miércoles, 22 de marzo de 2017

"Si el 10 de enero hubiésemos podido cruzar la frontera española, hoy estaría Gibraltar en nuestras manos"

La importancia otorgada por el Führer a Gibraltar explica su frustración y amargura ante las dilaciones de Madrid: "Si el 10 de enero hubiésemos podido cruzar la frontera española, hoy estaría Gibraltar en nuestras manos"; "Se han perdido dos meses, y en la guerra, el tiempo es uno de los más importantes factores. ¡Meses desaprovechados muy a menudo no se pueden recuperar!"; "¡Lamento profundamente, Caudillo, su parecer y actitud!".
Realmente Franco estaba causando a Hitler unos daños estratégicos de enorme trascendencia, como percibía con nitidez el interesado, que también reprochaba al español, razonablemente, sus excesivas ambiciones en África: "Me permito indicar que la mayor parte del inmenso coste en sangre en esta lucha lo soporta hasta ahora Alemania en primer lugar, y luego Italia, y ambos, a pesar de ello, solamente han presentado modestas reivindicaciones".

Sospechando que Franco se estaba "vendiendo" por los alimentos británicos, Hitler le prevenía de que Inglaterra no tenía intención de ayudarle sino solo de "retrasar la entrada de España en guerra, de paralizarla y con ello incrementar sus dificultades permanentemente y así poder finalmente derrocar al actual régimen español"; aparte de que aun si Inglaterra, "en un arrebato sentimental nunca visto hasta ahora en su historia, quisiera pensar de otro modo, no le sería posible ayudar realmente a España (...) en una época en que ella misma está obligada a rigurosas reducciones en su nivel de vida", las cuales irían en aumento. En fin, insistía Hitler, "estamos comprometidos en una lucha a vida o muerte", y "en esta histórica confrontación debemos atender a la suprema lección de que en tiempos tan difíciles más puede salvar a los pueblos un corazón valeroso que una al parecer inteligente precaución".

No menor interés tiene el tono general del documento, persuasivo y casi implorante tras haber fracasado, diez días antes, una conminación de Ribbentrop con carácter casi de ultimátum; un tono que asombra aún más cuando Franco le respondiera con otra carta casi insolente.
Ante los graves perjuicios que España estaba causando a sus planes, Hitler tenía poder muy sobrado para imponer sus intereses por la fuerza, y sin embargo no lo hizo. No invadió la península, aunque estuvo tentado de hacerlo. Sabemos aproximadamente por qué: la invasión le hubiera sido fácil, pero temía verse enfangado en una reedición del laberinto napoleónico a sus espaldas, mientras preparaba el ataque a Rusia desde Europa. Por lo tanto creyó que solo le convenía atacar Gibraltar con el permiso de Franco, y sus esfuerzos se dirigieron a ello, alternando la conminación y la persuasión. Probablemente cometió un error, comparable, por sus efectos, a su vacilante planeamiento de la batalla de Inglaterra.

 Parece poco creíble, pues, la imagen de un Caudillo empeñado en preservar la no beligerancia, como le han presentado algunos franquistas posteriormente. Todas las razones militaban para él, en principio, a favor de la guerra.  La carta de Hitler destruye además la retorcida pretensión de que en la conferencia de Hendaya, dos meses y medio antes, Hitler no había mostrado mayor interés ni presionado a Franco para que entrase en la guerra. El propio Führer lo aclara sin lugar a dudas: "Cuando nos reunimos, mi prioridad era convencerle a Vd., Caudillo, de la necesidad de una acción conjunta de aquellos Estados cuyos intereses, al fin y al cabo, están indisolublemente asociados". Una prioridad.
Pero Franco pensaba de otro modo. Hizo llegar a Berlín un memorando con desorbitadas peticiones de material de guerra, cereales y vehículos, y sólo contestó a Hitler veinte días más tarde, aplazando todavía otros diez días la entrega de la carta. La cual, con extraña insolencia ante quien tanto le había insistido en la importancia del factor tiempo, empezaba así: "Su carta del 6 de febrero me induce a contestarle de inmediato". El resto, pese a las protestas de lealtad y fe en la victoria germana, no podía causar mayor decepción a Hitler.

El dictador alemán se había molestado en demoler la argumentación dilatoria de Franco: "Alemania ya se declaró dispuesta a suministrar también alimentos –cereales– en las máximas cantidades posibles tan pronto España se comprometiera a entrar en la guerra (...) Porque, Caudillo, sobre una cosa debe haber absoluta claridad: estamos comprometidos en una lucha a vida o muerte y en estos momentos no podemos hacer regalos ¡Por ello sería una falsedad afirmar que España no pudo entrar en la guerra porque no recibió prestaciones anticipadas!" (subrayado en el original). Ofrecía de inmediato cien mil toneladas de cereales y señalaba la poca solidez de las excusas de Franco. Éste había insistido en la necesidad de alimentos, pero, recuerda Hitler, "cuando yo volví a hacer constar que Alemania estaba presta a comenzar el envío de cereales, el almirante Canaris recibió la respuesta definitiva de que tal suministro no era lo decisivo, pues no podía alcanzar un efecto práctico su transporte por ferrocarril. Luego, tras haber dispuesto nosotros baterías y aviones de bombardeo en picado para las islas Canarias, se nos dijo que tampoco esto era decisivo, ya que las islas no podrían sostenerse más de seis meses, por la escasez de provisiones". Con lógica y cierta exasperación, Hitler había concluido: "Que no se trata de asuntos económicos sino de otros intereses queda patente en la última declaración, pretendiendo que también por causas meteorológicas no podría realizarse un despliegue [en España] en esta época del año (...) No puedo entender cómo sería imposible por razones meteorológicas lo que antes se quiso considerar imposible por razones económicas (...) No creo que el ejército alemán se vea dificultado en un despliegue de enero por el clima, que para nosotros no tiene nada de extraño".

La argumentación hitleriana era bien clara, pero Franco, en su respuesta, la pasaba simplemente por alto, reiterando que la economía "es la única responsable de que hasta la fecha no se haya podido fijar el momento de la intervención de España". E interpretaba de forma casi ofensiva las frases de Hitler sobre la pérdida de tiempo y de ocasiones estratégicas: "El tiempo transcurrido hasta ahora no es tiempo totalmente perdido. Desde luego que no hemos recibido tanta cantidad de cereales como la que Vd. nos ofrece (...) pero sí una parte de las necesidades diarias del pueblo para el pan cotidiano". Exponía el deseo de que "las negociaciones se aceleren todo lo posible. Para este fin le he enviado hace unos días algunos datos sobre nuestras necesidades" (las exageradas peticiones recientes), y añadía, para mayor injuria: "Estos datos se pueden revisar de nuevo, ordenar, justificar y volver a tratar sobre ellos", con el fin de "llegar a una decisión rápida" (¡!). Con auténtico descaro explicaba su observación sobre la meteorología como "solamente una respuesta a su indicación, pero en ningún caso un pretexto para aplazar indefinidamente lo que en el momento adecuado será nuestro deber". Mostraba su acuerdo con el cierre de Gibraltar, pero exigía el simultáneo de Suez. Negaba que sus reivindicaciones coloniales fueran abusivas, "mucho menos cuando se tienen en cuenta los enormes sacrificios del pueblo español en una guerra que fue precursora de la guerra actual". En fin, "el acta de Hendaya, permítame que se lo diga (...) debe considerarse hoy como obsoleta". El acta especificaba el compromiso español de entrar en guerra, aunque sin fecha definida.

Parece poco creíble, pues, la imagen de un Caudillo empeñado en preservar la no beligerancia, como le han presentado algunos franquistas posteriormente. Todas las razones militaban para él, en principio, a favor de la guerra. Y seguramente era sincero cuando la prometía al Führer. Entonces, ¿por qué no cumplía? Probablemente era menos sincero cuando afirmaba que no pensaba dejar que alemanes e italianos corrieran con la sangre y los sacrificios para sacar tajada en el último momento. En realidad era eso, justamente, lo que quería, como él había indicado a Serrano Súñer: guerra corta, sí, sin vacilar; guerra larga, solo cuando estuviera prácticamente resuelta. Y como la guerra se prolongaba, había que esperar el momento oportuno. De una guerra larga España podría salir vencedora al lado de Alemania, pero exhausta y destrozada, y por ello supeditada por completo al auténtico vencedor. Franco tenía constancia de las ambiciones nazis de satelizar España, y eso nunca lo aceptó, aunque se viera obligado a hacer concesiones ocasionales. Él quería llegar al Nuevo Orden con la mayor fortaleza posible, y sus exigencias coloniales en África formaban parte de ese designio.

Por supuesto, Franco no podía ignorar los muy graves contratiempos que ocasionaba a sus amigos, y no cabe pensar que deseara sabotearlos. Pero obraba en la confianza de que no les causaba perjuicios irreversibles. Por otra parte le interesaba la victoria hitleriana... pero no tan apabullante que redujera al resto del continente a la impotencia. Así, pese a desear hacerse con varias colonias francesas, le convenía una Francia potente, como contrapeso a la hegemonía alemana. Y una Italia fuerte, a pesar de que sus planes sobre el Magreb entrasen en conflicto con los españoles. Algo parecido cabe decir de Inglaterra, con la cual procuraba mantener relaciones aceptables, a pesar de todo. De ahí que su política se nos presente como una serie de medidas contradictorias. Hacía ofertas y promesas a Berlín, y al mismo tiempo buscaba acuerdos y créditos en Londres y Washington; proclamaba su amistad con Mussolini, pero tomaba medidas en Tánger y Marruecos contra los intereses italianos; exigía parte del imperio francés, pero procuraba mantener buenas relaciones con la Francia de Vichy; afirmaba que su acercamiento a Portugal perseguía alejar a éste de la órbita inglesa, cuando cualquiera podía entender lo contrario...

En realidad, la situación no podía ser más compleja, y creo que solo teniendo en cuenta los embrollados y contradictorios intereses en juego se pueden entender las aparentes contradicciones de la política franquista. El eje de ella consistía en entrar en la guerra solo en el momento oportuno y con los menores sacrificios para España; mientras tanto, procuraba ganar tiempo y no perder bazas, lo cual implicaba asumir serios riesgos, como el de una invasión de la Wehrmacht o un asfixiante bloqueo británico. Al final, el momento oportuno nunca llegaría, y este cálculo oportunista demostró ser, finalmente, el más prudente y beneficioso para todos. Menos, paradójicamente, para sus amigos del Eje.

¿Quién atacó violentamente, desprestigió y terminó por hundir a Azaña en el primer bienio: el "bloque oligárquico" o el sindicalismo "popular" de la CNT? ¿Y de quiénes se queja constantemente Azaña en sus diarios si no es, principalmente, de sus propios correligionarios, de quienes pinta un retrato como ni Arrarás hizo?

Y sobre las "reformas imperativas y modernizadoras", ¿cómo explican estos brillantes historiadores el hecho de que el pueblo, supuestamente su gran beneficiario, rechazase a Azaña y los suyos por muy amplia mayoría en 1933, después de dos años de experimentar sus provechosos efectos? ¿Constituía esa mayoría popular el "bloque oligárquico"? ¿O dejaba de ser popular por haber votado al centro derecha?

Realmente el proceso modernizador de España venía acelerándose desde comienzos de la Restauración, y había experimentado un especial impulso bajo la dictadura de Primo de Rivera. En cambio, los republicanos de izquierda y los marxistas han vendido la imagen de una sociedad estancada y absolutamente atrasada antes de la llegada de la república y sus salvíficas reformas.

Varias reformas de la república estaban bien concebidas en principio, sobre todo la institución de una democracia liberal. Pero entonces, de nuevo, ¿por qué la población rechazó a las izquierdas en 1933? Por una razón muy simple:porque la democracia había sido rebasada por las izquierdas en medio de una creciente violencia, casi toda ella también de izquierdas y gubernamental, y porque la alianza de la presunta inteligencia republicana y los gruesos batallones populares emprendió las reformas con tal carga de sectarismo e ineptitud, que abocó al país a una crisis radical.
Así ocurrió con la reforma del ejército o la agraria, o la expansión de la enseñanza pública, que no resolvieron nada y en cambio crisparon al límite a la sociedad. Por esa razón. Y de ahí, también, que las poco o nada democráticas izquierdas, desde Azaña a los comunistas, pasando por el PSOE, la CNT y casi todos los republicanos de izquierda, rechazasen violentamente, a su vez, el veredicto de las urnas, pretendiendo, en frase de Azaña, que solo ellas tenían "títulos" para gobernar.
Una especialidad de los marxistas en todo tiempo y lugar ha consistido en otorgar graciosamente títulos de demócrata o antidemócrata a quienes ellos tuvieran a bien.
Azaña detestaba el marxismo, en la escasa medida en que lo conocía –uno de sus graves fallos–. Le repugnaban los comunistas y trató, en vano, de excluirlos de la coalición de izquierdas que derivó en Frente Popular. A Largo Caballero y a Negrín terminó cobrándoles aversión, bien testimoniada en sus diarios de guerra. Y sin embargo los marxistas y afines, que también lo criticaron y despreciaron en su momento, le muestran hoy una simpatía rayana en la veneración.
Los marxistas suelen admirar el jacobinismo, un movimiento burgués, desde luego, pero lo bastante extremista o "consecuente" como para que aquellos se sintieran herederos suyos, si bien más radicales y "científicos". En la olla jacobina se cocieron los totalitarismos posteriores.

Fue la debilidad política de Azaña, y no sus convicciones, lo que le obligó a pactar y hacer grandes concesiones. Pudo buscar alianza con los elementos moderados, pero, como buen jacobino, eligió al PSOE y la Esquerra, los más extremistas del régimen después de la CNT y los comunistas.
Se alió con los marxistas y con otro partido típicamente jacobino, la Esquerra catalana. Entendemos por qué rechazó la autonomía para las Vascongadas (porque el PNV era un partido clerical y racista).
Creyó resolver con la autonomía el problema creado por los nacionalistas catalanes, cuando estos la consideraban una simple etapa en una escalada de reivindicaciones.
Con igual miopía esperaba una alianza estable con el PSOE, pero este la veía como una táctica pasajera a fin de preparar el paso a la dictadura socialista.

Azaña promovió una Constitución impuesta por rodillo, no consensuada y no laica, sino anticristiana. Confundiendo sus deseos con realidades declaró que el país (no el Estado, entiéndase bien) dejaba de ser católico, y convirtió a los religiosos en ciudadanos de segunda, vulnerando las libertades democráticas, como él mismo reconoció. Amparó desde el poder la quema de iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza católicos, sobre todo en 1931, y volvería a hacerlo en 1936. Ello aparte, impuso una Ley de Defensa de la República que reducía a muy poco las libertades constitucionales, y con ella en la mano cerró o censuró cientos de publicaciones, detuvo y deportó sin acusación, etc.

Un historiador debe ser cauto. Lo importante no son las frases, sino los hechos y las actitudes, y éstos son hoy conocidos.

Azaña tuvo un concepto de la república no democrático, sino jacobino y despótico, valga la redundancia: extremadamente anticatólico, "demoledor", una república para todos, pero gobernada por los suyos.
Para llevar a cabo su designio procuró la alianza con los sectores políticos revolucionarios, "los gruesos batallones populares", confiando en dirigirlos gracias a la "inteligencia republicana".
Azaña y los suyos, lejos de dirigir a los revolucionarios, fueron arrastrados literalmente por ellos. En esto se resume toda la aventura azañista. Lo cual explica muy bien la simpatía de los marxistoides por su figura: ven en ella a quien les facilitó el camino al poder.

 "La mala historia se combate sencillamente con la buena historia. Ya lo sabemos.


La pretensión de que el Frente Popular representaba la libertad y la democracia, además de los "intereses" del proletariado o del pueblo. Genera asimismo una perversión completa del lenguaje, presentando el totalitarismo revolucionario como la misma concreción de la libertad.

"proceso de paz", descansa en gran medida sobre una versión deformada del pasado, y pretende nada menos que establecer por ley la versión de un Frente Popular "democrático".

"El concepto de la república era entonces simplemente sinónimo de democracia". La república era sinónimo de democracia para sus "padres espirituales", Ortega, Marañón y Pérez de Ayala, que tanta opinión pública republicana crearon; o para Alcalá-Zamora y Miguel Maura, auténticos organizadores del derrumbe de la monarquía. Pero no tanto para Azaña, que llegaba pidiendo una república para todos, pero con el poder monopolizado por sus afines políticos. Ni para el PSOE, que desde el primer momento expresó su intención de colaborar con la república "burguesa" solo provisionalmente (poco más de dos años en la práctica).
Las opiniones posteriores de los padres espirituales de la república? Estos maldijeron aquel régimen con palabras realmente amargas, muy ilustrativas de cómo sucumbió la democracia liberal a manos de la "estupidez y la canallería" –frase de Marañón– de esas izquierdas totalitarias o golpistas.

Carrillo,  jefe de las juventudes socialistas y luego de las comunistas (o socialistas unificadas), uno de los mayores enemigos de la legalidad republicana, un bolchevique dedicado en cuerpo y alma a destruir la república "burguesa" por medio de la guerra civil.
"Las izquierdas de 1976 aceptaron la monarquía, y los monárquicos de 1931 no aceptaron la república ni como forma ni como contenido, nunca, y coherentemente se pusieron a conspirar desde su misma proclamación despreciando la legalidad y la legitimidad republicana".
En 1976 no todas las izquierdas aceptaron la monarquía. La rechazaron la ETA, el GRAPO y otros muchos. Y el resto de la izquierda, o el grueso de ella, más que aceptarla se resignó ante la imposibilidad de echarla abajo mediante la "ruptura". O la vio como una etapa pasajera. Ahora mismo esa izquierda está empeñada en liquidar la Constitución monárquica, en compañía de la ETA y los separatistas.

Y respecto a 1931, fueron los monárquicos quienes entregaron, regalaron, el poder a los republicanos, como observaron Miguel Maura y otros. La legalidad del nuevo régimen procede de ahí, no de unas elecciones municipales perdidas, además, por los republicanos. ¿Por qué iban a conspirar los monárquicos "desde el primer momento" contra el nuevo régimen, aceptado por el propio Alfonso XIII, según señalaba Franco?.
La oleada de quemas de iglesias, bibliotecas, obras de arte y centros de enseñanza a los pocos días de llegado el nuevo régimen. Importa concretar el hecho, ya que aquellos actos criminales predeterminaron en buena medida el destino de la república, ilustrando a muchos sobre lo que cabía esperar del dominio izquierdista. Pues lo más grave no fueron los incendios en sí, sino la justificación y santificación de ellos por las izquierdas, declarándolos obra, no de unos delincuentes, sino del "pueblo". Entonces empezaron las conspiraciones monárquicas, por lo demás totalmente irrisorias. Mucho más importante fue la brecha que se abrió en la conciencia pública, pese a lo cual la gran mayoría de las derechas adoptó una posición legalista y pacífica. Posición contraria, repito, a la adoptada por comunistas y anarquistas, a quienes se unirían en muy pocos años los socialistas y los nacionalistas catalanes.

La república llegó, efectivamente, como una democracia liberal. Pero se vio enseguida desbordada por las izquierdas que inmediatamente le declararon la guerra (PCE, CNT), por las que acordaron apoyarla solo para intentar transformarla luego en dictadura socialista (PSOE), y por las que pretendieron monopolizar al régimen (azañistas y otros).
Hubo una reacción monárquica muy escasa, y la pretensión de utilizarla como pretexto para justificar u ocultar los desafueros mesiánicos izquierdistas resulta grotesca.

La "metodología" marxista transforma la evidencia histórica en un revoltijo de confusiones interesadas. Aun lo veremos más claro con su interpretación de Azaña
Pretenden convencernos de ideas tan peregrinas como la de que aquel Frente Popular, compuesto de totalitarios y golpistas, representaba la legalidad democrática.
Hechos tan llamativos como que los obreros en la república y la guerra civil no contasen con un partido, sino con cuatro, autoproclamándose cada uno representante exclusivo del proletariado, y asesinándose entre ellos con ardor. Y así sucesivamente.

El marxismo se presenta como una teoría que explica el desarrollo histórico humano a partir de la economía. Ahora bien, su concepción de la economía difiere de la común. En el marxismo, economía y lucha de clases vienen a ser sinónimos: los hombres viven inmersos en sociedades de clases, basadas en el interés por controlar la producción y distribución de la riqueza. A partir de esos intereses surgen formas de pensar y ver la vida, las ideologías, desde la religiosa a la política; y también los aparatos destinados a asegurar el poder de unos pocos y la sumisión de la mayoría.
La tarea revolucionaria consistiría en derrocar a la clase dominante capitalista y expropiarla para abrir paso a una sociedad emancipada material, moral e intelectualmente, de las taras del pasado.

Término "capitalismo", para los marxistas define a la sociedad basada en la explotación del proletariado mediante la plusvalía. La teoría de la plusvalía es, como observó Lenin, la piedra angular del marxismo, y la que le ha dado esa apariencia científica (socialismo científico) superadora de las arbitrarias especulaciones utópicas. La plusvalía es el valor extraído por el capitalista al trabajo del obrero por encima del salario que le paga.
La idea se basa en el supuesto de que el valor de las mercancías consiste en la cantidad de trabajo humano contenido en ellas.
¿Cómo se mide, a su vez, el trabajo, esencia del valor? En tiempo. La plusvalía consiste en el tiempo que el obrero continúa trabajando para el patrón una vez ha cubierto las horas equivalentes al valor de su salario.

Una historia cimentada en la propaganda de la Comintern, y pretenden convencernos de ideas tan peregrinas como la de que aquel Frente Popular, compuesto de totalitarios y golpistas, representaba la legalidad democrática.
Tratan la república, la guerra y el franquismo con un enfoque "de clase", a veces confuso, pero discernible: movimiento obrero o partidos obreros por aquí, partidos burgueses, oligárquicos o fascistas por allá, represión "popular" por un lado, reaccionaria por otro, acción genocida del franquismo contra "el pueblo trabajador", explotadores culpables de las peores injusticias contra las justas aspiraciones "democráticas" y "avanzadas" de los trabajadores, de "sus" partidos y la pequeña burguesía progresista, etc.
Fulminan la histeria anticomunista de los historiadores revisionistas que osan poner en duda el escrupuloso respeto de los marxistas a la legalidad republicana, el cuestionamiento de la conducta democrática de Stalin en su defensa de la República española frente a la traición "burguesa" de Francia, y de Inglaterra.
En síntesis, la república fue un momento de esperanza y triunfo parcial del pueblo explotado, la guerra civil se debió a la reacción de los explotadores incapaces de aceptar la mínima reforma contraria a su interés de clase, y la era de Franco constituyó el triunfo genocida de estos últimos.

Decía Koestler que el dominio de la jerga marxista permitía a un idiota pasar por inteligente. El marxismo no solo establece un cuerpo de doctrina, sino que achaca a intereses "de clase" reaccionarios la actitud de quienes no lo acatan. De este modo la crítica se vuelve inaceptable por principio y, en un régimen socialista, muy peligrosa para el crítico. Los marxistas no intentan esclarecer los hechos sino descalificar rápidamente al discrepante.

A menudo se señala la naturaleza acumulativa de la ciencia, pero no debe olvidarse su simultáneo rigor selectivo o excluyente. La ciencia avanza también desechando ideas o hipótesis de carácter científico en principio, pero que se demuestran falsas al sufrir "la prueba de la práctica". De hecho suelen ser más las hipótesis desechadas que las aceptadas.


Un criterio clave en la ciencia para valorar una teoría consiste en examinar sus predicciones. Pues bien, las de Marx no se han cumplido, y las retorcidas adaptaciones de sus discípulos han fracasado. Las sociedades que él condenó a la autodestrucción son las más ricas y libres del mundo, participando de su riqueza y libertad la "clase obrera". Es en las sociedades socialistas u otras sin mercado libre ni democracia "burguesa", donde cunden muchas de las plagas profetizadas por Marx.

En cambio sí se han cumplido las profecías de los críticos de Marx y del socialismo en general: decenas de millones de personas exterminadas y el resto privadas de libertad política y también personal, algo desconocido en otras dictaduras. El Gran Experimento para crear el "hombre nuevo".

Han sido propagandistas de la Gran Mentira. Y lo siguen siendo.

Pocos de ellos se declaran hoy comunistas. En su mayoría están cerca del PSOE, que no abandonó el marxismo hasta la Transición. Así, hasta entonces ese partido seguía la doctrina más opuesta a las libertades.
Enemigo cerrado del régimen liberal de la Restauración, en alianza de hecho con el terrorismo anarquista; colaborador luego de la dictadura de Primo, lo que probablemente fue bastante sensato y le permitió llegar a la república como el partido decisivo, el árbitro del nuevo régimen; radicalización revolucionaria desde 1933, pregonando y organizando la guerra civil, para promover luego el Frente Popular e impulsar, tras las elecciones de febrero de 1936, un proceso de aniquilación de la legalidad republicana; corrupción gigantesca, quizá no igualada en siglos, durante la guerra civil; luego, en el franquismo, oposición prácticamente nula a la dictadura, tan odiada ahora.
La tardía renuncia al marxismo, ¿supuso su repentina democratización? Una renuncia real tendría que apoyarse en un examen de la teoría y la historia del partido, lo cual no ocurrió en absoluto. Por el contrario, surgió entonces un lema eficaz electoralmente pero quizá el más mendaz que haya inventado partido alguno: "Cien años de honradez". El "honrado" PSOE actual sigue sintiéndose heredero de aquel partido marxista, de la doctrina abandonada oficialmente por conveniencias de poder, pero cuyos tópicos, tics y enfoques básicos permanecen. Es la ideología, aguada en "progresismo", que hoy atenta contra la convivencia democrática al lado de los separatistas, terroristas y "civilizaciones".

La historiografía marxista se apoya en la noción de lucha de clases, y no busca esclarecer la verdad histórica, sino interpretar el pasado en clave revolucionaria, al servicio de los intereses que dicen "del proletariado".
Su modo de pensar, la ideología progre, podría describirse como un marxismo difuso en mezcla arbitraria con cualquier tendencia que les suene a "antiimperialista", sin excluir el fundamentalismo islámico.

Sabemos poco de la biografía de Tuñón, personaje un tanto misterioso, pero lo suficiente para lo que aquí interesa. Se licenció en Derecho –no en Historia– en la universidad de Madrid, en 1936, y cuatro años antes había entrado en las juventudes comunistas.
Los comunistas trataron de aniquilar desde el primer momento a aquel régimen "burgués"por medio de la insurrección armada, y participaron en la de 1934. Cambiaron parcialmente de táctica a finales de 1935, según las orientaciones de Moscú de formar frentes populares, sin abandonar su objetivo: implantar en España un régimen soviético, usando como palanca la lucha contra un fascismo prácticamente inexistente en España.
Y cuando Carrillo birló al PSOE sus juventudes, unificándolas con las del PCE bajo normas estalinistas, Tuñón se convirtió en director de la escuela de cuadros de dichas juventudes. Dato muy relevante, porque una escuela de cuadros era un centro para la formación de especialistas teóricos y prácticos en marxismo-leninismo.
Los marxistas siempre prestaron máxima atención a controlar la visión del pasado, la "memoria histórica", como arma política para el presente.

Ser comunista, entonces y después, significaba simplemente ser estalinista. El estalinismo no es otra cosa que el marxismo-leninismo, fórmula inventada por Stalin para definir la doctrina marxista en la nueva época de desarrollo capitalista, la época del "imperialismo".

La atribución de los valores de la libertad y la democracia al conglomerado de marxistas, anarquistas, racistas del PNV y golpistas varios que integraron el Frente Popular ampliado, bajo el protectorado de Stalin.
Pero fue la base de la propaganda de la Comintern, y sigue siéndolo de las historias de nuestros "hombres libres" de la historiografía.

 
Según unos, un historiador ha de recibir el título en la universidad y de sus autorizadas manos; sostienen otros que un historiador solvente ha de dar clases de la materia, también en la universidad o, al menos, en la enseñanza media
Serían historiadores "aquellos estudiosos e investigadores debidamente reconocidos por sus títulos académicos o, lo que es mucho más importante, por sus aportaciones historiográficas así consideradas por quienes han sido acreditados por su propia obra y así les es reconocida por sus pares". En menos palabras, sería historiador aquel a quien reconocieran por tal "sus pares".

El licenciado, doctor o profesor de historia, sin más, difiere tanto del historiador como el licenciado o doctor en filosofía difiere del filósofo.

Un profesional puede ser mediocre o malo por falta de esfuerzo o por falta de talento; esto es casi una perogrullada. Pero también pueden serlo por trabajar con un criterio falso, que le empuja a mutilar o malinterpretar los hechos históricos, echando a perder su esfuerzo o su talento. Como nadie ignora, un libro de historia no consiste en una simple acumulación de datos, sino en un ordenamiento de los mismos conforme a un enfoque o teoría general. Una teoría buena permite exponer la lógica interna de los datos y sucesos, sin forzarlos ni mutilarlos; con una mala ocurre lo contrario. La investigación sobre los datos desafía de modo constante a las teorías, las cuales quedan confirmadas o bien han de modificarse o desecharse.

Sin embargo nuestra necesidad psicológica de orden y comprensión nos hace aferrarnos muchas veces a teorías aparentemente omniexplicativas, a pesar de su incapacidad para integrar los datos: se prefiere mutilar estos, o prescindir de ellos antes que abandonar el orden aparente ofrecido por la teoría. Así ha pasado, y sigue pasando de modo muy destacado con el marxismo. Muchos intelectuales persisten en aplicar las categorías y concepciones de Marx, Engels y sus sucesores, de forma explícita o –más frecuentemente hoy día– implícita, incluso disimulada. Reig y sus pares, ya lo veremos con más detenimiento en el próximo artículo, entran de lleno en el redil marxista o marxistoide.


Así, nos informa unas líneas más abajo de que la versión progre de la historia es, simplemente, inatacable, y el "revisionismo", por tanto, no tiene ninguna oportunidad frente a ella.
Nuestro digno catedrático opina, muy a la marxista, que la verdad de la historia debe imponerla el poder político... progre. Para eso está.

Su método consiste en fijar etiquetas denigratorias siguiendo la vieja y a menudo eficaz receta de la Comintern (no perdamos de vista las raíces marxistas –y a menudo el tronco y las ramas– de estos señores. Ya hablaremos de ello): "Los camaradas y los miembros de las organizaciones amigas deben continuamente avergonzar, desacreditar y degradar a nuestros críticos. Cuando los obstruccionistas se vuelvan demasiado irritantes hay que etiquetarlos como fascistas o nazis. Esta asociación de ideas, después de las suficientes repeticiones, acabará siendo una realidad en la conciencia de la gente". Por ello su "debate" se centra en calificar insistentemente a los críticos de "franquistas" o "neofranquistas", en igualar la revisión de la guerra civil a la negación de la Shoah, y trucos parecidos.

"movimiento popular que reclamaba la recuperación de lo que ha venido a llamarse memoria histórica" (ni recuperación de ninguna memoria, sino de las viejas propagandas, ni movimiento popular, sino montaje político bien engrasado con fondos públicos), ataca a Stanley Payne por haber osado apartarse del coro denigratorio y reclamar los fueros de la democracia y el debate intelectual honesto.

De nuevo la táctica intimidatoria, inquisitorial, de la Comintern: nada de discutir si lo que dicen Payne o Moa es cierto, "hay que etiquetarlos como fascistas o nazis".

En cambio sigue en pie la exigencia de Payne: el debate debe realizarse "en términos de una investigación histórica y un análisis serio que retome los temas cruciales".


El mismo profesor Reig, un caso entre tantos, es hijo de quien fuera director del NODO. Cosas de la vida.

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