interior. “No era una organización muy colegiada. Yo tenía datos sobre militares y sobre policías. La militar se la trasladaba a Julio Busquets. A veces éste me preguntaba ¿Se lo has contado a Felipe? Yo debía entrevistarme con Juan José Rosón, que era el ministro del Interior. Con Rosón solo hablaba de cuestiones relacionadas con ETA y sus planes para terminar con ETA político militar y “acabar con aquella insana competencia”, como decía Rosón. Le gustaba muy poco tener que dar cuentas, era una situación excepcional porque sabía que ganaríamos las elecciones”. Había tres tipos de conversaciones secretas, según San Juan, una en el área de Interior, otra en Defensa y una tercera en Economía, “que no sabía si llevaba Boyer o Solchaga”. San Juan terminó su cometido y presentó centenares de fichas sobre policías y comisarios, departamento por departamento. “Era información que la policía daba de sí misma, sobre todo cómo pensaban comisarios y subcomisarios y también algunos militares”. San Juan le entregó sus fichas a Barrionuevo, el elegido finalmente para ser ministro del Interior. “Lo puse a su disposición, pero no me hizo demasiado caso”.
Narcís Serra también recibió los informes internos del partido. “Cabía en una caja”, recuerda. No era muy cuantiosa ni muy interesante, a su juicio, como tampoco la que se encontró en la caja fuerte de Defensa, después de que Oliart le diera la llave: “sobre todo eran papeles y documentos relacionados con el juicio del 23F”.
Después de aquel verano de 1982, Narcís Serra visita la casa de Alberto Oliart en Madrid en varias ocasiones. Allí se entrevista también con Jesús del Olmo. Recibe información verbal. De Serra siempre se ha dicho que su candidatura se fraguó durante la organización del desfile de las Fuerzas Armadas, celebrado en Barcelona el 31 de mayo de 1981. Fue un gran desfile. Su experiencia durante el golpe del 23F fue muy limitada. “Recibí la llamada de Francisco Laína, que presidía el consejo de subsecretarios (el gobierno de facto en aquellas 17 horas y media que duró el golpe), quien le pidió que enviara un coche patrulla de la policía local a cada cuartel militar para que informaran de cada movimiento. “Y no hubo movimientos”.

Una brigada de la Acorazada fue trasladada a Badajoz y esa decisión molestó a los portugueses
Unos días antes de aquel desfile vivió otra experiencia muy curiosa, el asalto a la sede del Banco Central en Barcelona, un episodio rocambolesco que en algún momento se confundió con una intentona golpista. Allí tuvo trato con los mandos de la policía (general Saez de Santamaría) y la guardia civil (general Aramburu Topete). “Cuando Felipe González me consulta por primera vez, yo no quería dejar de ser alcalde. Mi gran objetivo era la candidatura de Barcelona para los Juegos del 92”.

Aquellas conversaciones en casa de Oliart se celebran en un entorno de psicosis de golpe. De hecho, semanas antes de las elecciones se había desarrollado la operación Cervantes, que desarticuló la organización de un golpe sangriento para el 27 de octubre de 1982. “Aquello fue un golpe elaborado con la preparación propia de un estado mayor”, recuerda Jesús del Olmo.
Las entrevistas secretas con Oliart, Del Olmo y Manglano fueron muy útiles para Serra: “Me sirvieron para saber cómo estaba el ejército y para ver que el enfoque de un partido no se podía llevar a cabo. O reformábamos o no conseguíamos nada. Persiguiendo individualidades no se resolvía el problema: había que reducir privilegios y hacer que el Gobierno mande. Esa son las conclusiones que saco”.
Serra se tomó su tiempo y mantuvo la columna vertebral del ministerio de Oliart. No era un hombre de decisiones rápidas, pero sí hizo una cosa: desmembrar la División Acorazada, la unidad más potente que tenía el ejército español, ubicada a las afueras de Madrid, con sus 13.000 efectivos, aquella unidad con la que especulaba todo golpista, la división que podía dominar los puntos vitales de la capital. Serra desplazó algunas de sus brigadas mecanizadas a otros lugares, “porque una cualidad que tenía esa división era la de que carecía de terrenos para hacer maniobras”. Una brigada fue desplazada a Zaragoza. Otra a Badajoz. Aquella de Badajoz originó un inesperado problema diplomático: “A los portugueses no les gustó nada ese movimiento”, recuerda Serra. “No entendían que hacía esa brigada cerca de su frontera”. Serra solucionó ese episodio en una discreta reunión en Bruselas.
El PSOE abandonó toda idea de salir de la OTAN. Como abandonó otras ideas preliminares. Los pequeños caudillos fueron desapareciendo de la escena. Y el golpismo perdió la voz.

Patriotismo
El patriotismo desaparece de los pueblos tan pronto como se convencen de que no son gobernados como tienen derecho a esperar
Ignacio Ruiz-Quintano
Muerte en Venezuela
El régimen tiene que investigar el asesinato de un opositor en un mitin
Lilian Tintori cuenta el asesinato de un opositor venezolano: “Me salpicó la sangre”
EL PAÍS 27 NOV 2015 - 00:00 CET
El asesinato del líder opositor venezolano Luis Manuel Díaz durante un acto electoral el pasado miércoles constituye un gravísimo hecho de violencia política en un país que el próximo 6 de diciembre acudirá a las urnas, y debe ser investigado hasta sus últimas consecuencias por la justicia venezolana.
La muerte a tiros de Díaz no es un hecho aislado. El político asesinado asistía a un acto electoral de Lilian Tintori, esposa del líder opositor Leopoldo López, en la cárcel desde hace casi dos años. Durante toda la jornada, Tintori fue acosada repetidamente por simpatizantes del régimen y en un momento dado llegó a ser retenida sin justificación alguna por parte de oficiales de policía. Ayer denunció que corre el riesgo de ser asesinada. Conviene no perder de vista que su marido, convertido en símbolo de las denuncias contra el régimen de Nicolás Maduro, fue condenado a 13 años y nueve meses de cárcel en un juicio farsa plagado de irregularidades y sin las mínimas garantías jurídicas, y que numerosas personalidades y organizaciones defensoras de los derechos humanos han pedido al presidente venezolano que lo libere inmediatamente. Otro destacado líder opositor, Henrique Capriles, también ha denunciado ante las autoridades haber sido objeto de ataques armados.
Las elecciones legislativas de dentro de poco más de una semana son cruciales para el futuro de Venezuela. Es imprescindible que puedan celebrarse en un clima de libertad y normalidad democrática. Desgraciadamente, se trata de un escenario muy lejos del acoso que están sufriendo los opositores, tanto en su vida cotidiana como en sus desplazamientos y en los actos políticos que protagonizan.
El Gobierno venezolano que encabeza Maduro está obligado a corto plazo a dos cosas: en primer lugar, debe aclarar el asesinato de Díaz, tal y como ya han exigido la Organización de Estados Americanos y Unasur. Al mismo tiempo, tiene el deber de garantizar la seguridad de quienes participan en los actos organizados por la oposición. Es absolutamente incompatible con una democracia el que un político pueda ser acribillado entre una multitud y que el crimen quede impune. El desdén con el que el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, ha calificado de “montajes” los atentados sufridos por los opositores no constituye precisamente una garantía de la voluntad oficialista de aclarar y poner freno a esta violencia.
Tampoco ayuda al clima de tranquilidad las repetidas declaraciones de Maduro en las que coloca la movilización callejera por encima de lo que puedan decir las urnas. Es muy peligroso reiterar, como hace Maduro, el propósito de ganar en las calles lo que no logre con los votos. En democracia, la máxima expresión de la voluntad popular no está en las demostraciones de fuerza en el asfalto, sino en las papeletas depositadas con seguridad y libertad en los centros de votación. Maduro debe aceptar de una vez por todas las reglas del juego democrático.

20.000 MILLONES DE EUROS GASTADOS EN LA AVENTURA SECESIONISTA CATALANA
27/11/2015
Luis María ANSON
El diario ABC ha publicado un informe que eleva a cerca de 4.000 millones de euros la cantidad despilfarrada directamente por Arturo Mas en su obsesión secesionista. Algunas cifras resultan especialmente escandalosas. El principal aparato de propaganda soberanista -es decir, la televisión y la radio públicas de Cataluña- ha supuesto unas pérdidas de 1.736 millones de euros sufragados por la Generalidad. Arturo Mas ha dedicado además 389 millones a premiar a medios de comunicación privados que defienden el independentismo. Los procesos electorales, las subvenciones culturales y deportivas, las demenciales embajadas, la colocación incesante de parientes, amiguetes y paniaguados afines en organismos públicos han consumido el resto del dinero derrochado por el presidente marioneta de Oriol Junqueras al servicio de la aventura secesionista.
Estudios de máxima solvencia publicados en El Imparcial elevan a 20.000 millones de euros lo que en los últimos doce años ha derrochado la Generalidad directa e indirectamente en la causa de la independencia, es decir la tercera parte de la actual deuda catalana. Un porcentaje no desdeñable del despilfarro económico secesionista ha sido sufragado, para mayor inri, por las subvenciones del Estado a la Generalidad.
A contrarrestar la desmesurada campaña soberanista ni el Gobierno de Zapatero ni el de Rajoy han dedicado un solo euro. La pasividad, la ligereza, la lenidad han presidido la acción no solo del líder socialista, sino también del popular. Y así nos luce el pelo. El error, el inmenso error político e histórico nos ha sumido en la actual situación. La gran política consiste en prevenir, no en curar. Por no haber previsto a tiempo lo que podía ocurrir hay que aplicar ahora una terapia que puede producir reacciones de consecuencias incalculables.




Junts pel Sí: la cuestión de la legitimidad
La coalición puede defender sus aspiraciones con toda radicalidad, pero debe hacerlo desde una lógica más seria del juego de legalidad y legitimidad, de la democracia y de la política y, sobre todo, de la justicia
JOSÉ LUIS VILLACAÑAS BERLANGA 27 NOV 2015 - 09:23 CET
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En caso de que Junts pel Sí tuviera razón, la legalidad real de Cataluña ya sería la ignota del futuro. No la española, ni la del Estatut, que forma parte de ella, sino la que vendrá. Esa no la conoce nadie. Por tanto, en estos momentos, Cataluña carecería de ley. Solo tendría voluntad política. Cada paso que diera el Parlament sería una creatio ex nihilo. Eso significaría que los ciudadanos de Cataluña carecerían desde ahora de derechos ciertos. Todo dependería del fiat, del hágase. Ante esta situación, no basta defender la legalidad. Es preciso denunciar la ilegitimidad de poner a un pueblo entero ante esa situación.

Si Junts pel Sí tuviera razón, el escenario de Cataluña podría ser este: una parte de la población obedecería los mandatos del Parlament, mientras otra obedecería al Estado. Pero si esto sucediese, ¿quién dirimiría? ¿Quién tendría entonces el “monopolio de la violencia legítima”? ¿O sería Cataluña un territorio con dos Estados? ¿Dejaría Cataluña que unos ciudadanos ingresasen sus impuestos a la delegación estatal de Hacienda y otros a la propia de la Generalitat? ¿Y cómo impediría una cosa e impondría la otra?

Los hombres de Junts pel Sí denuncian a España como un Estado sin calidad democrática. Pero debemos preguntarnos qué calidad democrática se puede seguir de un escenario como el que ellos han dibujado. Y ahí se abre la cuestión de si los pasos que están dando son legítimos. Esto es importante porque Junts pel Sí reclama tener de su parte la legitimidad. La legalidad la dejan para España. Sus proclamas son ilegales, pero legítimas. Las apelaciones al Tribunal Constitucional (TC) serían legales, pero ilegítimas. Sus argumentos son erróneos. No solo porque en la concepción política de Occidente la legitimidad califica exclusivamente a ordenamientos legales, sino también porque su posición política no es legítima.

Primero, Junts pel Sí presenta su caso como si fuera desobediencia civil. Un desobediente civil mejora la calidad democrática de un país porque lucha por lo justo. Identifica algo injusto, arrostra la pena legal debida y espera que, con su ejemplo, la opinión pública apoye sus puntos de vista para cambiar la ley de forma legal. El argumento no funciona en el caso catalán. Junts pel Sí olvida que la desobediencia civil aspira a cambiar una ley concreta injusta y a producir un nuevo derecho concreto. Si triunfa, amplía los derechos de los singulares respecto de un código en vigor. Cambiar unilateralmente un Estatuto completo es otra cosa: deroga derechos generales y crea vacío jurídico.

Cambiar unilateralmente un Estatuto deroga derechos generales y crea un vacío jurídico
Forcadell mantiene que su pronunciamiento es legítimo porque lo exige su electorado. El equívoco ahora concierne a la cuestión de la democracia. Pero si se analiza bien, vemos que la actuación de Junts pel Sí no es democrática en el sentido normativo de esta palabra. Lo es en el sentido de Carl Schmitt: populista, plebiscitario y homogeneizador. Pero la legitimidad es la condición que tienen las leyes democráticas justas. La declaración unilateral de independencia no puede ser legítima porque no viene avalada por una lógica democrática profunda.

En efecto, que una mayoría de ciudadanos exija algo, no confiere a su exigencia un marchamo de legitimidad per se. Y esto por tres razones: primera, porque la mayoría puede exigir que se desprotejan los derechos de la minoría, protección que es la clave de la democracia en sentido normativo. Eso se consumará si los parlamentarios del Junts pel Sí ejecutan la independencia. En efecto, ¿concederá el Parlament a la minoría actual la protección íntegra de sus derechos? No puede hacerlo sin reconocer la Constitución española. Además, la declaración unilateral implicará eo ipso la suspensión de derechos de la totalidad de la población catalana. Nadie sabrá cuál es el futuro de su derecho efectivo a cobrar pensiones, a financiar la educación, la sanidad o las infraestructuras, a protegerse del yihadismo o del crimen. Nadie sabrá si el futuro pasaporte catalán será reconocido para viajar con él. Nadie en suma tendrá un derecho cierto, salvo que volvamos a la caótica suposición de que Cataluña sea un territorio con dos Estados.

Pero hay un argumento más. La declaración unilateral de independencia no es legítima ni democrática porque no respetará la justicia política. Para que una medida legal sea justa desde el punto de vista político, ha de mantener intacta la probabilidad de la victoria electoral de la oposición. Si se usa la prima de poder para impedir que la oposición gobierne algún día, entonces una norma es políticamente injusta e ilegítima, aunque sea legal. Y ello porque condena de forma irreversible a una oposición en minoría a ser una eterna sometida (en este sentido específico nadie puede decir que el actual Estatut sea injusto). Ahora bien, si Junts pel Sí dijese que la actual oposición, según su normativa futura, podrá acceder al poder de la Generalitat, entonces estaría diciendo que no va a fundar un Estado. Pues si un día ganase la oposición, hoy minoritaria (y debería poder hacerlo), entonces Cataluña se reintegraría en España (igual que ahora saldría de ella). Así, el formar o no parte del Estado se haría depender de una votación parlamentaria simple, algo que contradice la noción misma de Estado.

La situación es engañosa y sin salida: ni siquiera desde el catalanismo se pueden reclamar apoyos
En resumen, cuando se dice que la mayoría del Parlament impone un acto legítimo, se está afirmando que la legitimidad es un adjetivo de la voluntad política, no de la legalidad. Al no reposar en legalidad previa alguna, sería un acto místico. Ahora bien, esta voluntad mística no demuestra ser legítima, porque anula derechos generales y no crea ninguno cierto, desprotege a la minoría y compromete la justicia política.

No hay aquí choque de legalidad frente a legitimidad. Hoy por hoy, la posición de Junts pel Sí no es legítima. Y eso significa que la situación es sintomática, engañosa y sin salida. Los catalanes no tienen por qué encaminarse a una escalada de tensión que espera de España una medida de autoridad para neutralizar la construcción autoritaria del Estado catalán. Eso se parece mucho a un nihilismo desalentador que no sirve a nadie, ni a Cataluña ni a España. Junts pel Sí puede defender sus aspiraciones con toda radicalidad, incluida la independencia. Pero debe hacerlo desde una lógica más seria del juego de legalidad y legitimidad, de la democracia y de la política y, sobre todo, de la justicia. Pueden creer que los conceptos claros son propios de una voluntad débil. Pero deben saber que los observadores imparciales de fuera y los demócratas españoles no tenemos otra herramienta de juicio. Y con esos conceptos fundamentales de Occidente en la mano, los de legalidad, legitimidad, democracia y justicia, Junts pel Sí se encamina a una situación en la que no puede reclamar el apoyo franco de nadie, aunque simpatice con la causa histórica de Cataluña.
José Luis Villacañas es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.


Una jornada memorable
La manifestación en repulsa del 23F reunió tras una misma pancarta a Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, junto con la plana mayor del partido comunista, algo nunca visto. Juntos en apoyo de la Constitución, de la democracia
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO 18 NOV 2015 - 18:49 CET
Cabeza de la manifestación que, bajo el lema "Por la libertad, la democracia y la Constitución", recorrió las calles de Madrid el 27 de febrero de 1981 en contra del intento de golpe de Estado del 23-F / EL PAÍS
En el metro, camino de Embajadores, volví a vivir una tensión que había olvidado. De reojo, miraba con recelo a los demás pasajeros, intentado adivinar quiénes iban y quiénes no a la manifestación, o sea, quiénes estaban contra el golpe y a quienes les traía sin cuidado. Había sentido muchas veces, bajo la dictadura, esa desconfianza hacia mis conciudadanos, esa necesidad de saber quiénes y cuántos eran los nuestros. Y, sin embargo, aunque habían pasado poco más de cinco años desde la muerte de Franco, había olvidado esta sensación. Ahora la revivía. En el metro o en la calle, merodeando por Atocha o por la Gran Vía, cuando había convocatorias de manifestaciones “masivas”, me había hecho muchas veces el distraído, mirando hacia otro lado, especialmente cuando pasaba junto a los furgones de policía. Tenía miedo, sentía unas ganas irresistibles de meterme en un bar, de buscar un baño. La calle parecía la de siempre, no había indicios de que fuera a ocurrir nada extraordinario, pero quién sabía, a lo mejor íbamos a inundar el centro de la ciudad, millones de bocas iban a gritar “libertad, amnistía, Estatut d'Autonomia”, o cualquiera otra de las consignas del momento. Y el régimen, incapaz de resistir la presión popular, se derrumbaría aquella misma noche. Luego resultaba que no, que no éramos millones, sino unos centenares, quién sabe si algunos miles, sobre todo estudiantes, grupos pequeños, huyendo de la policía, recibiendo porrazos o siendo detenidos. Solo cuando nos agrupábamos en una esquina libre de grises, gritábamos con nerviosismo aquellas consignas, para huir otra vez de inmediato. Aunque aquellos segundos de libertad habían valido la pena. Por la noche los recordaríamos, engrandecidos.
Era un déjà vu desagradable, sin atractivo nostálgico. Se me había borrado de la mente, sí, demasiado pronto, había dado por supuesto que no volvería a sentirlo. Pero solo cuatro días antes, el 23 de febrero, el miedo nos había vuelto a entrar en el cuerpo. No solo a mí, sino a otros muchos. Porque, en aquel vagón de metro, todos, casi todos, estábamos viviendo la misma sensación. Y es que esta vez, de verdad, éramos muchos. Lo comprobamos al intentar salir a la calle. Una marea humana hacía casi imposible subir aquellas escaleras. Esta vez, sí, íbamos a ser millones. Qué alivio.
Yo iba con unos amigos argentinos, altos, un poco encorvados, inteligentes, depresivos. Vestidos con la mayor informalidad, como todos nosotros, portaban sin embargo una elegancia innata. Ellos ya habían vivido aquello y estaban más pesimistas que nadie. Qué angustia, tener que planear irse de nuevo a otro país. Yo mismo, que tenía mi billete de tren a París para unos días después, donde estaba contratado para un semestre, me había jurado, aquella tarde del 23 de febrero, que si triunfaba el golpe intentaría quedarme allí, en las condiciones que fuera. Mi hijo no iba a crecer, como yo, bajo una dictadura.
Aquella tarde del 23, la de cuatro días antes, no la ha olvidado nadie. A mí me llamó un amigo, hacia las seis y media, diciéndome que pusiera la tele. Vi lo que estaba pasando, porque durante unos minutos fue un golpe televisado. Visité luego a un vecino de confianza, que me intentó tranquilizar. No será nada, no tienen apoyos. El tiempo demostró que tenía razón, pero en aquel momento lo atribuí a su innato optimismo. A las nueve, cuando la primera cadena debía emitir el telediario nocturno, salió un locutor muy almibarado que anunció, como si no pasara nada, el comienzo de un programa de folklore latinoamericano. Se me cayó el mundo a los pies. Se la tengo jurada a ese locutor desde entonces. Era evidente que los golpistas habían tomado la televisión. Sin embargo, al cabo de no mucho apareció, creo recordar, Iñaki Gabilondo, que anunció, con voz irritada, que la sede de TVE había estado ocupada por una columna militar, pero que ya se habían ido. Dijo también que emitirían un discurso del Rey sobre la situación. Pero el discurso se hizo esperar hasta la una de la madrugada. Hasta entonces, la situación siguió siendo muy alarmante.


La periodista Rosa María Mateo lee ante el Congreso un manifiesto tras la marcha contra el intento de golpe del 23-F / BERNARDO PÉREZ
La tensión del 23F no era casual, ni inesperada. Los indicios se habían acumulado en las semanas anteriores. Y era lógico. El tránsito de una dictadura a una democracia nunca es fácil. En diciembre, Fuerza Nueva había celebrado un congreso y El Alcázar publicado tres artículos del colectivo Almendros, rematados por uno del general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil titulado Situación límite. En enero, los Reyes visitaron el País Vasco y la izquierda abertzale escenificó una escena muy desagradable en la Casa de Juntas de Guernica. A la vez, sin embargo, el nuevo Estado autonómico parecía seguir añadiendo ladrillos a sus paredes, con la aprobación del Estatuto gallego y de la policía vasca. Repentinamente, el 27 de enero, Suárez dimitía, con un agorero mensaje de despedida en el que expresaba su deseo de que la democracia no fuera, una vez más, un paréntesis en la historia de España. Dos días más tarde, ETA secuestraba a José María Ryan, ingeniero de la central nuclear de Lemóniz, que apareció asesinado poco después. La opinión vasca reaccionó bien y el día 9 se produjo una huelga general, con manifestaciones, en repulsa por aquel asesinato. Parecía que la violencia terrorista, la lacra más importante que había manchado la Transición, estaba siendo por fin repudiada por los vascos. Pero apenas cuatro días después se supo que José Ignacio Arregui, miembro de ETA militar, había muerto en Madrid tras una semana de detención. Los indicios de torturas se daban por descontados. El efecto Ryan se disolvía y la nueva huelga general y nuevas manifestaciones del 16 fueron ya en protesta por la muerte de Arregui. La policía le había echado un cable a ETA. Los días 18 y 19, las Cortes entraron a debatir la investidura de Calvo Sotelo. El 20 se celebró la primera votación y el candidato de UCD no consiguió la mayoría absoluta. Aquel mismo día, ETA secuestraba a tres cónsules de España. El 21, cuando Tejero entró en el Congreso, se estaba celebrando la segunda votación de investidura de Calvo Sotelo.

El golpe fracasó, como se sabe, y los cuatro días transcurridos habían estado cargados de especulaciones. Ahora, el 27, la práctica totalidad de las fuerzas políticas habían convocado esta manifestación en apoyo de la democracia. A la convocatoria se habían sumado muchas corporaciones públicas y asociaciones civiles y se habían publicado varios manifiestos de adhesión firmado por intelectuales y artistas. El alcalde Enrique Tierno había redactado un bando exhortando a acudir y a portarse de manera “impecable”. Pero Fuerza Nueva y otros grupos de extrema derecha habían programado una contramanifestación, casi a la misma hora, a favor de quienes “por vestir un glorioso uniforme” estaban en prisión “como si fueran unos traidores”.

Encabezaban la marcha, sosteniendo una gran pancarta en la que se leía “Por la libertad, la democracia y la Constitución”, los dirigentes de todos los partidos convocantes. Recuerdo (porque lo leí y se comentó, ya que fue imposible ver la cabeza de la marcha) a Felipe González, Manuel Fraga, Santiago Carrillo, Nicolás Sartorius, Simón Sánchez Montero, Rafael Calvo Ortega, Agustín Rodríguez Sahagún o Marcelino Camacho. Luego venía una segunda gran pancarta con los colores de la bandera nacional. Asistieron también Rafael Termes, en representación de la banca privada, y los directores de los principales diarios madrileños, por una vez unidos. Pero lo más extraordinario, lo que marcaba un hito en la historia del país, era que Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, de innegable procedencia franquista, desfilara detrás de una misma pancarta junto con la plana mayor del partido comunista. El nacionalcatolicismo y el obrerismo de estirpe bolchevique apoyaban, de repente, una misma cosa: la Constitución, la democracia.

Los cordones del servicio de orden, compuesto por unas 5.000 personas, aportadas por cada una de las organizaciones militantes, intentaban proteger y aislar a esta cabeza de la manifestación. El número de fotógrafos y reporteros era impresionante, y la gente les ovacionaba y aplaudía de vez en cuando. Felipe González, con un megáfono en la mano, intentaba hacerse oír, gritando: “¡Libertad, libertad!”. Santiago Carrillo, a su lado, le secundaba.

La prensa de aquella mañana decía que se esperaba la asistencia de unos centenares de miles de personas. La realidad les desbordó. Un millón y medio en Madrid. Si se le añaden los cientos de miles de Barcelona, Valencia, Sevilla o Zaragoza, y las decenas de miles de ciudades menores, fue, y sigue siéndolo hoy, el mayor conjunto de manifestantes jamás reunido en la historia de este país. Solamente dejaron de celebrarse manifestaciones, o tuvieron escasa concurrencia, en el País Vasco, por la inhibición de los partidos nacionalistas en la convocatoria. En Madrid, estaban totalmente ocupados, hasta el punto de no poder apenas dar un paso, la glorieta de Embajadores, la Ronda de Valencia, Atocha, el paseo del Prado, los alrededores de las Cortes. El escaléxtric de Atocha, que todavía estaba en pie, temblaba bajo el peso de aquella multitud de marcha renqueante. Llovía a ratos, pero era lo de menos. Viva la libertad, viva la democracia, viva el Rey. El pueblo unido jamás será vencido. Democracia, sí; dictadura, no. Libertad, libertad. Un viejito, con el puño izquierdo cerrado y en alto, llevaba una pancarta que decía: “Viva el Rey”.

La tensión, pese a todo, no desapareció por completo. En un intento de disolver la concentración, el Batallón Vasco Español anunció, por llamada telefónica, la colocación de un artefacto explosivo de gran potencia en el Jardín Botánico, donde, en efecto, estallaron un par de petardos caseros. Por el lado de la izquierda revolucionaria, algunos grupos que pedían “depuración” y “ningún apoyo al Rey”, fueron disueltos. Entre tanto, regresaban a sus hangares los carros de combate de la división Brunete. Venían de unas maniobras en Zaragoza, pero provocaron temores.

Frente al palacio de las Cortes, al que ni siquiera pudo llegar la cabeza de la manifestación, la locutora Rosa María Mateo leyó un comunicado en el que se decía que el pueblo español había tomado la decisión irrevocable de vivir en democracia “con la ejemplaridad que nos compete y transmitir a nuestros hijos la dignidad que nos congrega”; “la fuerza sin norma y sin ley es contraria a una sociedad civilizada” y la condición de “españoles” es inseparable de la de “seres libres”; el grito “¡viva España!” debe por tanto equivaler a los de “¡viva la Constitución! y ¡viva la democracia!”.

El 27 de febrero, en resumen, fue una jornada memorable. En estos tiempos, en que se desprecia o denigra con tanta facilidad a la Transición, en que se dice que fue una operación planeada, fácil, producto de un pacto poco menos que conspiratorio, conviene recordarlo. Y este país, tan necesitado de símbolos y referencias compartidas por todos, podría pensar en trasladar a esa fecha la fiesta nacional, en lugar del 12 de octubre o el 6 de diciembre. El 12 de octubre podría festejarse el viaje de Colón o la virgen del Pilar, o las dos cosas. Y la Constitución merece ser celebrada no el día en que se aprobó formalmente sino aquel en el que el pueblo español y sus representantes salieron a la calle, emocionados y atemorizados, pero sobre todo unidos, detrás de ella.
José Álvarez Junco es escritor e historiador.


Manual de instrucciones para después de un golpe de Estado
“Tuvimos la inmensa suerte de que el golpe del 23F se improvisó; les entró la prisa y cometieron todos los errores posibles”, recuerda ahora Alberto Oliart, el ministro de Defensa que llegó tras la intentona
LUIS GÓMEZ 20 NOV 2015 - 14:02 CET
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Narcís Serra y Felipe González, en la base de la División Acorazada Brunete. / MARISA FLÓREZ
Cuando Alberto Oliart aceptó ser ministro de Defensa, el sonido de los sables tenía el volumen muy alto. Cuando tomó posesión del cargo, un 26 de febrero de 1981, habían pasado tres días de un golpe de Estado y había podido escuchar los disparos en el hemiciclo. Lo que menos se imaginaba es que, además, sería un ministro nómada, sin despacho fijo.
Oliart trabajaba por la mañana en el palacio de Buenavista, sede del Cuartel General del Ejército, por la tarde en el antiguo Ministerio del Aire (al que llamaban el monasterio del Aire) y, finalmente, a última hora, despachaba en un chalé del CESID, el servicio de inteligencia, el lugar donde podía sentirse a salvo de escuchas. Su obligación era gobernar sobre un ejército de generales que habían hecho la guerra al lado de Franco y, callada u ostentosamente, simpatizaban con los golpistas. Generales que solo parecían dispuestos a recibir órdenes del Rey. Reformar ese ejército sin correr el riesgo de un nuevo zarpazo era un reto imposible de cumplir en el breve plazo.
Había sido ministro de Industria, y ministro de Sanidad, con los gobiernos de Adolfo Suárez. Con el paso de las décadas haría muchas otras cosas y hasta llegaría a ser presidente de RTVE en 2009, con 81 años. Pero entonces, con 53 años y reciente un golpe de Estado, desplegaba el currículo del buen gestor, la apariencia de un tecnócrata, aunque fuera un hombre apegado a la literatura, poeta en horas libres. También años después escribiría un libro de memorias (Contra el olvido), que mereció el premio Comillas por su calidad literaria (1997), en aquella obra relataba recuerdos de adolescencia y juventud, que compartió en un entorno de jóvenes cultos e inquietos, aprendices de intelectuales. Aquel libro no tocó su experiencia política.

Oliart: "Armada lo que no sabía, se lo inventaba".
A sus 86 años, Oliart escribe actualmente una segunda obra (“en estos momentos soy ministro de Industria”, dice), así que no le queda mucho trazado para llegar a un momento crucial de su biografía política, aquellos 20 meses al frente de Defensa, sobre los que tiene cosas que contar. Su memoria está reservada para su obra: “Tuvimos la inmensa suerte de que el golpe del 23F se improvisó; les entró la prisa y cometieron todos los errores posibles”. De aquel Elefante Blanco sobre el que tantos años después se ha fabulado, Oliart tiene su particular conclusión: “Fue una invención de Armada. Armada todo lo que no sabía, se lo inventaba”.


Leopoldo Calvo Sotelo en la Asamblea General de la OTAN en junio de 1982 / EFE
Oliart descansa en su casa de Galicia frente a una ría, y escribe lo que tiene pendiente de contar. Un día de estos empezará a escribir sobre aquellos días en que fue ministro de Defensa y tenía ante sí una exigente hoja de ruta: llevar a cabo el juicio a los golpistas y que este terminara con la condena de los principales responsables, iniciar algunas reformas administrativas y meter a España en la OTAN. Se trataba de dejar atrás un ejército de pequeños caudillos y dar el paso a militares profesionales. Y, por supuesto, tenía que controlar a los golpistas.
Pero sucedió que aquel Gobierno de Calvo Sotelo asumió que tenía los días contados, que no gobernaría mucho tiempo, que tendría que dar paso a quienes iban a venir, que no eran otros que esos jóvenes socialistas que lideraba Felipe González. “Tuve que hundirme con el barco”, dice Oliart. “Era una época en la que se inventaban golpes de Estado casi todos los días”. Y a ellos, a los socialistas, les correspondería acabar con las bravatas golpistas.
Oliart recibió el mandato de trasladar información sensible a Felipe González
La información sobre los golpistas era confusa y desmedida. Su primera decisión fue darle una vuelta al servicio de inteligencia y contar con información fiable, para lo cual nombró al frente del CESID al teniente coronel Alonso Manglano: el objetivo era investigar en los cuarteles. Luego, se rodeó de un reducido gabinete de confianza, con otro teniente coronel en sus filas, Jesús del Olmo, un experto jurídico. Ese gabinete diseñaría los decretos necesarios para ir jubilando a los generales.
Fue aquel un Gobierno que duró 20 meses. Oliart recibiría tiempo después un mandato muy especial: trasladar información sensible a Felipe González y al colaborador que él designase. Aquella fue una transición en medio de la Transición, un traspaso de poderes antes de unas elecciones, un suceso insólito, nunca después repetido.
Se celebró una primera reunión en el domicilio de Oliart (“un chalé que estaba en un barrio residencial, era una casa cómoda, ni rica ni modesta”, recuerda Narcís Serra, que por entonces era el alcalde socialista de Barcelona). Sin papeles, ni documentos, al menos es lo que confiesan los testigos de aquellas citas. Pasado el verano del 82, las reuniones se nutrieron con nuevos actores, Narcís Serra, Jesús del Olmo y Emilio Alonso Manglano. Para entonces, Serra ya había aceptado ser el futuro ministro de Defensa del primer Gobierno socialista después de la Guerra Civil.
Los socialistas tenían su Gobierno en la sombra, una estructura logística hecha a imagen y semejanza del partido laborista británico. Y, dentro de esa estructura, su propia información sobre el entorno militar. Pero Narcís Serra era un actor inesperado, no era el candidato en quien se había pensado; durante tiempo se especuló con Enrique Mújica, pero sus reuniones con el general Alfonso Armada le habían dejado en entredicho; se llegó a hablar de Luis Solana y de Miguel Boyer para el cargo. Finalmente, el elegido era Serra, un alcalde, nada menos que el alcalde de Barcelona.

Narcís Serra: “Aquellas conversaciones me sirvieron para saber cómo estaba el ejército"
La información que manejaban los socialistas procedía de ramificaciones que llegaban hasta militares de la clandestina UMD (Unión Militar Democrática). Esa información se trasladaba a Mújica (presidente de la Comisión de Defensa en el Congreso), o a Luis Solana (portavoz de Defensa); en algunas ocasiones a Julio Busquets, un comandante que había dejado el ejército para presentarse a las primeras elecciones democráticas por el PSOE.
Otro militar, Carlos San Juan, tenía la misión dentro del partido de ocuparse de los asuntos de Interior. “No era una organización muy colegiada. Yo tenía datos sobre militares y sobre policías. La militar se la trasladaba a Julio Busquets. A veces éste me preguntaba ¿Se lo has contado a Felipe? Yo debía entrevistarme con Juan José Rosón, que era el ministro del Interior. Con Rosón solo hablaba de cuestiones relacionadas con ETA y sus planes para terminar con ETA político militar y “acabar con aquella insana competencia”, como decía Rosón. Le gustaba muy poco tener que dar cuentas, era una situación excepcional porque sabía que ganaríamos las elecciones”. Había tres tipos de conversaciones secretas, según San Juan, una en el área de Interior, otra en Defensa y una tercera en Economía, “que no sabía si llevaba Boyer o Solchaga”. San Juan terminó su cometido y presentó centenares de fichas sobre policías y comisarios, departamento por departamento. “Era información que la policía daba de sí misma, sobre todo cómo pensaban comisarios y subcomisarios y también algunos militares”. San Juan le entregó sus fichas a Barrionuevo, el elegido finalmente para ser ministro del Interior. “Lo puse a su disposición, pero no me hizo demasiado caso”.
Narcís Serra también recibió los informes internos del partido. “Cabía en una caja”, recuerda. No era muy cuantiosa ni muy interesante, a su juicio, como tampoco la que se encontró en la caja fuerte de Defensa, después de que Oliart le diera la llave: “sobre todo eran papeles y documentos relacionados con el juicio del 23F”.
Después de aquel verano de 1982, Narcís Serra visita la casa de Alberto Oliart en Madrid en varias ocasiones. Allí se entrevista también con Jesús del Olmo. Recibe información verbal. De Serra siempre se ha dicho que su candidatura se fraguó durante la organización del desfile de las Fuerzas Armadas, celebrado en Barcelona el 31 de mayo de 1981. Fue un gran desfile. Su experiencia durante el golpe del 23F fue muy limitada. “Recibí la llamada de Francisco Laína, que presidía el consejo de subsecretarios (el gobierno de facto en aquellas 17 horas y media que duró el golpe), quien le pidió que enviara un coche patrulla de la policía local a cada cuartel militar para que informaran de cada movimiento. “Y no hubo movimientos”.

Una brigada de la Acorazada fue trasladada a Badajoz y esa decisión molestó a los portugueses
Unos días antes de aquel desfile vivió otra experiencia muy curiosa, el asalto a la sede del Banco Central en Barcelona, un episodio rocambolesco que en algún momento se confundió con una intentona golpista. Allí tuvo trato con los mandos de la policía (general Saez de Santamaría) y la guardia civil (general Aramburu Topete). “Cuando Felipe González me consulta por primera vez, yo no quería dejar de ser alcalde. Mi gran objetivo era la candidatura de Barcelona para los Juegos del 92”.

Aquellas conversaciones en casa de Oliart se celebran en un entorno de psicosis de golpe. De hecho, semanas antes de las elecciones se había desarrollado la operación Cervantes, que desarticuló la organización de un golpe sangriento para el 27 de octubre de 1982. “Aquello fue un golpe elaborado con la preparación propia de un estado mayor”, recuerda Jesús del Olmo.
Las entrevistas secretas con Oliart, Del Olmo y Manglano fueron muy útiles para Serra: “Me sirvieron para saber cómo estaba el ejército y para ver que el enfoque de un partido no se podía llevar a cabo. O reformábamos o no conseguíamos nada. Persiguiendo individualidades no se resolvía el problema: había que reducir privilegios y hacer que el Gobierno mande. Esa son las conclusiones que saco”.
Serra se tomó su tiempo y mantuvo la columna vertebral del ministerio de Oliart. No era un hombre de decisiones rápidas, pero sí hizo una cosa: desmembrar la División Acorazada, la unidad más potente que tenía el ejército español, ubicada a las afueras de Madrid, con sus 13.000 efectivos, aquella unidad con la que especulaba todo golpista, la división que podía dominar los puntos vitales de la capital. Serra desplazó algunas de sus brigadas mecanizadas a otros lugares, “porque una cualidad que tenía esa división era la de que carecía de terrenos para hacer maniobras”. Una brigada fue desplazada a Zaragoza. Otra a Badajoz. Aquella de Badajoz originó un inesperado problema diplomático: “A los portugueses no les gustó nada ese movimiento”, recuerda Serra. “No entendían que hacía esa brigada cerca de su frontera”. Serra solucionó ese episodio en una discreta reunión en Bruselas.
El PSOE abandonó toda idea de salir de la OTAN. Como abandonó otras ideas preliminares. Los pequeños caudillos fueron desapareciendo de la escena. Y el golpismo perdió la voz.



EL LIBERALISMO ECONÓMICO: CARACTERÍSTICAS BÁSICAS.
Adam Smith (1723-1790), economista y filósofo británico.
En su tratado Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, (más conocida por su nombre abreviado de La riqueza de las naciones (1776), constituyó el primer intento de analizar los factores determinantes de la formación de capital y el desarrollo histórico de la industria y el comercio entre los países europeos,
Creo la base de la moderna ciencia de la economía.
En La riqueza de las naciones, Smith realizó un profundo análisis de los procesos de creación y distribución de la riqueza.
 Demostró que la fuente fundamental de todos los ingresos, así como la forma en que se distribuye la riqueza, radica en la diferenciación entre la renta, los salarios y los beneficios o ganancias.
La mejor forma de emplear el capital en la producción y distribución de la riqueza es aquella en la que no interviene el gobierno, es decir, en condiciones de laissez-faire (libertad económica y libre competencia entre particulares) y de librecambio (libertad para comerciar con otros países).
 Proponía la no intervención del Estado en la vida económica, reduciendo su papel al de mero árbitro de la actividad económica general, garantizando el orden público y la paz social, así como un sistema de justicia capaz de hacer cumplir las leyes. Para defender este concepto de un gobierno no intervencionista,
 Smith estableció el principio de la “mano invisible”: que regulaba las relaciones del mercado y evitaba cualquier competencia desleal entre los individuos y la propia intervención del Estado.
 Al buscar satisfacer sus propios intereses, todos los individuos son conducidos por una “mano invisible” que permite alcanzar el mejor objetivo social posible (la suma de los egoismos individuales, conduce al bien público).
 Por ello, cualquier interferencia en la competencia entre los individuos (y las empresas) por parte del gobierno será perjudicial.
 Estos principios constituyen un "ideal económico" que, en condiciones reales, no siempre se dan. en todo caso, hay que considerar que estas ideas sentaron las bases del pensamiento económico liberal, que se extenderá por todo el mundo al compás de la industrialización (s. XIX-XX).

Smith fue considerado el padre de la economía liberal capitalista, pero hubo otros pensadores que realizaron importantes aportaciones teóricas a la doctrina económica liberal; podemos citar a:
Thomas R.Malthus, que en su obra: Teoría sobre la población, ofrece una visión pesimista sobre la economía.
David Ricardo, que formuló la llamada ley de bronce de los salarios: los salarios deben ofrecer sólo lo necesario para la subsistencia de los obreros.
Jhon Stuart Mill, menos pesimista que los anteriores. En su libro Principios de la economía política (1848), indicó que la distinción entre las leyes de la producción que comparten el carácter de leyes físicas y la distribución de la riqueza, es solamente una consecuencia de las instituciones humanas (el derecho de propiedad, de herencia, sistemas de posesión de la tierra, etc.).

El liberalismo económico se convirtió en la ideología explicativa del capitalismo o economía de mercado, llegando hasta nuestros días..

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